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Por la mañana salió muy temprano, prácticamente sin haber pegado ojo. Cuando entró en la iglesia, el padre Barbera acababa de terminar de oficiar la misa. Lo siguió a la sacristía, donde el cura se despojó de sus hábitos con la ayuda del sacristán.

– Déjanos solos y que no entre nadie.

– Sí, padre -contestó el hombre, retirándose.

Al cura le bastó una mirada para comprender que Montalbano sabía ya lo que Maria Carmela Spagnolo le había revelado a él en confesión. Pero quiso estar seguro.

– ¿Lo ha descubierto todo?

– Sí, todo.

– ¿Cómo lo ha conseguido?

– Soy policía. Ha sido una especie de apuesta más que nada conmigo mismo. Pero ahora ya ha terminado.

– ¿Está seguro? -preguntó el cura.

– Sí. ¿A quién quiere que le importe una historia de hace cincuenta años? Maria Carmela Spagnolo ha muerto, Cristina Ferlito también…

– ¿Quién se lo ha dicho?

– Nadie, pero supongo que…

– Se equivoca.

Montalbano lo miró, desconcertado.

– ¿Vive todavía?

– Sí.

– ¿Dónde?

– En Catania, en casa de su hija Ágata, que la perdonó cuando salió de la cárcel. Ágata se casó con un empleado de banca, un buen hombre llamado Giulio La Rosa. Tienen un chalecito en via Gómez, 32.

– ¿Por qué me lo dice? -preguntó el comisario.

Y, mientras hacía la pregunta, comprendió la respuesta que le daría el otro.

– Para que haga usted lo que yo, como sacerdote, no puedo hacer. Usted está en condiciones de devolver la paz a una mujer precisamente cuando ya no espera nada de la vida. De iluminar con la luz de la verdad el último y oscuro tramo de la existencia de aquella mujer. Vaya y cumpla con su deber, no pierda el tiempo. Ya se ha perdido demasiado.

Y, apoyándole la mano en el hombro, casi lo empujó hasta la puerta. Estupefacto, el comisario dio unos cuantos pasos y después se detuvo, pues una luz como de flash se le había encendido en el cerebro. Se volvió.

– ¡La mañana que vino a verme a mi casa usted ya había elaborado un plan muy minucioso! ¡Usted lo ha montado todo, me ha utilizado y yo he caído en la trampa como un gilipollas! Incluso interpretó todo aquel número de intentar disuadirme, convencido de que yo no soltaría el hueso. Usted sabía desde el primer momento que llegaríamos a este punto, a estas palabras. ¿Es cierto, sí o no?

– Sí -contestó el padre Barbera.

Condujo su coche dominado por la furia y el nerviosismo, dispuesto a pelearse con cualquier automovilista que siguiera su mismo camino. Se había dejado atrapar como un chiquillo inocente. Pero ¿cómo había sido posible? ¿Cómo no se había dado cuenta de la trampa que el padre Barbera le había tendido? ¡Para que te fíes tú de los curas! Ya lo decía el proverbio: «Monaci e parrini / sènticci la missa / e stòccacci li rini.» A los monjes y a los curas, óyeles la misa y rómpeles el espinazo. ¡Ah, la olvidada sabiduría popular!

En medio del tráfico de Catania no le faltaron ocasiones de hacer la señal de los cuernos y soltar palabrotas a diestro y siniestro. Finalmente, después de dar mil vueltas, llegó al chalecito de via Gómez. En el minúsculo jardín, una mujer bastante joven vigilaba a dos niños que jugaban.

– ¿La señora Ágata La Rosa?

– No está, ha salido. Yo cuido a los niños.

– ¿Son los hijos de la señora Ágata?

– Pero ¿qué dice? ¡Son los nietos!

– Verá, yo soy comisario de policía.

La mujer se asustó.

– Ay, ¿qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?

– Nada, simplemente tengo que comunicarle algo a la señora Cristina. ¿Está en casa?

– Sí.

– Me gustaría hablar con ella. ¿Tiene la bondad de acompañarme hasta ella?

– ¿Y qué hago con los niños? Vaya usía, nada más entrar, la segunda puerta a la izquierda, no tiene pérdida.

Era una vivienda amueblada con buen gusto e impecablemente ordenada, a pesar de la presencia de los niños. La segunda puerta a la izquierda estaba entornada.

– ¿Con permiso?

No hubo respuesta. Entró. La vieja estaba hundida en un sillón, durmiendo bajo los cálidos rayos del sol que penetraban a raudales a través de los cristales de la ventana. Mantenía la cabeza inclinada hacia atrás sobre el respaldo y, a través de la boca abierta, de la que caía un brillante hilillo de saliva, brotaba una respiración afanosa y chirriante que a ratos se interrumpía para seguir adelante cada vez con más esfuerzo. Una mosca paseaba tranquilamente de uno a otro párpado; éstos eran tan delgados que el comisario temió que se hundieran bajo el peso del insecto. Después la mosca penetró en una transparente ventana de la nariz. La amarillenta piel del rostro estaba tan estirada y pegada al hueso que parecía una simple capa de color sobre la calavera. En cambio, la piel de las inertes manos, deformadas por la artrosis, parecía de pergamino y estaba cubierta por unas grandes manchas de color marrón. Las piernas, cubiertas por una manta a cuadros escoceses, vibraban a causa de un constante temblor. En la estancia se aspiraba un insoportable hedor a rancio y a orina. ¿Quedaba todavía en el interior de aquel cuerpo que el tiempo tan obscenamente había devastado algo con lo que fuera posible establecer comunicación? Montalbano lo dudaba. Y peor aún: en caso de que ese algo todavía existiera, ¿resistiría el conocimiento de la verdad?

La verdad es luz, había dicho el cura, o algo por el estilo. Ya, pero una luz tan fuerte ¿no quemaría y prendería fuego a aquello que sólo debería iluminar? Mejor la oscuridad del sueño y de la memoria.

Retrocedió, abandonó la estancia y salió de nuevo al jardín.

– ¿Ha hablado con la señora?

– No, estaba dormida. No he querido despertarla.

Nota

Este volumen está integrado por tres relatos largos y tres cortos. Los largos son inéditos. En cambio, dos de los cortos ya han sido publicados: Día de fiebre, en la revista de la Administración Penitenciaria Le due città, en 2001; y Un sombrero lleno de lluvia, en el diario La Repubblica del 15 de agosto de 1999. Los relatos cortos no pueden ser calificados como policiacos en sentido estricto; son más bien la historia de tres encuentros ocasionales y extraordinarios del comisario Montalbano.

Huelga decir que tanto los nombres como las situaciones son fruto de mi imaginación y no guardan, por tanto, la menor relación con la llamada «realidad».

Andrea Camilleri

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