A pesar del tono despreocupado, su rostro se veía tenso y macilento. De pronto, Mirelle se inclinó hacia él.
—A mí no me puedes engañar —murmuró—. Yo sé... lo que has hecho por mí.
La miró fijamente; algo en su voz le había llamado la atención. La bailarina asintió.
—¡Ah!, no tengas miedo, soy discreta. ¡Eres magnífico!. Tienes muchísimo coraje, pero de todos modos fui yo la que te sugirió la idea aquel día en Londres al decirte que a veces ocurren accidentes. ¿Y no estás en peligro?. ¿No sospecha de ti la policía?.
—¿Qué diablos...?.
—Chisss... —Ella levantó una delgada mano morena en cuyo meñique brillaba una enorme esmeralda—. Tienes razón, no debía hablar así en público. No volveremos a hablar de este asunto, pero nuestros problemas se han acabado. Nuestra vida juntos será maravillosa, ¡maravillosa!.
Derek se echó a reír de pronto con una sonrisa dura, desagradable.
—Asique las ratas vuelven al barco, ¿eh?. Dos millones marcan la diferencia, claro que sí. Tendría que haberlo sabido —rió de nuevo—. Te gustaría ayudarme a gastar esos dos millones, ¿verdad, Mirelle?. Lo harías mejor que ninguna otra mujer. —Se echó a reír otra vez.
—Chisss... —dijo la bailarina—. ¿Qué te pasa, Derek?. La gente se da la vuelta para mirarte.
—¿A mí?. Voy a decirte lo que me ocurre. He terminado contigo, Mirelle. ¿Lo oyes bien?. ¡Se acabó!.
Mirelle lo tomó como se esperaba. Le miró durante unos instantes y luego sonrió con dulzura.
—¡Qué chiquillo eres!. Te enfadas, gritas, todo porque soy práctica. ¿No te he dicho siempre que te adoro? —se inclinó hacia él—. Pero yo te conozco, Derek. Mírame, soy yo, Mirelle. Te quería y ahora te querré cien veces más. Te haré la vida muy feliz; para eso Mirelle es única.
Lo miró con ojos ardientes. Vio como palidecía y contenía el aliento, y sonrió para sí misma satisfecha, segura del poder y la magia que ejercía sobre los hombres.
—Ya se te ha pasado, ¿verdad? —dijo lentamente. Y se echó a reír—. Ahora, Derek, ¿me invitarás a comer?.
—No.
Kettering inspiró con fuerza y se puso de pie.
—Lo siento, pero ya te lo he dicho: tengo un compromiso.
—¿Comes con alguien?. ¡Eso sí que no me lo creo!.
—Como con aquella señorita que está allí.
Se dirigió bruscamente hacia una mujer vestida de blanco que acababa de entrar, y le habló casi con emoción.
—¿Quiere usted comer conmigo, miss Grey?. Nos conocimos en la fiesta de lady Tamplin, ¿me recuerda?.
Katherine le miró unos instantes con aquellos pensativos ojos grises que tanto decían.
—Gracias —respondió después de una breve pausa—. Acepto encantada.
Capítulo XIX
Un visitante inesperado
El conde de la Roche había terminado su dejeuner, consistente en una omelette aux fines herbes, un entrecote beamaise y un savarin au rhutn. Se limpió de-licadamente el fino bigote negro con la servilleta, se levantó de la mesa y atravesó el salón de la villa, observando con aprecio les objects d'art que estaban esparcidos por la habitación. La caja de rapé Luis XV, el zapato de raso de María Antonieta y otras bagatelas históricas que formaban parte de la mise en scéne del conde. A sus bellas visitantes les decía que eran objetos heredados de sus antepasados. Al llegar a la terraza, el conde miró distraídamente hacia el Mediterráneo. No se hallaba de humor para apreciar la belleza del panorama. Un plan cuidadosamente preparado se había ido al traste y ahora tendría que madurar otro. Se acomodó en una tumbona, encendió un cigarrillo y se puso a meditar.
Al cabo de unos minutos, Hipolyte, su criado, le trajo el café y los licores. Su amo escogió un coñac muy añejo.
Cuando el criado iba a retirarse, su señor le detuvo con un gesto. Hipolyte esperó respetuosamente. Su aspecto no era muy agradable, pero su corrección compensaba sobradamente ese hecho. En aquel momento, era la misma estampa del respeto y la atención.
—Es posible —dijo el conde— que dentro de unos días se presenten aquí algunos desconocidos que intentarán entablar conversación contigo y con Mane. Probablemente, os formularán diversas preguntas respecto a mí
—Sí, señor conde.
—¿Quizá ya han venido?.
—No, señor conde.
—¿No has visto ningún tipo extraño por los alrededores?. ¿Estás seguro?.
—No, señor conde, no he visto a nadie.
—Está bien —dijo el conde secamente—. De todos modos, vendrán, estoy seguro. Harán preguntas.
Hipolyte miró comprensivo a su señor. Éste habló despacio sin mirarle.
—Como tú ya sabes, llegué aquí el martes pasado por la mañana. Si la policía o cualquier otra persona te lo preguntase, no lo olvides. Yo llegué el martes, día catorce, no el miércoles día quince. ¿Me entiendes?.
—Perfectamente, señor conde.
—Se trata de un asunto que concierne a una señora y siempre es necesario ser discreto. Estoy seguro, Hipolyte, de que tú sabrás serlo.
—Lo seré, señor.
—¿Y Marie?.
—Marie también. Respondo de ella.
—Entonces me tranquilizo —murmuró el conde.
En cuanto salió Hipolyte, el conde probó el café con aire preocupado. De vez en cuando fruncía el entrecejo, una vez meneó la cabeza y asintió otras dos. En medio de estas reflexiones apareció otra vez Hipolyte.
—Una señora, monsieur.
—¿Una señora?.
El conde estaba sorprendido. No porque la visita de una dama fuera algo poco habitual en Villa Marina, pero en este momento el conde no tenía ni la más remota idea de quién podía ser.
—Creo que el señor no la conoce —apuntó Hipolyte.
El conde estaba cada vez más intrigado.
—Hazla entrar, Hipolyte —ordenó.
Poco después, una maravillosa visión en naranja y negro apareció en la terraza, envuelta en un fuerte perfume de flores exóticas.
—¿El conde de la Roche?.
—Servidor de usted, mademoiselle —dijo el conde con una reverencia.
—Me llamo Mirelle. Tal vez haya usted oído hablar de mí.
—Ah, desde luego, mademoiselle. ¿Quién no se ha deleitado con las exquisitas danzas de mademoiselle Mirelle. ¡Exquisita!.
La bailarina agradeció la galantería con una sonrisa mecánica.
—Lamento la intromisión —comenzó ella.
—Por favor, siéntese, mademoiselle, se lo ruego —le interrumpió el conde al tiempo que le acercaba una silla.
A través de sus galanterías, él la observaba con atención. Había muy pocas cosas que el conde no conociera de las mujeres, si bien era verdad que, hasta entonces, sus experiencias no habían sido con mujeres como Mirelle, verdaderas aves de rapiña. La bailarina y él eran, en cierto sentido, pájaros del mismo plumaje. Sabía que su seducción fracasaría con aquella mujer. Mirelle era una parisiense muy astuta. Sin embargo, había una cosa que el conde era capaz de reconocer en cuanto la veía. Descubrió enseguida que se encontraba ante una mujer encolerizada, y una mujer encolerizada, como bien es sabido, siempre dice más de lo que es prudente y, de vez en cuanto, es una fuente de beneficios para un caballero astuto que no pierde la calma.
—Ha sido usted muy amable honrando mi pobre casa.
—Tenemos amigos comunes en París —dijo Mirelle— a quienes he oído hablar de usted, pero vengo a verle por otra razón. He oído hablar de usted desde que llegué a Niza, aunque de otra manera.
—¡Ah! —murmuró el conde.
—Voy a serle brutalmente franca —añadió la bailarina—. Sin embargo, tenga la seguridad de que me preocupo por su bienestar. En Niza se dice que usted es el asesino de la dama inglesa, madame Kettering.