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Habría sido suficiente. Sin embargo, no pronuncia esas palabras. Al contrario, se pone a hacer teatro y asegura, desesperada, que ella jamás tuvo conocimiento de las intenciones homicidas de Cristina. Y, por si fuera poco, durante el juicio añade más clavos al ataúd de su amiga. Sólo pronuncia esas palabras cincuenta años después para liberar su conciencia de aquel peso a la hora de la muerte.

¿Por qué? Al no pronunciar esas palabras, Maria Carmela sabe que condenarán a una inocente, si bien una inocente relativa. Ese comportamiento pone de manifiesto un profundo odio, no puede explicarse de ninguna otra manera: se trata, casi con toda certeza, de una fría y deliberada venganza.

Ya se había hecho de día. Montalbano se levantó, puso la cafetera al fuego y salió a la galería. El viento había amainado y el mar, al retirarse, había dejado la arena mojada y llena de botellas de plástico, algas, cajas vacías y peces muertos. Restos de naufragios. Sintió un escalofrío y volvió a entrar en la casa. Se bebió tres tazas de café seguidas, se puso una chaqueta gruesa y se sentó en la galería. El aire de primera hora de la mañana le refrescaba las ideas. Por primera vez en su vida, se reprochó su mala costumbre de no tomar apuntes: le rondaba por la cabeza algo que le había dicho la señora Ciccina, pero no era capaz de recordarlo. Sabía que era importante, pero no conseguía enfocarlo. Siempre había tenido una memoria de hierro, ¿por qué empezaba a fallarle ahora? ¿La vejez significaría para él llevar un cuaderno de apuntes y un lápiz en el bolsillo, como los policías ingleses? El horror que le produjo semejante idea ejerció sobre su memoria un efecto muy superior al de cualquier medicina y, de pronto, lo recordó todo. En su declaración en el cuartel de los carabineros, la señora Maria Carmela había dicho que Cristina le había pedido el veneno a mediados de noviembre. Por consiguiente, hasta esa fecha, Maria Carmela aprecia tanto a su amiga que obstaculiza su propósito y le facilita unos polvos inofensivos. Pero, apenas dos meses después, los sentimientos que le inspira Cristina han cambiado por completo, ahora no la aprecia, la odia. Y no desmiente la confesión de su ex amiga. Lo que significa que, en ese breve período de tiempo, ha ocurrido algo entre ambas mujeres, no una discusión sin importancia, como las que pueden producirse incluso entre amigos íntimos, sino algo grave que provoca una irreparable y profunda herida. Alto ahí. Un momento. La señora Ciccina Adorno había dicho también que ambas amigas se habían visto por Navidad, o eso al menos le había dicho María Carmela al teniente de los carabineros. Y no había por qué poner en duda que el encuentro se hubiera producido. No habría sido un encuentro formal, un cortés y frío intercambio de felicitaciones, no, ambas mujeres habían conversado tranquilamente durante un buen rato, como solían hacer habitualmente. Lo cual sólo podía significar dos cosas: o que María Carmela empieza a odiar a Cristina después o durante su encuentro navideño con ella, o que el rencor, el odio de María Carmela empezó unos días después de haberle facilitado a su amiga el falso veneno. En esta segunda hipótesis, durante el encuentro, María Carmela finge ser la amiga de siempre, oculta hábilmente los sentimientos que le inspira Cristina y espera con paciencia de santo a que, más tarde o más temprano, ésta apriete el gatillo. Sí, porque aquel falso veneno es como un revólver cargado. Ocurra lo que ocurra, el disparo destrozará la vida de Cristina. De entre ambas hipótesis, la segunda era seguramente la que más se acercaba a la verdad, si María Carmela había conseguido guardar aquel secreto a lo largo de todos los años que le quedaban de vida.

La imagen de la moribunda apareció a traición ante sus ojos, la cabecita de gorrión desplumado hundida en la almohada, la sábana blanca, la mesilla… La imagen se congeló y después se produjo una especie de zoom en su memoria. ¿Qué había sobre la mesilla? Una botella de agua mineral, un vaso, una cuchara y, medio escondido detrás de la botella verde, un crucifijo de unos veinte centímetros sobre una base cuadrada de madera. Nada más. De pronto, enfocó perfectamente el crucifijo: Jesús clavado en la cruz no tenía la piel blanca. Era negro. Probablemente, un objeto de arte sacro adquirido en algún lejano país de África cuando María Carmela seguía en sus viajes a su sobrino ingeniero.

Repentinamente, se levantó a causa del pensamiento que se le había ocurrido. ¿Cómo era posible que, de todos sus viajes, la señora sólo se hubiera quedado con aquella imagen? ¿Dónde estaban sus restantes pertenencias, aquellos objetos, aquellas fotografías, aquellas cartas que se conservan para que la memoria se ancle en ellos y sirvan de testimonio de nuestra existencia?

Nada más llegar al despacho llamó al hotel Pirandello. Le contestaron que el ingeniero Spagnolo acababa de salir hacia el aeropuerto, pues tenía que tomar el primer vuelo con destino a Milán.

– ¿Llevaba mucho equipaje?

– ¿El ingeniero? No, una maletita.

– ¿Les ha encargado, por casualidad, que le envíen algún paquete de gran tamaño, una caja o algo parecido?

– No, señor comisario.

Por consiguiente, las pertenencias de Maria Carmela, en caso de que las hubiera, se encontraban todavía en Vigàta.

– ¡Fazio!

– ¡A sus órdenes, dottore!

– ¿Tienes algo que hacer esta mañana?

– Bueno…, algunas cosas, sí.

– Pues déjalo todo. Voy a encargarte un trabajo que te encantará. Tienes que ir enseguida a Fela. Ahora son las ocho y media…, a las diez ya estarás allí. Tienes que ir al Registro Civil.

A Fazio se le iluminaron los ojos de alegría: estaba aquejado de algo que Montalbano calificaba de «complejo de Registro Civil». No se limitaba a averiguar el día, mes y año de nacimiento, la provincia, el nombre del padre y de la madre, incluso los nombres del padre y la madre del padre y los nombres del padre y la madre de la madre, y así sucesivamente, de una persona. En caso de que una reacción, generalmente violenta, de su jefe no lo interrumpiera, era capaz, siguiendo la historia de una persona, de remontarse a los albores de la humanidad.

– ¿Qué debo hacer? -El comisario se lo explicó tras habérselo contado todo, incluso lo de Cristina y el juicio. Fazio hizo una mueca-. O sea, ¿que no se trata sólo de ir al registro civil?

– No, pero tú en esas cosas eres un maestro.

Al cabo de menos de cinco minutos, él también salió, subió al coche y se dirigió a la Casa del Sagrado Corazón. Le había entrado el irresistible afán de saber cuál era el motor que impulsaba sus investigaciones. Ahora ya no tenía ninguna duda ni la menor resistencia interior: tanto si era un folletín como una novela negra, una tragedia o un melodrama, quería averiguar todos los porqué y los cómo de aquella historia.

Se presentó ante el administrador, el contable Inclima, un grueso y cordial cincuentón, quien, tras escuchar la pregunta del comisario, se sentó delante de un ordenador.