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– Es que nunca he ido.

– ¡Cómo! ¡Inaudito!, ¡un madrileño que no conoce el arte de Cuchares! Tendremos que arreglar eso. ¡La cuenta! -dijo Blázquez apurando su café.

Cuando salían del concurrido Levante, Víctor se detuvo y dijo:

– Alfredo, no me has dicho cuál es tu elección. Ya sabes, tu torero.

– ¿Cuál va a ser? Frascuelo -repuso como el que comenta una obviedad-. Eso sí es toreo y no lo de Lagartijo, que la última vez que se arrimó a un toro fue en un mesón, a la cabeza disecada de uno que había matado Frascuelo, que ése sí que se arrima. Y ahora, hijo, vamos a trabajar.

Años después, con la perspectiva que proporciona el paso del tiempo y con la sabiduría que dan la edad y las muchas experiencias vividas, Víctor recordaba con nostalgia aquellos inciertos días de su regreso a Madrid. Estaba ilusionado por su vuelta a la capital y por el brillante futuro que, al parecer, le esperaba en el cuerpo de policía, pero, por otra parte, aunque lo ocultaba, se sentía más vulnerable que nunca.

Luego supo, ya en la edad madura, que en esos días se forjó su personalidad definitiva, la de su vida adulta. Estaba perdido, la verdad; había cultivado una fachada que impresionaba a los demás, la de un joven apuesto, brillante y de mentalidad moderna, renovadora, pero en el fondo, en muchos aspectos, era un mar de dudas. Se sentía huérfano por su madre y por don Armando, y Madrid había crecido mucho, demasiado.

Se veía como un extraño en su propia ciudad y tras los sucesos de Oviedo, donde había traicionado la confianza de muchos, percibía en él la misma falta de arraigo que tienen los perros callejeros.

Le gustó su nuevo compañero desde el principio. Alfredo Blázquez era un hombre tranquilo que sólo se alteraba al hablar de toros o cuando su nietecita caía enferma. Por lo demás, era hombre curtido en mil batallas, quizá algo escéptico o descreído, lo cual venía bien a la hora de frenar los impulsos de Víctor, que, más idealista debido a la juventud, a veces se dejaba llevar en exceso por sus ideas liberales.

A don Alfredo, por su parte, le agradaba el carácter transgresor de su ahora nuevo compañero, aunque en ocasiones le intimidaban un tanto sus disertaciones científicas y su afán de cambio. Aquel joven amante de la razón y la lógica destacaba demasiado en un cuerpo de policía que se movía con la torpeza de un dinosaurio. Cualquier cambio en el sistema era sopesado con parsimonia, analizado y sometido a consultas de los superiores. Era habitual que una reforma cualquiera, perdida en la inmensa burocracia que paralizaba el sistema, estuviera ya anticuada en el mismo momento de su aprobación. Así era aquel país que luchaba por adaptarse al nuevo siglo. Contradictorio, católico y tradicional a veces, anticlerical y abierto en otras ocasiones. Una locura. Víctor era un hijo de aquella nueva sociedad que empujaba con sus «moderneces» al antiguo régimen, y es que el mundo estaba evolucionando demasiado rápidamente para el gusto de Blázquez.

El pequeño despacho de Víctor y don Alfredo resultó ser una cálida estancia que daba a la parte trasera del edificio, a la calle de Carretas. Estaban a las órdenes del comisario Buendía, un madrileño de los de toda la vida, rechoncho, vital y de mandíbula inferior algo saliente, lo que había provocado que sus hombres le llamaran a sus espaldas el Mastín. Era un hombre terco, de la calle, que al igual que el joven Víctor había salido de la nada para llegar a desempeñar un cargo de responsabilidad.

Los primeros días en su nuevo puesto resultaron plácidos para don Víctor, pues así era como todo el mundo había comenzado a llamarle ya. Sentía que era tratado con respeto y consideración por sus compañeros y sabía que ello se debía a su decisiva participación en la desarticulación de la célula radical de Oviedo en los días previos a la revolución de 1868. Él, por su parte, no se sentía muy orgulloso de aquel trabajo, que le había valido un buen destino en Figueras y un posterior ascenso que le perfilaba como uno de los valores en alza de un cuerpo que pretendía modernizarse con los nuevos tiempos. Víctor continuaba siendo el hombre inquieto que gracias a su insaciable afán de lectura había abandonado su condición de raterillo para convertirse en alguien con un brillante futuro por delante, pero un pensamiento le asaltaba de continuo, un runrún de su mente que le hacía sentirse culpable por haber traicionado a quienes en un momento dado le habían considerado un amigo. Nadie en el cuerpo de policía había logrado infiltrarse de aquella manera en los círculos radicales. Para eso lo enviaron a Oviedo siendo aún un bisoño y desconocido agente que se hizo pasar desde el principio por un joven emigrante en busca de trabajo, Paco Gil.

Con su nueva identidad, Víctor supo, poco a poco, ganarse la confianza de los más reconocidos prohombres del Oviedo liberal para terminar por infiltrarse en el mundo de los radicales de la capital asturiana. Tres años tardó en ser reconocido como uno más. Tres años de lecturas en los que Descartes, Voltaire, Jefferson y otros fueron ocupando su mente. Tres años de debates, de conspiración, de ilusiones… Víctor remató aquel trabajo propiciando la detención de ocho individuos a los que se achacaba la autoría de tres atentados con explosivos y un asesinato. En la soledad de su cuarto se decía a sí mismo que no había traicionado los ideales que propugnaba el espíritu liberal que había terminado por impregnarle. Intentaba razonar y pensaba que aquellos eran unos radicales que perjudicaban la causa de la modernización de España, del anticlericalismo más pausado pero efectivo, del racionalismo, la democratización y la defensa de un pueblo sufrido, analfabeto y débil que necesitaba la ayuda de personas mejor preparadas que terminaran con el antiguo régimen desde dentro del mismo. Se hacía necesaria una revolución apacible que actuara de manera encubierta y paciente pero no por ello menos eficaz e inexorable. Los radicales amenazaban con dar al traste con todos esos sueños, los sueños de multitud de liberales del país. Y es que Víctor, por sus lecturas, había terminado por convertirse en un liberal. Eso era seguro. Demasiado tarde quizá, pero liberal a fin de cuentas. Por eso, tras el asunto de Oviedo, quiso evitar destinos relacionados con el control político de la población y prefirió centrarse en la lucha contra el crimen en su más cruda y triste expresión: los asesinatos, robos y violaciones que, por desgracia, se daban casi a diario en la bulliciosa capital del reino.

Solía frecuentar, en efecto, las tertulias de los cafés madrileños. Iba a escuchar y aprendía, gozando de veras con la compañía y las peroratas de las más abiertas y progresistas mentes del país. El subinspector aprovechaba también aquellos primeros días de su estancia en Madrid para disfrutar de la primavera, paseando al atardecer por Recoletos, el Paseo del Prado o el Retiro. Después frecuentaba el café Universal en la calle de Alcalá que le agradaba por sus parroquianos republicanos y progresistas, aunque lo mismo le ocurría con el Iberia, en la Carrera de San Jerónimo. Casi todos caían cerca de su pensión y allí escuchaba, leía la prensa y se cultivaba a diario. Conoció a un tal Galdós y a Pablo Iglesias. Ambos le causaron una gratísima e imborrable impresión. A veces se acercaba al café Levante, situado en la misma Puerta del Sol, y en otras ocasiones frecuentaba el Lorencini (quizá su preferido) o el San Sebastián. También le gustaban la Fontana de Oro y el Gato Negro. Al caer la noche, después de cenar, se retiraba a su cuarto a leer, fumaba en el salón con los otros huéspedes o tomaba el bastón y el sombrero y salía «a dar una vuelta». Casi siempre se encaminaba hacia la Ronda de Embajadores, a La Casa de Rosa, un elegante pero caro prostíbulo en el que el joven policía aplacaba sus ardores. Le gustaba sobre todo la Valenciana, una joven de unos diecinueve años, morena, de grandes ojos marrones, largas pestañas, prieto trasero y turgentes senos. Era despierta y graciosa. Le agradaba, aunque estaba ligeramente por encima de sus posibilidades: tres duros era mucho dinero para una sola noche. Víctor supuso que gustaba a la chica, pues ésta le rebajó su tarifa a doce pesetas, aunque luego pensó que quizá lo hacía simplemente porque era policía. Aun así, el caso era que al menos allí olvidaba sus penas por una o a lo sumo dos noches por semana. Lola era una joven de carácter alegre que había superado un pasado duro en su Sagunto natal. Supo Víctor por una compañera que la joven se había escapado de casa a la edad de trece años ante los continuos abusos que sufría, primero de su padre y más adelante de sus dos hermanos mayores. Al parecer, los tres eran unos desalmados que se ganaban la vida delinquiendo y tirando de navaja. Gentuza. Aunque formaba parte de su trabajo, a Víctor le resultaba difícil acostumbrarse a aquellas tragedias.