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– No mentimos. Simplemente, no te lo contamos todo.

– Dios mío, ¿alguna vez te paras a escuchar lo que dices?

– No teníamos ninguna obligación contigo, Myron. No eres un agente federal. No eres más que un grano en el culo.

– Un grano en el culo que os ha ayudado a resolver el caso.

– Y te lo agradezco, tío.

Los pensamientos de Myron se metieron en el laberinto, giraron a la izquierda, luego a la derecha, volvieron en círculo.

– ¿Por qué no sabe la prensa que Gibbs es el autor? -preguntó Myron.

– Lo sabrán. Pero antes Ford quiere poner a todos sus soldados en fila. Luego convocará otra rueda de prensa y lo presentará como un dato nuevo.

– Lo podría hacer hoy -dijo Myron.

– Podría.

– Pero entonces la noticia se desvanecerá. Ahora mismo, los rumores la mantienen viva. Ford gana tiempo siendo el centro de atención.

– Lleva la política en el corazón -dijo-. ¿Y qué?

Myron hizo unos cuantos giros más, se dio de bruces contra unas cuantas paredes, siguió buscando la salida.

– Olvídalo -dijo.

– Perfecto. ¿Puedo irme?

– Antes tengo que llamar al registro nacional de médula ósea.

– ¿Por qué?

– Necesito información sobre un donante.

– El caso está cerrado, Myron.

– Lo sé -dijo-. Pero creo que se puede estar abriendo uno nuevo.

Stan Gibbs presentaba su programa cuando llegaron Myron y Win. Su nuevo programa por cable, A secas con Gibbs, se gravaba en Fort Lee, Nueva Jersey, y el estudio, como todos los estudios de televisión que Myron había visto en su vida, parecía una habitación a la que le habían arrancado el techo. Había cables y focos colgando sin un orden determinado. Los estudios, en especial los de noticias, eran siempre mucho más pequeños cuando los ves en persona que por la tele; las mesas, las sillas, el mapamundi del fondo…, todo es más pequeño. El poder de la televisión: una habitación en una pantalla de diecinueve pulgadas, de alguna manera se ve menor en la realidad.

Stan vestía chaqueta azul, camisa blanca, corbata roja, vaqueros y zapatillas deportivas. Un atuendo típico de presentador. Cuando entraron, los saludó con la mano. Myron respondió al saludo, Win no lo hizo.

– Tenemos que hablar -le dijo Myron.

Stan asintió con la cabeza. Hizo salir a los productores y les indicó que se sentaran en las sillas de invitados.

Stan ocupó la silla del presentador, Win y Myron las de los entrevistados, lo cual daba una extraña sensación, como si hubiera gente que los estuviera mirando desde casa. Win miró su reflejo en la lente de una cámara y sonrió: le gustaba lo que veía.

– ¿Ha habido noticias de algún donante?

– Nada.

– Ya saldrá alguno.

– Sí -dijo Myron-. Oye, Stan, necesito que me ayudes.

Stan entrecruzó los dedos y apoyó las dos manos en la mesa del presentador:

– Lo que haga falta.

– En el secuestro de Jeremy hay muchas cosas que no cuadran.

– ¿Por ejemplo?

– ¿Por qué crees que esta vez tu padre secuestró a un niño? Antes no lo había hecho nunca, ¿no? Siempre eran adultos. ¿Por qué un niño esta vez?

Stan lo meditó, escogió las palabras una a una.

– No lo sé. No estoy seguro de que secuestrar a adultos fuera una norma, ni nada parecido. Su manera de elegir a las víctimas parecía ser bastante arbitraria.

– Pero este caso no tenía nada de arbitrario -dijo Myron-. Elegir a Jeremy Downings no pudo haber sido una mera coincidencia.

Stan reflexionó también sobre la afirmación:

– En eso estoy de acuerdo.

– O sea que lo eligió porque, de alguna manera, estaba relacionado con mi investigación.

– Parece lógico.

– Pero ¿cómo pudo tu padre saber de Jeremy?

– No lo sé -dijo Stan-. Tal vez te siguió.

– No lo creo. Verás, Greg Downing se quedó en Waterbury después de nuestra visita. Estuvo vigilando a Nathan Mostoni. Por lo tanto, sabemos que no salió de la ciudad hasta el día antes del secuestro.

Win volvió a mirar a la cámara. Sonrió y saludó con la mano. Por si acaso estuviera encendida.

– Es raro -dijo Stan.

– Y hay más cosas -añadió Myron-. Como la llamada en la que se oía gritar a Jeremy. Con las otras víctimas, tu padre les decía a los familiares que no se pusieran en contacto con la policía, pero esta vez no lo hizo. ¿Por qué? ¿Sabes que iba disfrazado cuando secuestró a Jeremy?

– Lo he oído, sí.

– ¿Por qué? Si pensaba matarle, ¿por qué tomarse la molestia de ponerse un disfraz?

– Secuestró a Jeremy por la calle -dijo Stan-. Tal vez lo hizo para evitar que lo identificara alguien.

– Sí, vale, eso tiene su lógica; pero, entonces, ¿por qué le tapó los ojos a Jeremy una vez en el furgón? Mató a todas las demás víctimas, habría matado a Jeremy… ¿por qué se preocupó, entonces, de que no le viera la cara?

– No estoy seguro -dijo Stan-. A lo mejor siempre lo hizo así; no lo sabemos.

– Es posible -aceptó Myron-, pero hay algo en todo esto que, sencillamente, huele mal, ¿no te parece?

Stan meditó unos segundos:

– Huele raro -dijo, lentamente-, pero no estoy seguro de que huela mal.

– Por eso he venido a verte; todas esas preguntas me están rondando por la cabeza. Y luego recordé el credo de Win.

Stan Gibbs miró a Win, que parpadeó y bajó los ojos con actitud modesta.

– ¿Qué credo?

– El hombre trata siempre de autoprotegerse -respondió Myron-. Es, por encima de todo, egoísta. -Hizo una pausa-. ¿Estás de acuerdo, Stan?

– Hasta cierto punto, por supuesto. Todos somos egoístas.

Myron asintió:

– Incluso tú.

– Sí, claro. Y tú también, seguro.

– La prensa te ha convertido en ese tipo noble -dijo Myron-, dividido entre la familia y el deber y que, finalmente, hizo lo que debía. Pero tal vez no lo eres.

– No soy ¿qué?

– Noble.

– No lo soy -dijo Stan-. Hice mal. Nunca he pretendido ser un santo.

Myron se giró hacia Win:

– ¡Es bueno!

– Buenísimo -concedió Win.

Stan Gibbs frunció el ceño:

– ¿De qué hablas, Myron?

– Sigue mi explicación, Stan. Y ten presente el credo de Win. Empecemos por el principio, la primera vez que tu padre se puso en contacto contigo. Hablaste con él y decidiste escribir el artículo «Sembrar las Semillas». ¿Cuál fue tu motivo inicial? ¿Intentabas dar salida a tu miedo y a tu culpabilidad? ¿Fue sencillamente para ser un buen periodista? ¿O, y aquí es donde aplicamos el credo de Win, lo escribiste porque sabías que te convertiría en una gran estrella?

Myron lo miró y esperó.

– ¿Se supone que debo responder a eso?

– Por favor.

Stan miró al aire y se frotó las puntas de los dedos con el pulgar.

– Todo a la vez, supongo. Sí, estaba excitado por el artículo; pensé que podía ser un bombazo. Fue por egoísmo, de acuerdo: soy culpable.

Myron volvió a mirar a Win:

– ¡Bueno!

– Buenísimo.

– Sigamos por este camino, ¿vale, Stan? El artículo, de hecho, se convirtió en una bomba, y tú también. Te hiciste famoso…

– De eso ya hemos hablado, Myron.

– Cierto. Tienes toda la razón. Pasemos a la parte en la que los federales te denuncian. Exigen saber tu fuente, y tú te niegas a dársela. Ahora, de nuevo, puede haber varias razones. La Primera Enmienda, claro. Ésa podría ser una. Proteger a tu padre podría ser otra. O la combinación de las dos. Pero, y ahora vuelve a aparecer el credo de Win, ¿cuál sería la opción egoísta?