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La primera impresión que me causó fue la de una de las muñecas japonesas con que mis hermanas jugaban cuando eran pequeñas. Llevaba el cabello cortado a la romana. Tenia los pómulos salientes y el cuerpo anguloso, aunque muy atractivo. No era hermosa, pero si llamativa, una de esas mujeres que nunca pasan inadvertidas.

—¿Es usted la señorita Barnard? —pregunté.

—Soy Megan Barnard. Supongo que usted debe ser de la policía

—De la policía, precisamente, no...

La joven me interrumpió rápidamente:

—No creo que puede decirle nada interesante. Mi hermana era una joven decente, sin amigos de ninguna clase. Buenos días.

Y soltando una breve carcajada, me miró desafiadora.

—¿Ha terminado ya la entrevista? —preguntó.

—Se equivoca usted si me ha tomado por un periodista, señorita —dije.

—Pues, ¿quién es usted? ¿Dónde están mis padres?

—Su padre está enseñando a la policía el cuarto de su hermana y su madre se ha retirado.

En aquel momento apareció Hércules Poirot.

—Señorita Barnard —saludó inclinándose. Megan Barnard dirigió una mirada a mi amigo.

—He oído hablar de usted —dijo—. Es el detective más famoso de Londres.

La joven se sentó en el borde de una silla, sacó un cigarrillo del monedero, lo encendió y al fin dijo:

—No puedo comprender el interés del señor Hércules Poirot en nuestro humilde crimen.

—Mademoiselle —respiró Poirot—, lo que usted no sabe .y lo que yo ignoro llenaría seguramente muchos volúmenes. Pero eso no tiene la menor importancia. Lo que importa es algo que podemos encontrar fácilmente.

—¿Y qué es?

—La muerte, señorita, crea, desgraciadamente, un prejuicio. Un prejuicio a favor del muerto. He oído lo que hace un momento ha dicho usted a mi amigo. «Una joven muy decente, sin amigos de ninguna clase.» Estas palabras las pronunció usted burlándose de los periódicos. Tiene usted razón; cuando una joven muere, los periódicos escriben lo que usted ha dicho Era decente. Era feliz Tenía buen carácter. Ninguna preocupación pesaba sobre ella. Carecía de amistades indeseables Hay siempre una gran caridad para los muertos. ¿Sabe usted lo que me gustaría en este momento? Desearía encontrar a alguien que conociera a Elizabeth Barnard y no supiese que está muerta.

Megan Barnard miró en silencio a mi amigo. Lanzó varias bocanadas de humo y al fin dijo algo que me hizo dar un brinco.

—¡Betty era una perfecta idiota!

Capítulo XI

Megan Barnard

Como he dicho, las palabras de Megan Barnard, y sobre todo el tono con que fueron pronunciadas, me hicieron dar un brinco.

Sin embargo, Poirot limitóse a mover gravemente la cabeza.

—A la bonne heure! —dijo—. Es usted muy inteligente. señorita.

Megan Barnard continuó con la misma indiferencia:

—Quería mucho a Betty, pero mi cariño no me impedía darme cuenta de lo estúpida que era. ¡Cuántas veces se lo dije a ella misma! ¡Pero las hermanas son todas iguales! —¿No hizo caso de sus consejos?

—Probablemente no —contestó cínicamente Megan Barnard.

—Le agradeceré hable con toda claridad, señorita. La joven vaciló.

—Yo le ayudaré —dijo Poirot con una ligera sonrisa—. Le oí decir a mi amigo que su hermana era una joven sin amigos. La realidad era un poco distinta, ¿no es cierto?

—Betty no era de esas muchachas que pasan el fin de semana con cualquier 'hombre —dijo lentamente Megan—. Sin embargo, le gustaba que la llevasen a bailar y... recibir algún regalito insignificante...

—Era bonita, ¿verdad?

Esta pregunta, que oía ya por tercera vez, recibió al fin una contestación precisa.

Megan dirigióse a la maleta que había traído, la abrió y sacó algo que tendió a Poirot,

Rodeada por un marco de cuero, veíanse la cabeza y los hombros de una joven rubia, de rostro sonriente. Su cabello, sin duda recién rizado a la permanente, aparecía cuidadosamente revuelto. La sonrisa era amplia y artificial. El rostro no era precisamente hermoso, pero tenía encanto. Poirot devolvió el retrato, diciendo:

—No se parecían ustedes, mademoiselle.

—Yo soy la oveja negra de la familia. Hace tiempo que lo sé —dijo estas palabras sin darle importancia.

—¿En qué, según usted, se portaba su hermana tontamente? ¿Se refiere acaso en lo tocante al señor Donald Fraser?

—Sí, eso mismo. Donald es un hombre muy sereno, pero... claro, ciertas cosas las hubiera notado y... entonces...

—¿Y entonces qué, señorita?

Puede que sólo fuese suposición mi a, pero me pareció que la joven cavilaba antes de contestar.

—Temía que la dejara. Es un hombre honrado y trabajador y hubiera sido un excelente marido.

Poirot continuó mirando fijamente a la joven. Ésta no enrojeció, ni desvió los ojos, sino que replicó con otra mirada tan firme como la de mi amigo. y que además era desdeñosa y desafiadora.

—Ya estamos así. ¿eh? —dijo al fin Poirot—. Ya no decimos la verdad,

Megan encogióse de hombros y volvióse brusca hacia la puerta.

—He hecho cuanto he podido por ayudarle —dijo. La voz de Poirot la detuvo.

—Un momento, señorita. Tengo que decirle algo.

De mala gana, la joven obedeció.

Ante mi asombro, Poirot empezó a relatar la historia de las cartas de A. B. C., el asesinato de Andover y las guías de ferrocarriles encontradas junto a los cadáveres.

—¿Es verdad eso, señor Poirot?

—Sí, es verdad.

—¿De veras cree que mi hermana fue asesinada por un loco homicida?

—Estoy seguro.

Megan lanzó un profundo suspiro.

—¡Oh, Betty! ¡Qué horrible!

—Ya ve, señorita, que los informes que solicito de usted me los puede dar con toda tranquilidad, sin que sea necesario que se preocupe de la persona a quien puedan perjudicar.

—Ahora lo comprendo.

—Continuemos, pues, nuestra conversación. Tengo idea de que ese Donald Fraser quizás es un hombre violento y muy celoso, ¿no es cierto?

—Ahora tengo completa confianza en usted, señor Poirot —dijo lentamente Megan Barnard—. Le voy a decir la pura verdad. Como le he dicho, Donald es un hombre muy sereno, más que sereno es un hombre encerrado en sí mismo. No siempre puede expresar sus sentimientos en palabras. Interiormente piensa cosas horribles. Es, además, un hombre muy celoso, siempre tuvo celos de Betty. Estaba enamorado de ella, y Betty también le quería. Sin embargo, no era de esas mujeres que cuando están enamoradas de un hombre ya no miran a ninguno más. Ella no había tenido inconveniente en dedicar su atención a cualquier muchacho atractivo que la hubiera mirado. Y es natural que trabajando en el café Ginger tuviera infinitas oportunidades de hacer caso de hombres atractivos. Tenía la lengua muy suelta y no le costaba el menor trabajo entablar conversación con cualquier desconocido. No le importaba ir al cine y divertirse lo más posible. Muchas veces decía que, como al fin se tenía que casar con Donald, quería divertirse lo más posible hasta que llegara el momento de sentar la cabeza.

—Comprendo perfectamente —dijo Poirot, Continúe.

—Donald Fraser no comprendía esa manera de ser. Si ella le quería, no veía por qué tenía que salir con otros hombres. Más de una vez tuvieron fuertes peloteras por ese motivo.

—Lo cual indica que el señor Donald no es siempre un hombre sereno.

—Es de esa clase de gente serena que cuando pierde la cabeza la pierde para cometer un asesinato. En esos momentos Donald es terrible, y la última vez Betty se asustó mucho.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Hace poco más o menos un año hubo una pelea muy fuerte y otra, la peor, hará cosa de un mes. Yo estaba en casa pasando el fin de semana y tuve que separarlos. Fue entonces cuando traté de hacer entrar en razón a mi hermana, y le dije que era una tonta y una idiota. Todo lo que me supo contestar fue que no lo había hecho con mala intención. y que no había ocurrido nada malo. Era verdad, pero la pelea era que iba recta al abismo. Después de la pelea del año pasado, mi hermana tomó la costumbre de decir algunas mentiras con la idea de que «ojos que no ven, corazón que no siente». La pelotera fue debida a que dijo a Donald que iba a Hastings a ver a una amiga, y él descubrió que en realidad había ido a Eastbourne con un hombre casado. Como es natural; el hombre trató de hacerlo todo dentro del mayor secreto y eso empeoró la cosa. Tuvieron una escena violentísima. Betty decía que aún no estaba casada, y por tanto, podía hacer lo que le viniese en gana, y Donald, pálido como un muerto, aseguró que un día... un día...