Выбрать главу

Hubo una pausa y entonces Poirot murmuró pensativo:

—Supongamos, mi buen Georges, que hubiese nacido en la misma esfera social que su último señor, lord Edward Frampton, y que, arruinado, se ha casado con una mujer enormemente rica, pero que su esposa se propusiese, con toda razón, divorciarse de usted. En tal caso, ¿que haría?.

—Procuraría hacerle cambiar de opinión.

—¿Por qué medios?. ¿Pacíficos o violentos?.

George lo miró extrañado.

—Perdone usted, señor —dijo—, pero un aristócrata no puede comportarse como un tendero. No recurriría a ninguna acción baja.

—¿No?. Yo no estoy tan seguro, pero quizá tenga razón.

Llamaron a la puerta. El criado la abrió discretamente unas pulgadas. Se oyó un murmullo de voces y George volvió junto a Poirot.

—Han traído una nota, señor.

Poirot la cogió. Era de monsieur Caux, el comisario de policía. Decía lo siguiente:

«Vamos a interrogar al conde de la Roche. El juez de instrucción le agradecería que estuviera usted presente.»

—¡Enseguida, Georges, mi traje!. Tengo que darme prisa.

Un cuarto de hora después, elegantemente vestido con su traje marrón, Poirot entraba en el despacho del juez de instrucción. Monsieur Caux ya estaba allí y los dos le saludaron amablemente.

—El asunto es desconcertante —opinó monsieur Caux.

—Al parecer el conde llegó a Niza el día antes del crimen.

—Si eso es cierto, habrá quedado resuelto el asunto —contestó Poirot.

Monsieur Carrége carraspeó.

—No debemos aceptar esta coartada sino tras una minuciosa investigación —sentenció. Tocó el timbre que había sobre la mesa.

Unos instantes después, un hombre alto, moreno, elegantemente vestido y un aire altivo, entró en la habitación. Tan aristocrático era el porte del conde, que hubiera parecido una herejía siquiera insinuar que su padre había sido un oscuro vendedor de granos en Nantes, lo cual, todo sea dicho, era la pura verdad). Al verle, cualquiera hubiera jurado que innumerables antepasados suyos habían perecido en la guillotina durante la Revolución Francesa.

—Aquí estoy, caballeros —dijo el conde con altivez— ¿Puedo preguntar qué desean de mí?.

—Por favor, siéntese, señor conde —le rogó cortésmente el juez—. Estamos investigando la muerte de Mrs. Kettering.

—¿La muerte de Mrs. Kettering?. No lo entiendo.

—Usted... ejem... conocía a la señora, ¿verdad?.

—Claro que la conocía. Pero, ¿qué tiene que ver eso con el asunto?.

Se ajustó el monóculo y miró fríamente a su alrededor, posando su vista unos instantes sobre Poirot, quien lo miraba con una expresión de sencilla e inocente admiración que halagaba la vanidad del conde.

Monsieur Carrége se recostó en su sillón y carraspeó.

—Tal vez no sepa usted, señor conde —hizo una pausa—, que Mrs. Kettering murió asesinada.

—¿Asesinada?. ¡Mon Dieu, qué horror!.

La sorpresa y la pena los fingió con tanto arte, tan bien que parecían naturales.

—Mrs. Kettering fue estrangulada entre París y Lyon —añadió el juez—, y sus joyas, robadas.

—¡Qué canallada! —gritó el conde agitado—. La policía tendría que hacer algo contra esos ladrones de trenes. Hoy día nadie está seguro.

—En el bolso de madame —siguió el juez—, encontramos una carta suya, señor. Según parece, debía reunirse con usted.

El conde se encogió de hombros y separó las manos.

—¿Para qué mentir? —dijo francamente—. Al fin y al cabo, todos somos hombres de mundo. No tengo inconveniente en decir aquí, entre nosotros, que es cierto.

—Se reunió usted con ella en París y viajaron juntos, ¿verdad? —preguntó monsieur Carrége.

—Ése era el plan original, pero madame cambió de opinión. Yo tenía que encontrarla en Hyéres.

—¿No se reunió usted con ella en la estación de Lyon, la tarde del día catorce?.

—Todo lo contrario. Llegué a Niza la mañana de aquel día. Por lo tanto, lo que sugiere es imposible.

—Bien, bien —dijo monsieur Carrége—. Sólo como un simple formulismo, ¿quiere hacer el favor de contarnos lo que hizo usted durante la tarde y la noche del día catorce?.

El conde reflexionó unos instantes.

—Cené en Montecarlo, en el Café de París. Luego fui a Le Sporting. Gané unos miles de francos —se encogió de hombros— y volví a casa alrededor de la una.

—Perdone, pero, ¿cómo volvió usted a su casa?.

—En mi coche de dos plazas.

—¿Le acompañaba alguien?.

—No.

—¿Tiene usted algún testigo que confirme su declaración?.

—Claro que sí. Varios amigos míos me vieron aquella noche. Cené sólo.

—Al llegar usted a su villa, ¿le abrió la puerta el criado?.

—La abrí yo mismo con mi llave.

—¡Ah! —murmuró el magistrado.

Tocó de nuevo el timbre. Se abrió la puerta y entró un ordenanza.

—Haga usted pasar a la doncella, miss Masón —mandó monsieur Carrége.

—Bien, señor juez.

Ada Masón entró.

—¿Tiene usted la bondad, mademoiselle, de fijarse bien en este caballero?. ¿Recuerda si fue él quien entró en el compartimiento de su señora en París?.

La mujer miró atentamente al conde durante unos instantes. Poirot se fijó en que el conde parecía muy inquieto.

—No puedo asegurarlo —declaró al fin la doncella—. Puede ser y puede que no. Como sólo le vi de espaldas, no puedo asegurar nada, aunque me parece que era este caballero.

—Pero no está usted segura.

—No —respondió de mala gana la doncella—, no estoy segura.

—¿Había ya visto usted antes a este caballero en casa de su señora?.

La mujer meneó la cabeza.

—Yo no veía a ninguna de las visitas —explicó—, a no ser que se alojasen en la casa.

—Está bien, mademoiselle, puede usted retirarse —dijo el magistrado con un tono seco.

Era obvio que estaba decepcionado.

—Un momento —dijo el detective—. Si ustedes me lo permiten, quisiera hacerle una pregunta a mademoiselle.

—Desde luego, monsieur Poirot, no faltaba más.

Poirot se dirigió a la doncella.

—¿Qué pasó con los billetes?.

—¿Qué billetes, señor?.

—Los billetes de Londres a Niza. ¿Quién los llevaba, usted o su señora?.

—La señora llevaba el suyo y yo llevaba los demás.

—¿Qué pasó con ellos?.

—Se los entregué al conductor del vagón francés, señor, me dijo que se hacía así. Espero no haber cometido una equivocación, ¿verdad?.

—No, no. Era un detalle que quería saber. Nada más.

Monsieur Caux y el juez de instrucción le miraron con curiosidad. Ada Masón permaneció allí, sin saber qué hacer, durante unos instantes. Al fin, el juez le indicó que podía retirarse y se marchó.

Poirot escribió algo en un pedazo de papel y se lo tendió a monsieur Carrége, quien, después de leerlo, pareció tranquilizarse.

—Bueno, señores —preguntó el conde con altivez—. ¿Van ustedes a entretenerme mucho tiempo todavía?.

—¡No, no!. ¡Claro que no! —se apresuró a decir amablemente monsieur Carrége—. Todo se ha aclarado respecto a su posición en este asunto. Pero, naturalmente, teníamos que interrogarlo debido a la carta que se encontró en el bolso de madame.

El conde se puso de pie, cogió su elegante bastón y, con una breve reverencia, salió del despacho.

—Tiene usted razón, monsieur Poirot —dijo el juez—. Es mucho mejor hacerle creer que no se sospecha de él. Dos de mis hombres le seguirán día y noche, y al mismo tiempo investigaremos su coartada. No me parece muy firme.

—Es muy probable —convino Poirot pensativo.

—Le pedí a Mr. Kettering que viniese aquí esta mañana —añadió el juez—, aunque, en realidad, no creo que podamos preguntarle muchas cosas. Sin embargo, hay un par de circunstancias sospechosas... —Se detuvo y empezó a rascarse la nariz.