Выбрать главу

– Si todo esto es una farsa -decía el yerno de Blázquez, que simpatizaba con los radicales-. La participación en las municipales de hace un mes fue apenas del treinta por ciento.

– ¿Para eso queríais el sufragio universal? -terció don Alfredo sonriendo.

– Ese no es el problema, Blázquez -dijo Víctor-. La gente más humilde no votó porque en la mayoría de los municipios de España sólo se podía votar a los conservadores. El único sitio donde sé que ha habido más de dos opciones es La Latina, con un candidato conservador, uno de los constitucionales y otro de los radicales. Aunque no sirvió de mucho, la verdad, porque salió el candidato que apoyaba al gobierno, el conservador. Este sistema, de seguir así, terminará siendo caciquil.

– Ya lo es -dijo Luis Alberto.

– Espera a que Sagasta pueda formar gobierno y verás cómo las cosas cambian.

– Cánovas no dejará que ocurra. Eso de la alternancia es algo que dice sólo de boquilla -repuso el yerno de Blázquez.

– Sagasta sabe lo que se hace. Se gana mucho más siendo moderado. El sistema sólo podrá cambiarse desde dentro, gradualmente -replicó el joven subinspector-. Práxedes Mateo Sagasta ha sabido evolucionar desde los postulados más radicales de su inicial militancia política hasta la moderación que ha de traer la modernización del país. Incluso Cánovas, con el que no simpatizo, ha sabido vislumbrar que necesitamos un período de estabilidad para poder salir adelante. La idea de esta monarquía parlamentaria fue suya, él trajo al rey y creo que cumplirá su parte garantizando la alternancia de los dos partidos en el poder. Debemos ser pacientes y cambiaremos el mundo.

– Bueno, bueno -dijo Mariana-. Dejémonos de política y juguemos a algo. Yo elijo el juego.

Pasaron el resto de la tarde jugando a la berlina. Una distracción que consistía en que todos los invitados permanecían sentados cerca unos de otros, excepto uno de los jugadores que lo hacía aparte, «en la berlina». Entonces todos formulaban una frase ocurrente o un dicho que alguien se encargaba de transmitir al ocupante de la berlina. Éste debía averiguar quién había pronunciado cada frase y, si acertaba, el desenmascarado pasaba a sentarse aparte para «pagar» por haber sido identificado. Era un juego inocente que resultaba divertido si los participantes eran ingeniosos y si reinaba, como solía, el buen gusto. Todos reían divertidos ante la perplejidad que mostraba don Alfredo, porque siempre era descubierto a causa de sus frases y dichos en los que de continuo atacaba a su odiado Lagartijo. Parecía un niño cuando hablaba de toros. Víctor se sintió amparado y querido con aquellos nuevos amigos. Él no sabía lo que era tener una familia como aquella. Se felicitó de haber entrado en la vida de aquella buena gente.

Una tarde, a principios de mayo, sucedió algo que hizo que Víctor saliera de la rutina. Hasta entonces se hallaba perdido, sin rumbo, pero desde aquel momento encontró una ilusión que no era malgastar la paga en los prostíbulos de Embajadores o de la plaza de las Armas. Ocurrió deambulando por el Paseo del Prado, junto a la elegante verja que lo separaba del Jardín Botánico que construyeran en su tiempo Francisco Arrillaga y Pedro José de Muñoz. Mataba el tiempo escuchando entre los corros a la gente, que se mostraba consternada por un suceso acaecido en Carabancheclass="underline" al parecer, un matrimonio de jóvenes había acudido a visitar a los padres de ella, ancianos y enfermos, cuando la casa se había derrumbado con todos dentro. Una tragedia.

Paró en un puesto y pidió una clara con limón para refrescarse. Fue entonces cuando, bajo el frescor de la sombra de los inmensos árboles y embriagado por la combinación de fragantes olores primaverales procedentes del magnífico jardín, Víctor Ros Menéndez se enamoró. La vio venir mientras saboreaba el ligero aroma alcohólico de su cerveza con gaseosa. Iba acompañada por su ama y caminaba con la sombrilla apoyada con gracia en el hombro derecho. La joven sonrió al ver a unos pilluelos que hacían rabiar a un perro de aguas que alguien había atado a la verja ornamental que rodeaba al Botánico. Le pareció un ángel. Su risa era agradable, fresca y suave. Su boca, su dentadura y sus labios, perfectos. El cabello, recogido en un moño y tocado por un discreto sombrero azul, parecía del color del trigo bañado por el sol de verano. Sus ojos eran claros y su talle esbelto. Tenía las mejillas algo sonrosadas.

– Vamos, Clara -dijo el ama con voz severa.

La chica, que había quedado rezagada, se apresuró a ponerse a la altura de su aya. Pasó junto a él dejando en el aire un maravilloso olor a lavanda.

Víctor quedó petrificado.

Las siguió hasta el Salón del Prado, una amplísima explanada de sección rectangular que acababa en una amplia plaza con una fuente circular en el centro, La Cibeles, un proyecto de Ventura Rodríguez desarrollado a instancias de Carlos III. Estaba situada sobre una gradería circular de cuatro peldaños y rodeada por una verja que impedía el acceso directo a la fuente. Al principio, ésta sólo constaba del carro con la estatua; más adelante se añadieron los dos leones, Atalanta e Hipomecos. A Víctor le parecía hermoso aquel inmenso conjunto, orientado hacia la otra fuente que señalaba el fin del Salón, la de Neptuno.

El Salón del Prado estaba situado entre San Jerónimo y Alcalá, entre Cibeles y Neptuno y allí se daba cita cada tarde el todo Madrid. Algunos privilegiados paseaban por un espacio dotado de bancos que llamaban «el gabinete» o «París», debido a la muy distinguida concurrencia que se daba cita en dicho lugar. Otros miembros de la nobleza o la alta burguesía preferían caminar por la zona más amplia o despejada, junto a los coches, donde también se podía hacer ostentación de carruajes y monturas, mientras que el pueblo llano, por su parte, debía conformarse con pasear en la arboleda próxima a San Fermín. Desde allí precisamente, Víctor Ros vio que la moza se reunía con su familia. Un hombre de edad -debía de ser el padre-, de porte aristocrático y poblado bigote, una distinguida dama -pensó que sería la madre, pues se le parecía- y una pareja de jóvenes que, a juzgar por su actitud, pelaban la pava. La carabina volvió por donde había venido y la joven y sus cuatro familiares caminaron durante un buen rato por el paseo. Víctor intentó no mirar con mucho descaro. No era educado.

Aquella misma noche fue a ver a la Valenciana.

Apenas tres días tardó Víctor en averiguar cuanto quería sobre la bella joven y su familia. Ella se llamaba, en efecto, Clara. Clara Alvear. Acababa de llegar de un prestigioso internado suizo en el que había permanecido tres cursos y contaba veinte años de edad. En su reaparición en sociedad había causado una gratísima impresión al Madrid más selecto, en el que ya se rumoreaba que el padre de la joven andaba a la busca de algún pretendiente de postín para su hija. Gracias a sus contactos, a los archivos de la Dirección General de Seguridad y a algún dinerillo invertido en sobornar a un par de cocheros -los mejores y más fiables observadores de toda la capital-, el joven subinspector pudo saber que el progenitor de la joven era don Augusto Alvear, conde de Teresillas, un noble asturiano venido a menos que desempeñaba el cargo de subsecretario de Fomento con más pena que gloria. Hombre políticamente conservador, había casado con doña Ana Escurza, duquesa de Castrobeniel, una mujer piadosa y tradicional que le había dado dos hijas, Aurora y Clara. La joven Aurora había sido prometida a Donato Aranda, hijo de don Antonio Aranda, «el Rey del Lino», un empresario de origen catalán famoso por sus factorías de Martorell y por sus continuas fiestas, cacerías y alardes que no tenían otro objetivo que conseguir que su primogénito emparentase con alguien de la alta sociedad y lograra un título nobiliario.

En el azaroso siglo que corría, muchas familias de la considerada nobleza tradicional habían visto cómo disminuía su patrimonio como resultado de la irrupción en sociedad de una nueva clase, la alta burguesía, toda una panoplia de nuevos ricos que gracias a lucrativas gestiones comerciales, inmobiliarias e industriales, habían llegado a amasar fortunas de proporciones grandiosas. Como la nobleza al uso debía su riqueza a la propiedad de enormes fincas en provincias, abandonadas e improductivas, ya que la actividad agrícola comenzaba a ser menos rentable que otros tipos de operaciones mercantiles, dicho estrato social comenzó a ver cómo iba mermando su riqueza hasta tener que malvender sus tierras y latifundios para poder mantener el elevado y lujoso ritmo de vida propio de la capital del reino. Sostener varios coches, caballos, servidumbre, dar fiestas, asistir a la ópera y al teatro era algo muy costoso que, indefectiblemente, terminaba por vaciar la bolsa de la familia más acaudalada. Además, la irrupción de la burguesía en la vida de sociedad había elevado el listón de celebraciones, ágapes y bailes. Muchas familias nobles se habían arruinado por ello. Al principio, la actitud de la aristocracia madrileña fue clara, no se permitió el acceso de los advenedizos a los círculos más selectos, pero poco a poco fueron muchos los que comprobaron que el contacto con los nuevos burgueses les reportaba evidentes y jugosos beneficios. Los recién llegados no tenían inconveniente en gastar el dinero a manos llenas si con ello conseguían ser aceptados en la alta sociedad, por lo que muchos de ellos comenzaron a emparentar con la rancia nobleza adquiriendo los unos un título nobiliario que tanto ansiaban y, los otros, unos caudales que les permitían seguir adelante y mantener su elevado tren de vida.