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Tal era el caso de don Augusto Alvear, quien, al decir de las malas lenguas, se había visto obligado a vender la casona familiar que heredó en Asturias, así como sus tierras en el Principado y una enorme finca de Extremadura que correspondió en herencia a su esposa. Por ello, para mantener el nivel de vida en la corte y para reponerse de las pérdidas que al parecer había sufrido en la Bolsa, don Augusto había prometido a su primogénita con el hijo del Rey del Lino, otorgándole una dote testimonial y recibiendo por el casamiento una suma que los más osados cifraban en unos cinco millones de reales. Ése era el precio que había pagado el rico industrial de Martorell para que su hijo, Donato, abogado de prestigio, heredara el título de conde de las Teresillas al fallecimiento de su empobrecido suegro. Se rumoreaba que don Augusto había perdido un dineral en el famosísimo Timo de doña Baldomera, asunto que Víctor conocía a la perfección, pues el caso había sido resuelto el año anterior con diligencia por don Alfredo, quien le había contado todos los detalles. Al parecer, doña Baldomera, una de las hijas del célebre escritor y periodista Mariano José de Larra, había fundado en 1876 un banco en el que prometía beneficios de a duro por peseta invertida. Al principio, la inteligentísima timadora pagaba religiosamente, por lo que miles de madrileños se lanzaron en masa a invertir sus ahorros en aquel negocio seguro. De entre todos los delincuentes, Víctor sentía cierta simpatía por los timadores, gente que utilizando su ingenio era capaz de levantar el dinero a sus cándidas víctimas sin derramar una sola gota de sangre. Doña Baldomera había tendido hábilmente el anzuelo y la mayoría de los timados no fueron víctimas sino de su propia codicia. El 1 de diciembre de dicho año, la señora acudió al Teatro de la Zarzuela; a la salida le esperaba un carruaje que la condujo a Pozuelo, desde donde tomó un tren que la llevó hasta París con un botín inmenso: ¡ocho millones de reales! Más de uno llegó incluso a suicidarse al comprobar que sus ahorros de toda la vida habían volado. Y don Augusto era uno de los timados. Pobre tonto…

La familia Alvear habitaba en un regio y espacioso caserón situado en la calle de Santa Isabel y todo hacía suponer que el patriarca de aquella estirpe pondría en breve a la venta el título de su mujer, la duquesa de Castrobeniel, prometiendo a su segunda hija, Clara, con algún rico heredero que permitiera a la familia Alvear continuar viviendo en la opulencia. De hecho, Víctor había detectado ya la presencia de dos o tres moscones que pululaban alrededor de la familia en sus paseos vespertinos por el Prado. Es más, había uno que le había parecido un rival peligroso. No por apuesto o bien parecido, ya que el caballero en cuestión debía de rondar la cuarentena y estaba entrado en carnes, sino porque hacía continua ostentación paseando a caballo por el Salón del Prado. Un día lo hacía a lomos de una inmensa, blanca y bella jaca jerezana, otro montando un purasangre irlandés y los más guiando un magnífico tronco inglés enganchado a una maravillosa calesa que tenía embobadas a las damas más distinguidas de Madrid. En suma, Víctor sabía que hacer realidad aquel amor era algo imposible. Lo más probable era que no llegara a cruzar ni una palabra con la joven en toda su vida de abnegado funcionario policial, pensaba mientras se consumía contemplándola en sus idas y venidas por el Prado o Recoletos. Apuraba cada segundo en los breves momentos en que se cruzaba con ella, como el que vive su último día en esta tierra, y se sentía solo y deprimido en este mundo complejo y materialista. ¿Se había enamorado? Nunca había pensado que algo así pudiera ocurrirle a él, tan racional, tan frío. Se volcaba mucho en su profesión, su verdadera ilusión, y luchaba a diario por mejorar, por formarse, por leer hasta el último detalle de los casos de más eco que resolvían los más afamados investigadores del Viejo Continente. Su trabajo era su vida y, al parecer, sin darse cuenta, comenzaba a sentir algo por Clara Alvear que le nublaba el seso. ¡Qué tontería! Si no la conocía… El amor era algo extraño, sin duda. Era fácil juzgar desde fuera los sentimientos de los demás, como si fueran pequeñas hormigas atrapadas por su inevitable fuerza. Algunos delinquían por amor, robaban, mataban. Era sencillo reírse de aquello, compadecerse de aquellos simples y pobres mortales que se comportaban como idiotas por amor. Desde la atalaya de la razón siempre se había creído, en el fondo, por encima del bien y del mal. Ahora comenzaba a recibir una buena dosis de humildad. No era tan fácil cuando le ocurría a uno mismo. Aquello no era racional ni por asomo. Sólo pensaba en verla, en acercarse al Salón del Prado a arrancar una mirada suya, a contemplar de reojo su bello rostro, a escuchar su risa.

Se sentía como un idiota. ¿Cómo se había ido a enamorar de una joven de la alta sociedad? Intentó mejorar su aspecto encargando un par de levitas en el taller del sastre Utrilla, situado en las Cuatro Calles. Según se decía, cortaba los mejores trajes de Madrid. Era caro, pero merecía la pena.

Por lo menos, en las tertulias daba rienda suelta a esos sentimientos de rabia y repulsa hacia los poderosos, la Iglesia y la Monarquía, que mantenían al país en ese estado de atraso, penuria y tradición, que amenazaba con llevar a toda la nación a la debacle. Por ejemplo, la situación en las colonias no era buena. Y se hacía saber en la Fontana o en el Iberia que ni la Armada ni el Ejército se hallaban en condiciones de resistir, y mucho menos vencer, en ninguno de los conflictos que se perfilaban como inevitables. Víctor compartía este parecer, pero la mayoría de los tertulianos -incluidos algunos liberales de postín- tachaban dichos argumentos de demagogia derrotista.

En el trabajo se podía decir que le iba bien. En un oficio donde la brutalidad era la conducta más habitual, los métodos del joven detective, su don de gentes, su inteligencia, su capacidad de observación y su extraordinaria facilidad para recordar de memoria hasta el más mínimo de los detalles de un caso, comenzaban a otorgarle un prestigio y una aureola de prometedor agente que a veces lograba hacerle olvidar sus penas de amor. Y así pasaban los días.

Corría la tercera semana de mayo entre jornadas de intenso debate político, pues el gobierno quería sacar adelante la Ley de Imprenta que debía instaurar la censura previa y obligaba a los periódicos a publicar las comunicaciones oficiales donde el Gabinete Ministerial quisiera. Algo inaceptable para los liberales como Víctor, que consideraban aquello como una agresión peor aún que el decreto de prensa de 1875. Era evidente que se acercaban tiempos de debate, de confrontación política, y el Gobierno quería asegurarse el apoyo de la prensa. Las aguas andaban revueltas.