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Levantó la cabeza y su mirada se cruzó con la de la mujer que iba sentada frente a ella. De pronto tuvo la impresión de que aquella mujer había adivinado sus pensamientos. Vio en aquellos ojos grises comprensión y, sí, piedad.

Fue sólo una impresión pasajera. Ambas mujeres recobraron enseguida la expresión indiferente de las personas bien educadas. Mrs. Kettering cogió una revista y Katherine se dedicó a mirar por la ventanilla el interminable paisaje de calles sucias y casas miserables de los suburbios.

A Ruth le resultaba cada vez más difícil fijar su atención en la revista. A pesar de sí misma, mil temores asaltaban su mente. ¡Qué loca había sido!. ¡Qué loca era!. Como todas las personas frías y dueñas de sí mismas, cuando perdía el control lo perdía a fondo. Ahora era demasiado tarde... ¿Era demasiado tarde?. ¡Oh!. Si pudiese hablar con alguien, pedir un consejo. Nunca hasta entonces había sentido un deseo semejante; ella hubiese despreciado la idea de confiar en el juicio de alguien que no fuese ella misma, pero ahora ¿qué le estaba pasando?. Pánico. Sí esa era la palabra más acertada: pánico Sí, ella, Ruth Van Aldin, estaba total y completamente dominada por el pánico.

Espió a la figura que tenía delante. Si sólo conociera a alguien como ella, alguien agradable, sereno, comprensivo como aparentaba ser. Aquella era la clase de persona con la que se podía hablar, pero no podía dirigirse a una desconocida. Ruth sonrió para sí misma ante esa idea. Cogió otra vez la revista. Tenía que dominarse. Después de todo, ya lo había pensado a fondo. Lo había decidido con entera libertad. ¿Qué felicidad había tenido en su vida hasta ahora?. «¿Por qué no puedo ser feliz? —se dijo intranquila—. Al fin y al cabo, nunca nadie lo sabrá.»

Llegaron a Dover sin darse cuenta. Ruth era buena marinera. Le disgustaba el frío, y se alegró de estar en el camarote que había reservado por telégrafo. Aunque nunca lo habría confesado, Ruth era algo supersticiosa. Era de la clase de personas a las que les gustaban las coincidencias. Cuando desembarcó en Calais y se hubo instalado con su doncella en un compartimiento doble del Tren Azul, se dirigió hacia el coche restaurante. Con sorpresa vio al otro lado de la mesita a la misma mujer que había sido su compañera de viaje hasta Dover. Una ligera sonrisa apareció en los labios de ambas.

—¡Qué coincidencia! —dijo Ruth.

—Lo es —contestó Katherine—. Es extraño como ocurren estas cosas.

Un camarero, con la destreza que siempre desplegaban los empleados de Compagnie Internationale des Wagons Lits, colocó ante ellas dos platos de sopa. Cuando trajeron el segundo plato, una tortilla, las dos mujeres charlaban amistosamente.

—Será delicioso sentir el sol —suspiró Ruth.

—Estoy segura de que será una sensación maravillosa —contestó Katherine.

—¿Conoce bien la Riviera?.

—No, es la primera vez que voy allí.

—Es un sitio ideal.

—Usted va cada año, ¿verdad?.

—Prácticamente. Enero y febrero son horribles en Londres.

—Yo siempre he vivido en el campo. Tampoco allí son unos meses agradables. Sólo hay barro.

—¿Qué es lo que de pronto le ha hecho decidirse a viajar?.

—El dinero. Durante diez años he sido una señorita de compañía pobre con el dinero justo para comprarme unos buenos zapatos. Ahora, he heredado lo que para mí representa una fortuna, aunque creo que a usted no se lo parecería.

—Me pregunto porque dice que a mí no me lo parecería.

Katherine se echó a reír.

—En realidad, no lo sé. supongo que una se forma una idea sin pensarlo. Tengo la impresión de que usted es una mujer muy rica. Claro que sólo es una impresión y quizá me equivoque.

—No, no se equivoca usted. —de repente, Ruth se había puesto muy seria—. ¿Me querría usted decir qué otras impresiones le he causado?.

—Yo...

—¡Por favor, no gaste cumplidos! —le interrumpió Ruth sin preocuparse de la incomodidad de la otra—. Quiero saberlo. Cuando salíamos de la estación Victoria, la miré y tuve la sensación de que usted comprendía lo que yo estaba pensando.

—Le aseguro que no sé leer el pensamiento —respondió Katherine con una sonrisa.

—Lo supongo, pero le ruego que me diga lo que la conmovió.

La ansiedad de Ruth era tan sincera e intensa que Katherine no pudo negarse.

—Se lo diré ya que insiste, pero le ruego que no me crea impertinente. Me pareció que, por algún motivo, estaba muy angustiada y sentí pena por usted.

—Tiene usted razón. Estoy en un momento terrible. Me gustaría... me gustaría explicarle lo que me pasa, si me lo permite.

—¡De ninguna manera!. ¡Al contrario, será un verdadero placer!.

«¡Ay, madre! —pensó Katherine—. ¡Qué parecida es la gente en todas partes!. En St. Mary Mead todo el mundo me contaba sus penas y aquí me ocurre lo mismo. Y yo en realidad no quiero enterarme de las penas de nadie.»

—Por favor, explíquemelo —respondió cortésmente.

Estaban terminando de comer. Ruth se bebió de un trago el café, se levantó y sin fijarse en que Katherine aun no había probado el suyo, dijo:

—Venga usted a mi compartimiento.

Eran dos compartimientos comunicados por una puerta de comunicación. En uno de ellos, la delgada doncella que Katherine había visto en la estación Victoria estaba sentada muy erguida, sosteniendo en sus rodillas un neceser de tafilete rojo con las iniciales R.V.K. Mrs. Kettering cerró la puerta de comunicación y se desplomó en uno de los asientos. Katherine se sentó a su lado.

—Me encuentro en un apuro y no sé qué hacer. Hay un hombre al que amo, al que amo muchísimo. Cuando éramos jóvenes ya nos amábamos, pero nos separaron de una manera brutal e injusta. Ahora hemos vuelto a estar juntos.

-¿Sí?.

—Y ahora voy a reunirme con él. Seguramente usted creerá que es un error, pero usted no conoce las circunstancias. Mi marido es inaguantable. Me ha tratado de una manera denigrarte.

—¿Sí? —repitió Katherine.

—Lo peor de todo es que he engañado a mi padre, era él el que vino a despedirme a la estación. Quiere que me divorcie de mi marido y, claro está, no tiene la menor idea de que vaya a reunirme con ese otro hombre. Diría que es una verdadera locura.

—¿Y no le parece a usted que tiene razón?.

—Sí, creo que sí.

Ruth se miró las manos, que temblaban violentamente.

—Pero ahora no puedo volverme atrás.

—¿Por qué no?.

—Todo está ya convenido y le destrozaría el corazón.

—No lo crea —opinó Katherine—. El corazón es algo muy duro.

—Creería que no tengo valor, que le he mentido.

—Lo que usted va a hacer es, a mi juicio, una verdadera tontería. Y creo que usted lo sabe.

Ruth escondió el rostro entre las manos.

—No sé, no sé... Desde que salí de la estación Victoria tengo el presentimiento de que muy pronto me ocurrirá algo terrible, algo de lo que no podré escapar.

Apretó convulsivamente la mano de Katherine.

—Me creerá usted loca, pero sé que me va a ocurrir algo horrible.

—No piense en eso. Procure dominarse. Puede telegrafiar a su padre desde París y él vendrá a reunirse con usted de inmediato.

La otra se animó.

—Sí, puedo hacerlo. ¡Querido papá!. Es raro, pero nunca me había dado cuenta hasta hoy de lo mucho que le quiero. -Se irguió en el asiento y se secó los ojos con un pañuelo—. He sido una verdadera loca. Muchas gracias por haberme es-cuchado. No se por qué me he puesto como una histérica. — Se levantó—. Ya estoy más aliviada. Necesitaba desahogarme con alguien, ahora me parece imposible que haya estado dispuesta a hacer algo tan estúpido