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Van Aldin le miró con creciente interés.

El belga se puso de pie.

—No creo que, de momento, pueda serle útil a usted, señor juez —le dijo cortésmente al tiempo que se inclinaba ante monsieur Carrége—. ¿Me tendrá al tanto del curso de los acontecimientos?.

Se lo agradecería muchísimo.

—Desde luego, desde luego.

Van Aldin se puso de pie también.

—¿Me necesitan para algo más?.

—No, monsieur. Por ahora ya tenemos toda la información que necesitamos.

—Entonces pasearé un rato con monsieur Poirot, sino tiene inconveniente.

—Por mi parte, encantado, señor —manifestó Poirot con una reverencia.

Van Aldin encendió un puro enorme, no sin antes ofrecer otro a Poirot, quien se excusó y encendió uno de sus minúsculos cigarrillos.

Hombre de gran entereza moral, Van Aldin parecía el mismo de siempre. Después de pasar unos instantes en silencio, dijo:

—Tengo entendido, monsieur Poirot, que usted ya no ejerce su profesión.

—Así es. Ahora me dedico a gozar de la vida.

—Sin embargo, ayuda usted a la policía en este asunto.

—Si un médico retirado pasa por una calle en el preciso momento en que ocurre un accidente, ¿dirá acaso: «Me he retirado de mi profesión, no debo meterme en nada», y seguirá su marcha cuando alguien se esté desangrando a sus pies?. ¡Ah! Si yo ya hubiera estado en Niza y la policía me hubiese llamado para que les ayudase, desde luego, me habría negado. Pero este suceso lo ha puesto Dios en mi propio camino.

—Usted se hallaba en la escena del crimen —comentó Van Aldin pensativo—. ¿Revisó usted el compartimiento?.

El detective asintió.

—¿Y, sin duda, encontraría algo que le resultaría sugestivo?.

—Tal vez.

—Creo que usted sabe ya a dónde quiero ir a parar —insistió Van Aldin—. A mí me parece que el caso contra el conde de la Roche es muy claro, pero no soy tonto. Durante la última hora le he estado observando y me he dado cuenta de que, por el motivo que sea, usted no está de acuerdo con esa teoría.

Poirot se encogió de hombros.

—Yo puedo equivocarme.

—Quiero pedirle a usted un favor, monsieur Poirot. ¿Quiere usted trabajar para mí?.

—¿Para usted personalmente?.

—Eso es.

Poirot reflexionó durante unos momentos. Al fin dijo:

—¿Se da usted cuenta de lo que me pide?.

—Sí.

—Muy bien. Acepto, pero en ese caso necesito que conteste usted francamente a mis preguntas.

—Desde luego. No hace falta decirlo.

El comportamiento de Poirot varió. De pronto se volvió brusco y práctico.

—El asunto del divorcio, ¿fue usted quien le aconsejó a su hija presentar la demanda?.

—Sí.

—¿Cuándo?.

—Hace unos diez días. Ella me escribió quejándose del comportamiento de su marido y yo le expliqué con toda claridad que el divorcio era la única solución.

—¿Cuál era la queja concreta?.

—Habían visto a su marido en compañía de una dama muy notoria, de esa Mirelle de quien hemos hablado antes.

—¿La bailarina?. ¡Aja!. ¿Y Mrs. Kettering se disgustó?. ¿Quería mucho a su marido?.

—Yo no diría eso —respondió Van Aldin vacilante.

—Entonces no era su corazón el que sufría, sino su orgullo. ¿Es eso lo que usted quiere decir?.

—Sí, supongo que se puede decir así.

—Supongo que ese matrimonio nunca fue un matrimonio feliz.

—Derek Kettering está podrido hasta la médula. Es incapaz de hacer feliz a ninguna mujer.

—Es una mala cabeza, ¿verdad?.

Van Aldin asintió.

¡Tres bien!. Usted aconsejó a madame que pidiera el divorcio y ella accedió; usted consultaría a sus abogados. ¿Cuándo se enteró Mr. Kettering de esa noticia?.

—Le llamé y le expuse las acciones que iba a realizar.

—¿Y él qué dijo? —murmuró Poirot sonriente.

El rostro de Van Aldin se ensombreció con aquel recuerdo.

—Hizo gala de su insolencia habitual.

—Perdóneme usted la pregunta, pero ¿se refirió al conde de la Roche?.

—No lo nombró —dijo el millonario renuente—, pero dio a entender que estaba enterado de todo.

—¿Cuál era la situación económica de Mr. Kettering en aquellos momentos?.

—¿Por qué supone usted que puedo estar enterado de eso? —dijo Van Aldin tras un instante de vacilación.

—Me parece lógico que usted averiguara este punto.

—Tiene usted razón. Averigüé que Kettering estaba sin un céntimo.

—¡Y ahora ha heredado dos millones de libras!. La vie es una cosa extraña, ¿verdad?.

Van Aldin le dirigió una aguda mirada.

—¿Qué quiere usted decir?.

—Moralizo, reflexiono, hablo de filosofía. Pero volvamos adonde estábamos. Seguramente, ¿Mr. Kettering no accedería al divorcio sin defenderse?.

Van Aldin permaneció callado durante unos segundos.

—No sé exactamente cuáles eran sus intenciones —respondió.

—¿Volvió usted a hablar con él?.

De nuevo Van Aldin hizo una pausa.

—No —dijo al fin.

Poirot se detuvo en seco, se quitó el sombrero y tendió la mano.

—Que pase usted un buen día, monsieur. No puedo hacer nada por usted.

—¿A qué viene eso? —preguntó Van Aldin airado.

—Sino me cuenta usted toda la verdad, no puedo hacer nada.

—No sé lo que quiere usted decir.

—¡Ya lo creo que lo sabe!. Puede estar tranquilo, Mr. Van Aldin, de que sé ser discreto.

—De acuerdo. Admito que no he dicho toda la verdad —reconoció Van Aldin—. Tuve otra comunicación con mi yerno.

-¿Sí?.

—Para ser exacto, envié a mi secretario, el comandante Knighton con instrucciones de ofrecerle la cantidad de cien mil libras esterlinas sino se oponía al divorcio.

—Bonita suma —contestó Poirot—. ¿Y cuál fue la respuesta de su yerno?.

—Le dijo que me fuese al diablo —contestó el millonario brevemente.

—¡Ah! —exclamó Poirot.

No mostró la menor emoción. Por el momento estaba ocupado en ordenar metódicamente los hechos.

—Mr. Kettering ha declarado a la policía que no vio ni habló con su esposa durante todo el viaje. ¿Cree usted esa declaración?.

—Sí. Seguramente hizo todo lo posible para evitar el encuentro.

—¿Por qué?.

—Porque estaba con aquella mujer.

—¿Mirelle?.

—Sí.

—¿Cómo se enteró usted?.

—Por un hombre a quien ordené que le siguiera los pasos. Me informó que ambos habían salido en aquel tren.

—Comprendo. En ese caso, como dijo usted antes, no es probable que intentase ningún tipo de comunicación con madame Kettering.

Poirot guardó silencio durante un rato, y Van Aldin no interrumpió su meditación.

Capítulo XVII

Un aristócrata

¿Ha estado antes en la Riviera, Georges? —le preguntó Poirot a su criado la mañana siguiente. George era un inglés de pura cepa, de rostro impasible.

—Sí, señor. Estuve aquí hace dos años, cuando estaba al servicio de lord Edward Frampton.

—Y hoy está al servicio de Hercule Poirot. ¡Buena manera de ascender en la vida!.

El criado no replicó a la observación. Tras una pausa adecuada, preguntó:

—¿El traje marrón, señor?. El viento es algo fresco.

—El chaleco tiene una mancha de grasa —protestó Poirot—. Un morceaux de filet de solé a la Janette aterrizó sobre él cuando comía el martes pasado en el Ritz.

—Ya no existe esa mancha, señor —aseguró George con un tono de reproche—. La he limpiado.

¡Tres bien!. Estoy muy satisfecho con usted, Georges.

—Gracias, señor.