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Pero el hombre es un animal ridículo... Y él, Alexander Bonaparte Cust, era particularmente ridículo... Siempre lo había sido... La gente se rió siempre de él... No podía criticarlos...

¿Dónde iba? No lo sabía. Tenía que llegar al final. Pie tras pie...

Levantó la cabeza. Luces frente a él. Y letras. Delegación de Policía.

—Es curioso —dijo el señor Cust soltando una ligera carcajada. Luego entró dentro. De pronto, al hacerlo, vaciló y cayó de bruces.

Capítulo XXXI

Hércules Poirot hace unas preguntas

Era un claro día de noviembre. El doctor Thompson y el inspector jefe Japp habían venido a vernos para dar cuenta a Poirot de los resultados del proceso que empezaba a seguirse contra Alexander Bonaparte Cust.

Un ligero resfriado impidió a mí amigo asistir a la encuesta. Por suerte no me pidió que me quedara en casa a hacerle compañía.

—Se ha decidido que Cust comparezca ante los tribunales —dijo Japp—. Su defensor, el joven Lucas, no podrá echar mano a otro recurso que la demencia de su defendido.

Poirot se encogió de hombros.

—Con locura no puede haber absolución. Encarcelamiento mientras Su Majestad lo juzgue conveniente; no es muy preferible a la muerte.

—Supongo que Lucas cree conseguir algo —repuso Japp—. Con una coartada como la existente en el asesinato de Bexhill la acusación queda debilitada, No se debe dar cuenta de lo abrumador de las pruebas que poseemos. Además, Lucas es un abogado muy original. Es joven y desea llamar la atención del público.

Poirot se volvió hacia Thompson, preguntándole:

—¿Qué opina usted, doctor?

—¿Acerca de Cust? Si le he de contestar con franqueza, diré que no lo sé. Está haciendo el cuerdo de una manera perfecta. Desde luego es un epiléptico.

—¡Qué asombroso desenlace ha tenido este caso! —dije.

—¿Se refiere a lo de la caída en la delegación de Policía? Sí, fue un final muy dramático. A. B. C. ha sabido siempre calcular bien los efectos escénicos.

—¿Es posible cometer un crimen y no darse cuenta de ello? —pregunté—. Parece haber una gran nota de verdad en las negativas de nuestro hombre.

El doctor Thompson sonrió brevemente.

—No debe dejarse engañar por lo que diga ese hombre. Estoy seguro de que él sabe perfectamente que ha cometido esos crímenes...

—Si fuera inocente no negaría como lo hace —intervino Japp.

—En cuanto a su pregunta —prosiguió Thompson— es perfectamente posible que un epiléptico lleve a cabo en estado de sonambulismo una acción y que luego no la recuerde en absoluto. Mas es opinión general que tal acción «no será contraria a los deseos de esta persona en estado normal».

Siguió hablando, enfrascándose en una serie de explicaciones técnicas que me llenaron de confusión, sin que pudiera sacar nada en claro.

—Sin embargo, soy contrario a la teoría de que Cust cometió esos crímenes sin darse cuenta de ello. Podría sospecharse esto si no fuera por las cartas, que echan por tierra tal suposición. Demuestran premeditación y cuidados y planteamientos de los crímenes.

—De las cartas no tenemos aun convincente explicación —dijo Poirot.

—¿Le interesan?

—Desde luego, puesta que me. fueron dirigidas a mí. Y en la cuestión de las cartas, Cust se muestra completamente incomprensivo. Hasta que no aclare el motivo de que tales cartas me fueron enviadas no consideraré resuelto el caso.

—Comprendo lo que usted piensa. Aparentemente no existe ningún motivo para que el hombre sienta por usted el menor odio.

—Ninguno, en efecto.

—Puedo indicar uno: ¡su nombre!

—¿Mi nombre?

—Sí. Al parecer, Cust se siente arrastrado por la manía de grandezas de su madre, que al nacer le puso dos nombres tan gloriosos como Alejandro y Bonaparte. ¿Comprende lo que esto significa? Alejandro, el conquistador invencible, que suspiraba por más mundo que conquistar. Bonaparte, el gran emperador de los franceses. Desea un adversario, un adversario digno de él, y éste es usted. Hércules, el Fuerte.

—Sus palabras son muy justas, doctor.

—No son más que una sugerencia. Bien, tengo que marcharme.

El doctor se retiró, dejándonos con Japp.

—¿Le preocupa esta coartada? —preguntó Poirot.

—Un poco —admitió el inspector—. No creo en ella porque sé que es falsa. Pero nos va a ser difícil demostrarlo. Ese Strange es un carácter firme.

—Descríbamelo.

—Tiene unos cuarenta años. Es ingeniero de minas, hombre fuerte, enérgico. seguro de sí mismo. Creo que él fue quien insistió en que se le tomara declaración. Quiere mar. char a Chile y no deseaba ocultar la cosa. Es uno de los hombres que he visto más seguros de la verdad de su declaración

—El tipo de hombre a quien no gusta reconocer que está en algún error —dijo, pensativo, Poirot.

—Se aferra a la veracidad de su declaración y no hay quien le haga vacilar. Jura por todo lo jurable, que encontró a Cust en el hotel de Eastbourne la noche del veinticuatro de julio. Estaba solo y deseaba hablar con alguien. Por lo que se ha visto hasta ahora, Cust es el oyente ideal. ¡No interrumpe! Después de cenar, el ingeniero y Cust jugaron al dominó. Parece ser que Strange es una fiera en ese juego, y con profunda sorpresa comprobó que Cust es también de primera línea. Un juego curioso el del dominó. A la gente le gusta con locura. Se pasa las horas enteras jugándolo. Y es lo que hicieron. Cust y Strange. Se separaron a las doce y diez de la noche. Y si Cust estaba en el Hotel Whitecross de Eastbourne a las doce y diez de la noche del veinticuatro de julio, no podía estrangular a Betty Barnard en Bexhill entre las doce y la una.

—El problema aparece realmente insoluble —murmuró pensativo Hércules Poirot—•. Decididamente, da mucho que pensar.

—A Crome ya le ha hecho quebrarse la cabeza —dijo Japp.

—¿Se muestra muy seguro ese Strange?

—Sí Es un hombre obstinado. Y es difícil encontrar un punto débil de su declaración. Supongamos que Strange comete un error y que su compañero de juego no era Cust : ¿por qué tenía, pues, que decir ese desconocido que se llamaba Cust? Además, la firma del libro de registro es la suya. No puede decirse que fuera un cómplice, pues los locos no tienen cómplices. ¿Murió más tarde la joven? El forense se mostró muy seguro de la hora, y además Cust hubiera tardado bastante en poder abandonar el hotel sin ser notado, y recorrer los veinticuatro kilómetros que se-paraban Eastbourne de Bexhill.

—Realmente, es un problema —convino Poirot. —Desde luego, no debíamos preocuparnos tanto. Tenemos las pruebas necesarias contra Cust en el crimen de Doncaster. La chaqueta manchada de sangre y el cuchillo.

¡Ni una falla! No existe jurado capaz de absolverle. Pero ese pequeño detalle de Bexhill estropea un hermoso caso. Cometió el crimen en Doncaster, el de Churston y el de Andover. Por lo tanto, debía de haber cometido el de Bexhill. ¡Pero no veo cómo!

Movió la cabeza y se puso en pie.

—Ésta es su ocasión, señor Poirot —dijo—. Crome está en medio de una densa niebla. Exprima esas células suyas de las cuales tanto he oído hablar. Demuéstreme cómo llevó a cabo su hazaña.

Y Japp se despidió de nosotros.

—¿Qué me dices, Poirot? —pregunté—, ¿Están tus células grises al nivel de la tarea?

Poirot contestó con otra a mi pregunta.

—Dime, Hastings, ¿crees que el caso ha terminado va?

—Pues... Creo que sí. Tenemos al culpable, y casi ya? las pruebas. Sólo faltan los accesorios. Poirot movió la cabeza.

—¡El caso está terminado! ¡El caso! El caso es el hombre, Hastings. Hasta que no ignoremos nada del. hombre, el misterio seguirá tan profundo como antes. ¡No hemos logrado ninguna victoria por haber conseguido encerrarle! —Sabemos infinidad de cosas de él.