—Fue una verdadera torpeza por su parte no registrar el bolso —dijo el comisario.
—Sin duda, creyó que ella había destruido la carta. Fue, y perdóneme, monsieur, una indiscreción enorme conservarla.
—Y, sin embargo, una indiscreción que el conde debía haber previsto —murmuró Poirot.
—¿Qué quiere usted decir?.
—Que todos estamos de acuerdo en que el conde conoce a fondo a las mujeres. Pues bien, conociéndolas tanto, ¿cómo no previo que Mrs. Kettering conservaría la carta?.
—Sí, sí —dijo el juez dubitativo—, hay algo de verdad en lo que usted dice. Pero en semejantes momentos el hombre no es dueño de sí mismo y no puede razonar serenamente. Mon Dieu! —añadió con sentimiento—, si nuestros criminales no perdiesen nunca la cabeza y obrasen con inteligencia ¿cómo lograríamos capturarlos?.
Poirot sonrió para sus adentros.
—El caso me parece muy claro —prosiguió el juez—, pero muy difícil de probar. El conde es muy astuto y a menos que la doncella logre identificarlo...
—Lo que es muy improbable —afirmó Poirot.
—Cierto, cierto. —El juez se rascó la barbilla—. Será muy difícil.
—Si él, en realidad, no cometió el crimen... —empezó Poirot.
El comisario le interrumpió:
—¿Si?. ¿Ha dicho «si él no cometió el crimen»?.
—Sí, comisario, he dicho «si».
El otro le miró fijamente.
—Tiene usted razón —reconoció al fin—, vamos demasiado de prisa. Es muy posible que el conde tenga una coartada, en cuyo caso quedaríamos en ridículo.
—Ah, ga, par exemple —replicó Poirot—, eso no tiene ninguna importancia. Es lógico que si ha cometido el crimen tenga una coartada. Un hombre de la experiencia del conde no deja de tomar precauciones. No, yo dije si por una razón muy clara..
—¿Qué razón es ésa?.
Poirot levantó un dedo en un gesto enfático.
—La psicología.
—¿Qué? —exclamó el comisario.
—Se echa de menos la psicología. El conde es un canalla, sí, el conde es un estafador, sí, el conde se aprovecha de las mujeres, sí. Se proponía robar las joyas de madame, sí. ¿Un hombre así es capaz de cometer un asesinato?. ¡No!. Alguien como el conde es un cobarde que no corre riesgos. Le gusta apostar sobre seguro. ¡Pero asesinar!. ¡No y mil veces no...! —Poirot meneó la cabeza disgustado.
Sin embargo, el juez no parecía dispuesto a dejarse convencer.
—Llega un día en que tales individuos pierden la cabeza y van demasiado lejos —observó sabiamente—. Sin duda, éste es uno de esos casos, aunque no es mi intención contradecirle, monsieur Poirot.
—Sólo he expuesto una opinión —se apresuró a explicar Poirot—. Desde luego, el caso está en sus manos y usted hará lo que crea conveniente.
—Estoy convencido de que debemos detener al conde de la Roche —opinó monsieur Carrége—. ¿Está usted de acuerdo, comisario?.
—Desde luego.
—¿Y usted, Mr. Van Aldin?.
—Sí —asintió el millonario—. Ese hombre es un verdadero canalla, no cabe duda.
—Me temo que será difícil echarle el guante —señaló el magistrado—, pero haremos cuanto podamos. Telegrafiaremos las órdenes pertinentes.
—Permítanme ayudarle —rogó Poirot—. No habrá ninguna dificultad para detenerlo.
-¿Qué?.
Los tres hombres le miraban extrañados. El hombrecillo les dedicó una sonrisa beatífica.
—Mi trabajo es saber cosas —explicó—. El conde es un hombre inteligente. En la actualidad se halla en la villa que ha alquilado, Villa Marina en Antibes.
Capítulo XVI
Poirot discute el caso
Todos miraron a Poirot con respeto. Sin duda les había impresionado El comisario se echó a reír con una risa que sonó a hueca.
—Nos está usted dando lecciones —exclamó—. Monsieur Poirot sabe más que la policía.
Poirot, complacido, miró al techo, adoptando un aire de burlona modestia.
—¡Qué quieren ustedes, mi pequeño pasatiempo es saber cosas! —murmuró—. Claro que me sobra tiempo para disfrutarlo. No estoy abrumado por otras obligaciones.
—¡Ah! —El comisario meneó la cabeza de un modo portentoso—. ¡Ah! En cambio yo...
Hizo un gesto exagerado para representar las preocupaciones que cargaba sobre sus hombros.
Poirot se volvió de pronto hacia Van Aldin y le preguntó:
—¿Comparte usted este punto de vista?. ¿Está seguro de que el conde de la Roche es el asesino?.
—Es lo que parece, sí, ciertamente.
Algo en el tono de la respuesta hizo que el juez mirara al norteamericano con extrañeza.
Van Aldin pareció darse cuenta del escrutinio e hizo un violento esfuerzo como si quisiera librarse de alguna preocupación.
—¿Y qué hay de mi yerno? —preguntó—. ¿Le han comunicado ustedes ya la noticia?. Creo que está en Niza, ¿verdad?.
—Sí, señor —contestó el comisario que, después de una ligera vacilación, añadió discretamente—: Supongo que está usted enterado de que Mr. Kettering viajaba también en el Tren Azul.
El millonario asintió.
—Me enteré momentos antes de salir de Londres —contestó lacónico.
—Nos dijo —afirmó el comisario—, que no tenía la menor idea de que su esposa estuviese en el tren
—Lo creo —afirmó Van Aldin con un tono sereno—. Se hubiera llevado una desagradable sorpresa si se cruzara con ella.
Los tres hombres le interrogaron con la mirada.
—No voy a andarme con rodeos —añadió Van Aldin con fiereza—. Nadie sabe lo que mi pobre hija tuvo que aguantar. Derek Kettering no iba solo: le acompañaba una mujer.
—¿Eh?.
—Mirelle, la bailarina.
Monsieur Carrége y el comisario se miraron y asintieron como si aquello confirmase alguna conversación anterior. El juez se arrellanó en su sillón, juntó las manos y clavó la vista en el techo.
—¡Ah! —murmuró otra vez—. Uno se pregunta... —Carraspeó—... se oyen rumores...
—La dama es muy conocida —comentó monsieur Caux.
—Y además —añadió Poirot lentamente—, carísima.
Van Aldin estaba rojo como un tomate. Se inclinó sobre la mesa del juez y descargó un tremendo puñetazo sobre ella.
—¡Mi yerno es un maldito canalla! —gritó.
Miró por turno a todos los presentes.
—¡Oh!. Ya sé que no lo parece —añadió—. Muy apuesto y con unos modales encantadores. A mí también me engañó. Supongo que, cuando usted le dio la noticia, fingiría un gran desconsuelo, a no ser que ya estuviese enterado.
—Fue una verdadera sorpresa para él. Estaba anonadado.
—¡Maldito hipócrita! —exclamó Van Aldin—. Seguramente simularía un profundo dolor.
—No, no —dijo el comisario con cautela—. Yo no diría eso ¿verdad monsieur Carrége?.
El magistrado juntó las yemas de sus dedos y entornó los párpados.
—Expresó horror, asombro, esas cosas, sí —declaró—. ¿Un gran sentimiento?. Yo diría que no.
Hercule Poirot habló de nuevo.
—Permítame una pregunta, Mr. Van Aldin. ¿Le reporta algún beneficio a su yerno la muerte de su esposa?.
—Hereda dos millones.
—¿De dólares?.
—No, de libras. Le regalé esa cantidad a mi hija el día de su boda y, como no ha hecho testamento ni deja hijos, el dinero lo hereda su marido.
—De quien estaba precisamente a punto de divorciarse —murmuró Poirot—. Ah, sí, précisement.
El comisario se volvió hacia él para mirarle con atención.
—¿Qué quiere usted decir...? —empezó.
—No, no quiero decir nada —le atajó Poirot—. Me limito a poner en orden los hechos, eso es todo.