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La casa de los Kaufman siempre había sido amarilla, pero la nueva familia de inquilinos la había hecho pintar de blanco. El nuevo color parecía erróneo, fuera de lugar. Había casas en las que habían elegido los revestimientos de aluminio, mientras que en otras se habían añadido anexos, modificando cocinas y dormitorios principales. La joven familia que se había mudado a la casa de los Miller se había deshecho de las características macetas rebosantes de flores tan propias de los Miller. Los nuevos propietarios de la casa Davis habían arrancado aquellos maravillosos arbustos que Bob Davis cuidaba los fines de semana. Todo aquello le hacía pensar a Myron en el típico ejército invasor que arranca las banderas de los invadidos.

– No quería contártelo -dijo la madre-. Ya conoces a tu padre. Sigue teniendo la sensación de que debe protegerte.

Myron asintió con la cabeza y siguió andando sobre las hojas.

Luego ella añadió:

– Fue algo más grave que unos dolores de pecho.

Myron se detuvo.

– Fue un infarto a todos los efectos -prosiguió, sin mirarlo a los ojos-. Estuvo tres días en cuidados intensivos. -Ahora empezó a parpadear-. Tenía la arteria casi totalmente obstruida.

Myron sintió que se le cerraba la garganta.

– Eso le ha cambiado. Sé cuánto le quieres, pero tienes que aceptarlo.

– ¿Aceptar qué?

La voz de ella era firme y delicada:

– Que tu padre se está haciendo mayor. Que yo me estoy haciendo mayor.

Myron lo pensó:

– Lo intento -dijo.

– ¿Pero?

– Pero veo este cartel de «Se vende»…

– Son maderas, clavos y ladrillos, Myron.

– ¿Qué?

Ella cruzó a través de las hojas y lo tomó del codo:

– Escúchame bien. Te lamentas como si estuviéramos de duelo, pero esa casa no es tu infancia. No forma parte de tu familia; no respira, ni piensa, ni ama. Es tan sólo un montón de madera, clavos y ladrillos.

– Habéis vivido aquí casi treinta y cinco años.

– ¿Y?

Él se volvió, siguió andando.

– Tu padre quiere ser franco contigo -prosiguió-, pero no se lo estás poniendo nada fácil.

– ¿Por qué? ¿Qué he hecho?

Ella movió la cabeza, miró al cielo, como deseando recibir inspiración divina, y siguió andando. Myron permaneció a su lado. Su madre lo cogió del brazo más abajo del codo y se apoyó en él.

– Siempre has sido un atleta magnífico -le dijo-, no como tu padre. Para ser sinceros, tu padre siempre ha sido un torpón.

– Eso ya lo sé -dijo Myron.

– Claro, y lo sabes porque tu padre no ha pretendido nunca ser lo que no era. Ha dejado que lo vieras como un ser humano, incluso vulnerable. Y eso te ha causado un efecto extraño: le adorabas mucho más. Le convertiste en alguien casi mítico.

Myron pensó en ello, no la contradijo. Se encogió de hombros y afirmó:

– Le quiero.

– Lo sé, cariño. Pero sólo es un hombre; un hombre bueno. Y ahora se está haciendo mayor y está asustado. Tu padre siempre ha querido que lo vieras como alguien humano, pero no quiere que lo veas asustado.

Myron seguía cabizbajo. Hay ciertas cosas que no puedes imaginarte a tus padres haciendo… El ejemplo típico es el sexo. La mayoría de la gente tampoco es capaz de imaginarse a sus padres -y probablemente no deberían ni intentarlo- cometiendo un delito flagrante. Pero ahora mismo, Myron intentaba conjurar otra imagen tabú, la de su padre solo y sentado a oscuras, con la mano en el pecho, asustado, y esa imagen, aunque posible, se le antojaba dolorosa e insoportable. Cuando volvió a hablar sentía la voz densa:

– ¿Y qué tengo que hacer?

– Aceptar los cambios. Tu padre está a punto de jubilarse. Ha trabajado toda su vida y, como la mayoría de machos tontos de su generación, su propia valía está asociada a su trabajo. Lo está pasando mal. Ya no es el mismo. Ni tú tampoco eres el mismo. Vuestra relación está cambiando y a ninguno de los dos os gusta el cambio.

Myron permaneció en silencio, esperando más.

– Acércate un poco a él -le dijo su madre-. Él se ha ocupado de ti toda tu vida. No te lo pedirá, pero ahora le toca a él que lo cuiden.

Cuando doblaron la última esquina, Myron vio el Mercedes aparcado delante del cartel de «Se vende». Por un momento se preguntó si era un agente inmobiliario que venía a enseñar la casa. Su padre estaba en el jardín de delante conversando con una mujer. Papá gesticulaba mucho y sonreía. Al mirar su rostro -la tez áspera que siempre parecía necesitar un buen afeitado, la nariz prominente que papá usaba para darle «golpes narizotas» cuando luchaban a hacerse cosquillas, los párpados caídos a lo Victor Mature y Dean Martin, el pelo ralo y gris que conservaba tozudamente sustituyendo su espesa cabellera negra-, Myron sintió una mano que lo tocaba por dentro y le pellizcaba el corazón.

Papá advirtió su presencia y lo saludó con la mano:

– ¡Mira quién ha venido! -exclamó.

Emily Downing se volvió hacia él y le dedicó una sonrisa tensa. Myron le devolvió la mirada y no dijo nada. Habían pasado cincuenta minutos. Quedaban diez para que el tacón aplastara definitivamente el tomate.

2

Demasiada historia.

Sus padres se marcharon discretamente. A pesar de su casi legendaria tendencia a entrometerse, ambos poseían la rara cualidad de saber entrar a saco en la Isla de los Fisgones sin hacer explotar ninguna mina de esas que indican que has ido demasiado lejos.

Emily intentó sonreír, pero sencillamente, no pudo.

– Bueno, bueno -dijo, cuando se quedaron solos-. ¿No es éste el hombre de mi vida al que dejé escapar?

– Esta frase ya la usaste la última vez que nos vimos.

– Ah, ¿sí?

Se conocieron en la biblioteca el primer año en Duke. Entonces Emily era más grande, un poco más regordeta, pero en el sentido saludable, y con los años, claramente se había adelgazado y tonificado, también en el buen sentido. Pero el hachazo visual seguía allí. Emily no era guapa sino, para usar las palabras de Super Fly, [2] zorrona. Caliente. Ardiente, más bien. Cuando joven -era compañera suya de clase-, llevaba una melena larga y maliciosa y el despeinado de los que siempre acaban de hacer alguna fechoría, una sonrisa retorcida capaz de convertir cualquier película en no apta para menores, y un cuerpo inconscientemente voluptuoso que rezumaba la palabra sexo continuamente, como un viejo proyector de cine. No importaba que no fuera guapa. La belleza tenía poco que ver con ella, de hecho. Se trataba de algo innato. Emily no era capaz de desprenderse de ello ni poniéndose chilaba y un perro muerto encima de la cabeza.

Lo raro era que, cuando se conocieron en la universidad, ambos eran vírgenes, tal vez habiendo dejado escapar la sobrevalorada revolución sexual de los años setenta y principios de los ochenta. Myron siempre creyó que esa revolución había sido en buena parte de boquilla o, como mínimo, que no había llegado a cruzar las fachadas de ladrillo de los institutos suburbanos. Pero también es cierto que era bastante bueno racionalizando las cosas. Probablemente era culpa suya, si es que el hecho de no ser promiscuo puede considerarse una falta. Siempre se había sentido atraído por las «chicas buenas», incluso en el instituto. Los líos esporádicos no le interesaban. Evaluaba a todas las chicas que conocía como posible pareja para toda la vida, como alma gemela, como amor sin fin, como si su relación tuviera que ser una canción de los Carpenter.

Pero con Emily fue todo exploración y descubrimiento sexual. Aprendieron el uno del otro a pasos entrecortados, aunque dolorosamente placenteros. Incluso ahora, por mucho que odiara todo su ser, todavía podía recordar cómo cantaban y se le hinchaban las terminaciones nerviosas cuando compartían la cama. O el asiento trasero de un coche. O un cine, o una biblioteca, o incluso una vez, una conferencia de ciencias políticas sobre el Leviatán de Hobbes. Aunque tal vez hubiera anhelado ser el protagonista de una canción de los Carpenter, su primera relación larga acabó siendo más bien algo sacado del Bat Out of Hell de Meat Loaf: algo tórrido, duro, sudoroso, rápido, como toda la canción «Paradise by the Dashboard Life». [3] De todos modos, debió de haber algo más. Habían durado tres años, la había amado, y ella fue la primera mujer que le rompió el corazón.

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[2] Protagonista de la película Super Fly (1972), un vendedor de drogas de raza negra interpretado por Ron O'Neal. (N. de la T.)

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[3] Referencia a la canción de Meat Loaf en la que una pareja hace el amor en un coche. Él le pide llegar hasta el final, ella accede a cambio de la promesa de amor eterno. Con el paso de los años, él cumple su promesa, pero su vida resulta insoportable. (N. de la T.)