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—En realidad, no puedo asegurarlo.

—Sería mejor que habláramos con ella.

—¿Ahora?

—Si no tiene inconveniente.

—La haré venir dentro de un momento —la señorita

Merrion se levantó—. Tengan la bondad de entretenerla lo menos posible. Es la hora del almuerzo y está muy ocupada.

Una jovencita regordeta, de ojos saltones, en los que se reflejaba la emoción que sentía, entró en la trastienda.

—La señorita Merrion me ha hecho venir —anunció sin aliento.

—¿Es usted la señorita Higley?

—Sí, señor.

—¿Conocía usted a Elizabeth Barnard?

—¡Ya lo creo! Ha sido horrible. ¿verdad? ¡Espantoso! Me cuesta trabajo creer que pueda ser verdad. Toda la mañana lo he estado diciendo. Me parece imposible que Betty ha muerto. Mire, ha habido momentos en que me he pinchado un dedo para convencerme de que estaba despierta. ¡Betty Barnard, asesinada! Me hace el efecto de que no ha muerto de veras, de que la veré reaparecer de un momento a otro.

—¿Conocía mucho a esa señorita? —preguntó Crome.

—Desde el mes de marzo, en que entré a trabajar aquí; ella trabajaba desde el año pasado. Era una muchacha muy quieta. ¿Entiende lo que quiero decir? No era de ésas con quienes se puede reír y divertirse. Sin embargo, no era seria... Bueno, quiero decir que no era ni divertida ni seria... Algo así como un término medio.

Debo hacer constar que el inspector Crome demostró ser un hombre de infinita paciencia Como testigo, la señorita Higley era de una pesadez indignante, Cada palabra que decía la repetía dos o tres veces. El resultado de tanta palabra era de una suficiencia desesperante.

Lo que al fin se sacó en limpio fue que la joven había sido compañera de trabajo de Elizabeth Barnard, con quien tuvo bastante intimidad durante las horas que pasaban en la casa de té. Fuera, sin embargo, apenas se veían. Elizabeth Barnard había tenido un novio que trabajaba en casa de Court y Brunskill, agentes de fincas. Ignoraba cómo se llamaba, pero le conocía muy bien de vista. Era un hombre muy elegante y atractivo. En la voz de la señorita Higley se advertía que los celos habían hallado alojamiento en su corazón.

Elizabeth Barnard no dijo a nadie dónde pensaba ir la noche anterior, pero según opinión de la señorita Higley, había ido a reunirse con su novio. Llevaba un traje blanco muy bonito.

Hablamos con las otras dos camareras, pero sin conseguir saber nada acerca de sus planes, ni se la vio en Bexhill durante la noche.

Capítulo X

Los Barnard

Los padres de Elizabeth Barnard vivían en una torrecita situada en el extremo de la población y que formaba parte de un grupo de otras cincuenta. El, señor Barnard era un hombre fuerte, de cara asombrada y que, habiéndose dado cuenta de nuestra llegada, nos esperaba en la puerta.

Pasen, señores —nos invitó.

El inspector Kelsey tomó la iniciativa.

—Le presento al inspector Crome, de Scotland Yard —dijo—. Ha venido para ayudarnos en nuestras investigaciones.

—¿Scotland Yard? —murmuró esperanzado el señor Barnard—. Mejor. ¡Ese asesino debería ser arrastrado por las calles! ¡Pobre hijita mía!... —y un espasmo de ira contraje el rostro del hombretón.

—También le presento al señor Hércules Poirot —continuó Kelsey— y...

—Y el capitán Hastings —dijo Poirot.

—Mucho gusto en conocerles, señores —murmuró mecánicamente Barnard—. Pasen al salón. No sé si mi pobre mujer tendrá ánimos para recibirlos., Está deshecha por lo ocurrido.

Sin embargo, cuando llegamos al salón encontramos esperándonos a la señora Barnard. Tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar y caminaba con la indecisión de quien ha recibido un fuerte golpe.

—Veo que te has animado un poco —dijo Barnard, acercándose a ella en seguida y palmeándola cariñosamente la espalda

—El señor superintendente ha sido muy bueno con nosotros —dijo el hombre—. Cuando nos dio la... noticia nos dijo que ya nos interrogaría más tarde, cuando nos hubiésemos repuesto de la conmoción.

—¡Es terrible! ¡Es terrible! —sollozó la señora Barnard—. ¡Es la cosa más espantosa del mundo!

El cantarino acento de la mujer me hizo pensar que se trataba de una extranjera, pero pronto comprendí que era debido a su origen galés.

—Es un suceso muy triste, señora —dijo el inspector Crome—. Le aseguro que la acompañamos en el sentimiento, pero ahora seria conveniente que nos contase todo lo que sepa, para que podamos avanzar más de prisa en nuestro trabajo.

—Tiene razón —asintió el señor Barnard.

—Tengo entendido que su hija tenia veintitrés años. Vivía con ustedes y trabajaba en el café Ginger, ¿no es así?

—Sí, señor.

—Esta casa es nueva, ¿verdad? ¿Dónde vivían antes?

—Yo trabajaba en las forjas de Kennington. Hace dos años me retiré, y como siempre había deseado vivir cerca del mar, me vine aquí.

—¿Tiene dos hijas?

—Sí. La mayor trabaja en un despacho en Londres. —¿No se alarmaron al ver que anoche su hija no volvía a casa?

—No nos dimos cuenta —dijo la señora Barnard con los ojos llenos de lágrimas—. Mi marido y yo siempre nos acostamos temprano. A las nueve de la noche. No supimos nada hasta que llegó la policía y... y. ..

—¿Tenía su hija costumbre de retirarse tarde?

—Ya sabe usted lo que son hoy en día las mujeres, señor inspector —dijo Barnard—. Se les ha metido la independencia en la cabeza y ahora, en verano, la aprovechan para ir a casa a la hora que les parece.

—¿Cómo entraba? ¿Estaba la puerta abierta?

—Le dejamos la llave debajo de la esterilla.

—He oído algo acerca de que su hija estaba a punto de casarse, ¿es verdad eso?

—No se había formalizado nada aún —contestó Barnard.

—El novio de mi hija se llama Donald Fraser —dijo la señora Barnard—. Es un joven muy simpático. Cuando el pobre se entere va a sufrir mucho.

—Tengo entendido que trabaja en casa de Court y Brunskill, ¿no es eso?

—Sí; son unos agentes de fincas.

—¿Tenía ese. —joven la costumbre de salir cada noche con su hija?

—Cada noche, no. Una o dos veces por semana.

—¿Sabe si tenía que salir con ella ayer noche?

—Elizabeth no me dijo nada: nunca lo hacía. Sin embargo, era una muchacha muy buena. ¡No puedo creer que...!

Y la señora Barnard rompió de nuevo en sollozos. —Ánimo, mujer, tenemos que ser fuertes —tartamudeó el señor Barnard.

—Estoy segura de que Donald no... no hizo eso —murmuró la mujer. El señor Barnard volvióse hacia los dos inspectores.

—Quisiera poderles ser de alguna ayuda —dijo—. Pero la realidad es que no sé absolutamente nada que pueda conducirlos a la detención del maldito canalla que ha hecho eso... No comprendo que alguien haya sentido deseos de matar a una mujercita como mi hija. Era una muchacha decente.

—Me gustaría echar un vistazo al cuarto de su hija

—dijo Crome—. Tal vez encontrásemos algo de interés, cartas o documentos...

—Mire usted cuanto quiera —dijo el hombre, poniéndose en pie.

Nos siguió al cuarto de su hija. Crome abría la marcha, tras él iba Poirot, a quien siguió Kesley. Yo iba en último lugar.

Me detuve un momento para anudarme el cordón de un zapato. Al levantarme vi que un taxi se detenía frente a la casa y que de él bajaba una joven que después de pagar el importe de la carrera, al entrar en el saloncito me vio y se detuvo asombrada.

—¿Quién es usted? —preguntó.

Embarazado por la presencia de la recién llegada, no supe qué contestar. ¿Debía decirle quién era? Sin embargo, la joven no me dio tiempo a tomar una decisión,

—Ya supongo quién es —dijo.

Quitóse el blanco sombrerito que llevaba y lo tiró al suelo. Esto me permitió observarla mejor.