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—Tenía usted razón —dijo secamente Franklin Clarke.

—Sí; pero desde un principio cometí un grave error. Permití que mi sensación, mi fuerte sensación acerca de la carta se convirtiese en una mera impresión. La traté como si hubiese sido una intuición. En un cerebro bien equilibrado no existen las simples intuiciones. Se puede suponer, y la suposición puede ser exacta o errónea. Si es exacta, se llama intuición. Si es errónea, lo más probable es que jamás vuelva a hablarse de ella. Pero lo que a menudo se llama intuición es, en realidad, una impresión basada en una deducción lógica o en la experiencia. Cuando un experto siente que hay algo irregular en un cuadro, en un mueble o en la firma de un cheque, basa, en realidad, esa sensación en un sinfín de pequeños detalles. No tiene necesidad de buscarlos minuciosamente, su experiencia se lo evita; el resultado neto es la definida impresión de que existe algo irregular. Pero no es una suposición, es la impresión basada en la experiencia.

»Eh bien, reconozco que no miré como debía aquella primera carta. Sólo me inquietó enormemente. La policía la miraba como una broma. Yo la tomé en serio. Estaba convencido de que, como se me decía, en Andover se cometería un crimen. Como saben, el crimen se cometió.

»En aquellos momentos no existía, como comprobé, medio alguno de descubrir al autor del crimen.

»El único camino que me quedaba abierto era intentar comprender qué clase de persona era el criminal. »Tenía algunos indicios acerca de la personalidad del asesino. La carta, la manera como se cometió el crimen, la persona asesinada. Lo que me quedaba por descubrir era el motivo del crimen y el de la carta.

—Publicidad —sugirió Clarke.

—Seguramente quedaba velado por un complejo de inferioridad —añadió Thora Grey.

—Este era evidentemente el camino a seguir. Pero, ¿por qué yo? ¿Por qué Hércules Poirot? Mayor publicidad se

hubiera obtenido enviando la carta a Scotland Yard. Y más aún enviándola a un periódico. Es probable que la primera no hubiese sido publicada, pero al tener lugar el segundo asesinato, A. B. C. hubiera tenido asegurada cuanta publicidad hubiese podido ofrecer la Prensa. ¿Por qué, pues, Hércules Poirot? ¿Era por algún motivo personal? En la carta se notaba cierta xenofobia, pero esto no era suficiente para explicar el asunto a mi entera satisfacción.

»Llegó después la segunda carta, que fue seguida del asesinato de Betty Barnard en Bexhill. Quedaba claramente de manifiesto (lo que yo había sospechado) que los asesinatos seguirían un orden alfabético, pero este hecho, que para muchos pareció final, dejó inalterable en mi mente la pregunta criminal. ¿Por qué necesitaba cometer A. B. C. esos crímenes?

Megan Barnard se revolvió en su silla.

—¿No existe algo llamado anhelo de sangre? —preguntó.

Poirot se volvió hacía ella.

—Tiene usted razón, mademoiselle. Existe ese anhelo. El ansia de matar. Pero no encaja en nuestro caso. Un loco homicida que ansía matar procura matar la mayor cantidad posible de víctimas. La idea principal de semejante asesino es ocultar sus huellas, no revelarlas. Cuando consideramos las cuatro víctimas escogidas, o por lo menos tres de ellas, pues sé muy poco del señor Dowues o del señor Earsfield, vemos que si lo hubiera deseado, el asesino se habría librado de ellos sin incurrir en ninguna sospecha. Franz Ascher, Donald Fraser o Megan Barnard, y posiblemente el señor Clarke. Estas son las personas de quienes la policía pudiera haber sospechado, aunque no hubiese encontrado ninguna prueba contra ellos. ¡No se habría pensado para nada en un loco homicida! ¿Por qué, pues, consideró necesario el asesino atraer la atención hacia él? ¿Era la necesidad de dejar en cada cadáver un ejemplar de la guía «A. B. C.»? ¿Había algún complejo unido a la guía de ferrocarriles?

»En ese punto me fue completamente imposible entrar en la mente del criminal. ¿No sería magnanimidad? ¿Horror a que la responsabilidad del crimen recayera en una persona inocente?

»A pesar de no poder contestarme a la principal pregunta, noté que iba descubriendo ciertas cosas acerca del asesino.

—¿Cuáles? —preguntó Donald Fraser.

—La primera, que era de gran importancia para él que los crímenes siguieran una progresión alfabética. Otra era que no tenía preferencia por sus víctimas. La señora de Ascher, Betty Barnard, sir Carmichael Clarke, todos difieren diametralmente entre sí. No existía el complejo del sexo, ni el de la edad, lo cual me pareció un hecho muy curioso. Si un hombre mata sin hacer distinción, es usual-mente porque quita de su camino a todo aquel que le estorba el paso o le molesta. Pero el orden alfabético demostraba que éste no era el caso. El otro tipo de asesino escoge usualmente para víctima un tipo determinado de persona, casi siempre del sexo contrario. Había algo en el proceder de A. B. C. que me pareció reñido con la selección alfabética.

»La selección de A. B. C. me sugirió que poseía lo que podríamos llamar una «mente ferroviaria». Esto es más común en los hombres que en las mujeres. Los muchachos adoran los trenes; en cambio, las niñas no. Podría ser también la señal de un cerebro poco desarrollado. El motivo «infantil» quedaba, pues, predominante.

»El asesino de Betty Barnard y la manera cómo se llevó a cabo me ofreció nuevos indicios. La forma de su muerte era muy sugerente. (Perdóneme, señor Fraser.) Ante todo, recordemos que fue estrangulada con su propio cinturón, lo cual indica que fue asesinada por alguien con quien estaba en afectuosos términos. Cuando me enteré de ciertos detalles de la joven aquella me formé inmediatamente un retrato.

»Betty Barnard era un «flirt». Le gustaban las atenciones de los hombres bien parecidos. Por lo tanto, A. B. C. debía tener, para convencerla de que saliera con él, cierta cantidad de atracción, de sex appeal. Debía de ser capaz de castigar. La escena en la playa me la imagino de la siguiente manera el hombre admira el cinturón de su compañera. ]Esta se lo quita y se lo ofrece. El asesino lo toma y como jugando rodea con él el cuello de Betty, diciendo tal vez: «Te voy a estrangular.» La broma es divertida, y Betty ríe... y él aprieta...

Donald Fraser se puso en pie de un salto. Estaba lívido.

—¡Por el amor de Dios, señor Poirot!

Mi amigo movió la cabeza diciendo:

—Ya he terminado, No diré ni una palabra más. Pasemos al siguiente asesinato, el de sir Carmichael Clarke. Aquí el asesino regresa a su primer método... el golpe en la cabeza. El mismo complejo alfabético..., pero algo me desconcierta. Para ser consistente, al asesino debiera haber escogido al población con cierto orden definido.

»Si Andover es el ciento cincuenta y cinco de la «A», entonces el crimen «B» debiera ser también el ciento cincuenta y cinco, o el ciento cincuenta y seis, y el «C» el ciento cincuenta y siete. De nuevo interviene el azar, esta vez en la selección de los lugares.

—¿No será debido todo eso a que tú. Poirot, eres terriblemente metódico y ordenado? A veces resultas enervante.

—No, de ninguna manera. ¡Enervante!... Quelle idee! De todas maneras reconozco que soy un poco exagerado sobre ese punto.

»El crimen de Churston me ofreció muy poca ayuda. Estuvimos bastante desafortunados con él, ya que la carta que lo anunciaba se extravió, y por ello no pudimos hacer ningún preparativo.

»Pero al anunciarse el crimen «D» se desplegó un formidable sistema defensivo. Era obvio que A. B. C. no podía continuar adelante con sus crímenes.

»Además fue en este punto cuando llegó a mis manos la pista de las medias. Era perfectamente claro que la presencia de un vendedor de medias en el escenario del crimen no podía ser una coincidencia. Así, el vendedor de medias debía ser el criminal. Debo decir que el retrato que de él me hizo la señorita Grey no concordaba con el que yo me había hecho del hombre que estranguló a Betty Barnard.