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—Hastings se encargará de eso —dijo Poirot, dirigiéndome un guiño.

—¡Ja, ja! Sería un éxito de librería —exclamó Japp. No pude ver la gracia que el inspector encontraba en sus palabras y decidí que se trataba de una broma muy tonta,

Quizá mi rostro expresó mis sentimientos, pues Japp se apresuró a cambiar el tema de conversación.

—¿Se ha enterado del anónimo que ha recibido el amigo Poirot? —preguntó.

—Se lo enseñé el otro día —explicó Poirot.

—¡Ya lo creo! —exclamé—. Casi me había olvidado de la carta. ¿Qué fecha mencionaba?

—El veintiuno —contestó el inspector—. Por eso he venido hoy. Ayer era el día que tenía que ocurrir algo en Andover. Me pasé la noche comunicando con esa población. No ocurrió nada interesante Una luna de escaparate rota (cosas de niños) y un par de borrachos a quienes hubo que trasladar a la Comisaría. Por una vez, nuestro amigo se ha equivocado.

—Es un gran alivio para mí que haya ocurrido así, lo confieso —dijo Poirot.

—Nosotros recibimos diariamente centenares de cartas por el estilo —rió Japp—. Abundan mucho las personas que no tienen más trabajo que enviar anónimos a la policía. No hacen ningún daño y se distraen un poco figurándose que son terribles malhechores o sagacísimos detectives.

—He sido muy tonto al tomar en serio esa carta —dijo Poirot.

—Todos lo somos alguna vez. Ha sido una lástima que esas células grises de usted hayan trabajado ahora inútilmente.

Y coreando las palabras con una ruidosa carcajada, el inspector Japp salió de la habitación.

—Ese Japp es siempre el mismo —contestó Poirot con indiferencia.

—Le encuentro muy envejecido —repliqué, deseando vengarme de las palabras del policía.

Poirot carraspeó.

—Mi peluquero, amigo Hastings —empezó—, me dijo el otro día que hay que peinarse de atrás adelante, y así se tapa la parte superior de la cabeza. Es una manera menos conocida de...

—¡Poirot! —rugí—. ¡No quiero saber nada de las ideas de tu peluquero! ¿Qué le pasa a la parte superior de mi cabeza?

—Nada, nada.

—¿Insinúas que me estoy quedando calvo? —¡De ninguna manera!

—Si me ha caído algo el cabello ha sido debido al calor que hace en América del Sur. Si estuviera aquí unos meses me volvería a crecer.

—Precisement.

—Ese Japp es un idiota que se ríe de todo. Es de los que cuando ven que a uno le retiran la silla al ir a sentarse y cae al suelo, sueltan la carcajada.

—Hay mucha gente que se ríe de eso.

—Es que hay mucha gente imbécil. Vamos, calma, Hastings.

—Bueno —refunfuñé, haciendo esfuerzos por contener mi injustificada indignación—; lamento mucho que eso de la carta anónima haya resultado una tomadura de pelo.

—Yo también lo lamento. Esa carta me hizo entrever un sinfín de emociones. A medida que envejezco me voy volviendo demasiado suspicaz.

—Bien, amigo Poirot, si he de «cooperar contigo», tendremos que buscar otro crimen más interesante —dije riendo divertido.

—¿Te acuerdas de tus palabras del otro día? Si pudieras encargar un crimen, de la misma manera que se encarga una comida. ¿Qué escogerías?

—Déjame reflexionar —repliqué, siguiéndole el humor—. ¿Robo? ¿Falsificación? No, nada de eso. Demasiado vegetariano. Tiene que ser un asesinato; con mucha sangre y dificultades. La víctima debería ser algún millonario nor-teamericano. O un presidente del Consejo de Ministros. También me satisfaría algún propietario de periódicos. La escena del crimen podría ser... la biblioteca. En cuanto al arma, podría ser una vieja daga española de anchos gavilanes... o algún objeto contundente. Un viejo ídolo chino, de buen bronce...

Poirot lanzó un suspiro.

—También serviría algún veneno —continué—; pero eso es demasiado técnico. Un disparo de revólver despertando agoreros ecos en el silencio de la noche es una cosa muy emocionante. Y además con una muchacha hermosa y rubia, rubia sobre todo pues las morenas no sirven y aunque sirviesen sería necesario importarlas de España, pues aquí ya hace tiempo que han desaparecido en los salones de belleza. Si en lugar de una joven fueran dos...

—El misterio sería más intrigante —continuó mi amigo.

—Sí, pues entonces una de ellas, la de aspecto más inocente, estaría injustamente abrumada con pruebas de culpabilidad. Un joven moreno (los rubios no sirven para el caso, y lo más que se tolera es que sean pelirrojos e irlandeses, con muchas pecas) estará enamorado de la joven sospechosa y se unirá a los detectives para descubrir el misterio y si no lo consigue, se declarará autor del crimen. Alguna vieja con cara de bruja también podría acaparar algo de las sospechas, y el resto de los personajes podrían ser un hombre alto, con bigote rizado y ojos de azabache, un secretario rastrero y de mirada huidiza.

—¿Ésa es la idea que tú tienes de un crimen ideal? —preguntó Poirot.

—¿No te parece bien? Pues es el modelo que presentan el noventa por ciento de las novelas policíacas. ¿Qué pedirías tú?

Poirot entornó los ojos y se recostó en el sillón. Con voz pausada empezó:

—Encargaría un crimen bien sencillo. Un crimen sin complicaciones; lo que se podría llamar un crimen íntimo.

—¿Y qué entiendes tú por íntimo?

—Supongamos que cuatro personas están jugando al bridge Una quinta persona, que no conoce las reglas del juego, se habrá arrellenado en un sillón junto al fuego. Uno de los cuatro jugadores le habrá asesinado aprovechando el momento en que no le tocaba jugar. ¡He aquí el crimen perfecto. ¿Cuál de los cuatro jugadores es el asesino?

—La verdad —refunfuñé—, no veo la menor emoción en ese crimen.

Poirot me dirigió una mirada de reproche.

—No ves ninguna emoción porque no intervienen viejas dagas, ni chantaje, ni esmeraldas robadas a algún ídolo chino, ni misteriosos venenos. Amigo Hastings, eres un ser melodramático. Lo que a ti te gusta no es un crimen, sino una serie de crímenes.

—Reconozco que tienes algo de razón en eso —contesté—. El segundo asesinato es siempre el más emocionante del libro. Si el crimen se comete en el primer capítulo y durante el resto de la novela no hay nada más que el trabajo de seguir la pista, es una cosa muy aburrida por su monotonía.

El timbre del teléfono resonó insistente y Poirot levantó el receptor.

—Dígame... Sí, soy yo, Hércules Poirot.

Escuchó durante unos minutos y poco a poco su expresión fue cambiando.

—Mais oui.

—Si, si, iremos en seguida.

—Naturalmente.

—Haremos lo que usted dice…

—Sí, la traeré. A tout á l'heure, entonces.

Poirot colgó el receptor y acercóse adonde yo me encontraba.

—Era Japp, Hastings.

—¿Qué quería?

—Acaba de llegar a Scotland Yard. Ha encontrado un mensaje de Andover.

—¿Andover? —exclamó asombrado. Lentamente Poirot explicó:

—Una vieja llamada Ascher, propietaria de un estanco, ha sido asesinada.

La explicación de Poirot me defraudó. Al oír el nombre de Andover esperaba algo más fantástico que el asesinato de una estanquera.

Poirot continuó con la misma lentitud:

—La policía local cree haber cogido ya al asesino. Mi desilusión aumentó.

—Parece que la mujer se llevaba mal con su marido.

Este era un borracho impenitente y la había amenazado más de una vez con matarla.

»Sin embargo —continuó Poirot—, en vista de lo que ha ocurrido, la policía desea echar otro vistazo al anónimo que recibí. He prometido que tú y yo saldremos en seguida hacia Andover.

Las palabras de Poirot me animaron un poco. Al fin y al cabo, por muy sórdido que el tal crimen pareciese, siempre era un crimen, y hacía mucho tiempo que yo no tenía contacto con crímenes ni criminales.

Entretenido con los preparativos de la marcha, apenas me fijé en lo que siguió diciendo mí amigo, y que más tarde debía tener plena confirmación.