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Win se encargó de ésta.

– Oh, tranquilo que obtendremos sangre -dijo, con la más sutil de las sonrisas-, de una manera u otra.

En ese momento se rompió algo en la expresión de Stan. Bajó la cabeza. El desafío había terminado, y ahora estaba acorralado. No tenía salida. Empezaría a buscarse un aliado. En las negociaciones siempre ocurría. Cuando estás perdido, buscas quien te saque. Myron le había tendido la mano antes. Había llegado el momento de volverlo a hacer.

– Tú no lo entiendes -dijo Stan.

– Por raro que parezca, sí lo entiendo. -Myron se acercó un poco más a Stan. Puso una voz cálida, pero al mismo tiempo, inflexible. Un tono de total dominio-. He aquí lo que vamos a hacer, Stan. Tú y yo haremos un pacto.

Stan levantó la vista, confundido pero a la vez esperanzado.

– ¿Cuál?

– Accederás a donar médula ósea para salvarle la vida a Jeremy, y lo harás de manera anónima. Win y yo lo podemos organizar. Nadie sabrá nunca quién ha sido el donante. Si haces esto, si salvas a Jeremy, yo me olvido de todo lo demás.

– ¿Cómo sé que es cierto?

– Te daré dos motivos -dijo Myron-. El primero, que lo que yo busco es salvar la vida de Jeremy, no arruinar la tuya. El segundo -añadió, levantando las dos palmas al cielo-, es que yo no soy mejor que tú. También dejo que el fin justifique los medios. Agredí a un hombre, secuestré a una mujer…

Win movió la cabeza:

– Pero hay una diferencia. Sus motivos eran egoístas, los tuyos, en cambio, eran salvarle la vida a un niño.

Myron se volvió hacia su amigo:

– ¿No eras tú el que decía que los motivos son irrelevantes? ¿Que un acto es un acto?

– Claro -dijo Win-, pero lo dije por él, no por ti.

Myron sonrió y volvió a mirar a Stan.

– No soy moralmente superior a ti. Ambos hemos hecho mal. Tal vez los dos podamos vivir con lo que hemos hecho, pero si dejas morir a un niño, Stan, estarás cruzando la línea. Entonces ya no podrás volver a casa.

Stan cerró los ojos.

– Habría encontrado la manera de hacerlo -dijo-. Habría obtenido otra documentación falsa, habría donado sangre bajo un alias. Sólo esperaba…

– Lo sé -dijo Myron-, lo sé todo.

Myron llamó a la doctora Karen Singh.

– He encontrado un donante compatible.

– ¿Cómo?

– No puedo explicarlo, pero debe mantenerse anónimo.

– Ya le expliqué que todos los donantes de médula ósea son anónimos.

– No. El caso es que el registro de médula ósea tampoco puede saberlo. Tenemos que encontrar un lugar en el que se pueda extraer la médula sin conocer la identidad del paciente.

– No puede hacerse.

– Sí, se puede.

– Ningún médico accedería a…

– Ahora no podemos jugar a eso, Karen. Tengo al donante, pero nadie puede saber quién es. Hágalo posible.

Podía oír a la doctora respirando por el auricular.

– Habrá que volver a hacerle las pruebas -explicó.

– No hay problema.

– Y superar un examen físico.

– Hecho.

– Entonces, de acuerdo. Pongámonos en marcha.

Cuando Emily supo lo del donante, miró a Myron con curiosidad y esperó. Él no se lo explicó, ella tampoco preguntó.

Myron visitó el hospital el día antes de la fecha prevista para el trasplante de médula. Asomó la cabeza por el marco de la puerta y vio al niño durmiendo. Jeremy se había quedado calvo por la quimioterapia. Su piel tenía un halo fantasmal, como algo que palidecía por la falta de sol. Myron contempló dormir a su hijo. Luego, dio media vuelta y se marchó a casa. No volvió.

Regresó al trabajo en la agencia MB SportsReps y siguió adelante con su vida. Visitaba a sus padres de vez en cuando. Salía con Win y Esperanza. Consiguió unos cuantos clientes más y empezó a rehacer su negocio. Big Cyndi le entregó su renuncia a la lucha libre y pasó a ocuparse de la recepción. Su ritmo era sedado, pero volvía a estar centrado.

Al cabo de ochenta y cuatro días -Myron llevaba la cuenta-, recibió una llamada de Karen Singh. Le pidió que la fuera a ver a la consulta. Cuando llegó, ella no perdió el tiempo:

– Ha funcionado -le comunicó-. Jeremy ha vuelto hoy a su casa.

Myron se echó a llorar. Karen Singh se levantó, se sentó en el brazo de su butaca y le acarició la espalda.

Myron llamó con unos golpecitos a la puerta entreabierta.

– Adelante -dijo Greg.

Entró en la habitación. Greg Downing estaba sentado en una butaca. Durante su estancia en el hospital se había dejado crecer la barba. Le dedicó una sonrisa a Myron.

– Me alegro de verte.

– Yo también. Me gusta la barba.

– Sí, me da un toque de leñador gigante del bosque, ¿no crees?

– Yo pensaba más bien en un Raymond Burr como el Perry Mason de la última época -dijo Myron.

Greg se rió.

– El viernes vuelvo a casa.

– Fantástico.

Silencio.

– No me has venido a ver mucho -dijo Greg.

– Quería darte tiempo para recuperarte. Y para que te creciera del todo la barba.

Greg intentó reírse otra vez, pero la risa medio se le atragantó.

– Mi carrera en el baloncesto ha terminado, ¿lo sabes?

– Lo superarás.

– ¿Así de fácil?

Myron sonrió:

– ¿Quién ha dicho la palabra fácil?

– Ya.

– Pero en la vida hay cosas más importantes que el baloncesto -dijo Myron-. Aunque a veces se me olvidan.

Greg volvió a asentir con la cabeza. Luego bajó la vista y dijo:

– He oído que has encontrado al donante. No sé cómo lo has hecho…

– No tiene importancia.

Levantó la vista:

– Gracias.

Myron no supo qué responder, de modo que guardó silencio. Y fue entonces cuando Greg lo pilló por sorpresa:

– Ya lo sabes, ¿no?

A Myron se le paró el corazón.

– Fue por eso que decidiste ayudar -dijo Greg. Su voz estaba totalmente desprovista de emoción-. Emily te dijo la verdad.

A Myron se le tensaron los músculos alrededor de la garganta y un rumor ensordecedor le inundó la cabeza.

– ¿Te hiciste el análisis de sangre? -preguntó Greg.

Myron logró hacer un gesto de asentimiento con la cabeza. Greg cerró los ojos. Myron tragó saliva y dijo:

– ¿Cuánto hace…?

– Ya no estoy seguro -dijo Greg-. Supongo que de inmediato.

Lo sabe. Estas palabras cayeron sobre Myron como gotas de lluvia que rodaban y desaparecían, impenetrables. Siempre lo había sabido.

– Por un tiempo me engañé a mí mismo, creyendo que no era así -dijo Greg-. Es increíble lo que la mente puede llegar a hacer. Pero cuando Jeremy cumplió seis años le extirparon el apéndice. Vi su grupo sanguíneo en un informe, y eso me confirmó lo que siempre había sospechado.

Myron no supo qué decir. La verdad se le impuso, se llevó los meses de bloqueo como una patada se lleva tantos juguetes infantiles por delante. Desde luego, la mente es capaz de cosas asombrosas. Miró a Greg y fue como ver algo con la luz adecuada por primera vez, y eso lo cambió todo. Volvió a pensar en los padres, pensó en los sacrificios verdaderos, pensó en los héroes.

– Jeremy es un buen chico -dijo Greg.

– Lo sé -respondió Myron.

– ¿Te acuerdas de mi padre? ¿Gritando como un loco en las líneas laterales?

– Sí.

– He acabado siendo como él. El vivo retrato de mi viejo. Era de mi sangre, y era el cabronazo más cruel que he conocido en mi vida -dijo Greg. Luego añadió-. Para mí la sangre nunca ha significado demasiado.

Un eco extraño inundó la habitación. Los sonidos de fondo se fueron apagando y quedaron tan sólo ellos dos, mirándose a través del más raro de los abismos.