—¡Yo!, ¿el asesino de madame Kettering?. ¡Bah!. Valiente tontería.
Su tono era más displicente que indignado. Sabía que eso la provocaría más.
—Sí, sí —insistió ella—, se dice eso.
—A la gente le gusta hablar por hablar —murmuró el conde indiferente—. Sería indigno de mi parte tomar en serio tales acusaciones.
—No me ha entendido usted —Mirelle se inclinó hacia él con los ojos negros, muy brillantes—. No se trata de una simple murmuración en la calle, sino de la policía.
El conde se irguió alerta una vez más. Mirelle asintió varias veces con energía.
—Sí, sí. Yo tengo amigos en todas partes. El mismo prefecto... —dejó la frase sin terminar, con un elocuente encogimiento de hombros.
—¿Quién no es indiscreto ante una mujer tan hermosa? —murmuró el conde con galantería.
—La policía está convencida de que fue usted quien mató a Mrs. Kettering, pero se equivoca.
—Claro que se equivoca —afirmó el conde.
—Usted lo dice sin conocer la verdad. Yo sí.
El conde la miró con curiosidad.
—¿Sabe quién asesinó a madame Kettering?.
Mirelle asintió con vehemencia.
—Sí.
—¿Quién es? —preguntó el conde tajante.
—Su marido. —Se acercó al conde y repitió en voz baja, vibrante de ira y de odio—: Su marido la mató.
El conde se recostó en la tumbona. Su rostro era una máscara.
—Permítame una pregunta, mademoiselle. ¿Cómo lo sabe?.
—¿Que cómo lo sé? —La bailarina se levantó de un salto y soltó una carcajada—. Se ufanó de ello de antemano. Estaba arruinado, en la quiebra, deshonrado. Sólo la muerte de su esposa podía salvarle. Él me lo dijo. Viajaba en el mismo tren, pero ella no lo sabía. ¿Por qué se ocultó?. Pues porque pensaba colarse en su compartimiento durante la noche. ¡Ah! —Cerró los ojos—. Estoy viendo la escena.
El conde tosió.
—Quizá, quizá, mademoiselle —murmuró—. Pero si fue él, ¿qué necesidad tenía de robar las joyas?.
—¡Las joyas! —suspiró Mirelle—. ¡Ah, las joyas!. ¡Los rubíes...!.
Sus ojos se nublaron y su mirada se volvió distante. El conde la observó con curiosidad, mientras se maravillaba por enésima vez ante la mágica influencia de las piedras preciosas sobre el sexo femenino. Le hizo volver a la realidad.
—¿Y qué desea de mí, mademoiselle?.
Mirelle volvió a ser práctica.
—Una cosa sencillísima. Que vaya usted a la policía y diga que Mr. Kettering es el asesino.
—¿Y si no me creen?. ¿Y si me exigen pruebas? —Él la miraba con atención.
Mirelle se rió suavemente mientras se acomodaba el chal negro y naranja sobre los hombros.
—Les dice que vengan a verme, señor conde —respondió en voz baja—. Yo les daré cuantas pruebas deseen.
Cumplida su misión, salió como un torbellino.
El conde la miró alejarse con las cejas enarcadas.
—¡Está hecha un basilisco! —murmuró—. ¿Qué le habrá ocurrido para que esté de ese humor?. De todas maneras, enseña demasiado su juego. ¿Creerá de veras que Derek Kettering mató a su esposa?. Le gustaría que me lo creyera y también que la policía lo creyese.
Sonrió. No tenía la menor intención de ir con aquella historia a la policía. A juzgar por la sonrisa, veía otras posibilidades en aquel asunto, a cual más placentera.
Sin embargo, no tardó en fruncir el entrecejo. Según Mirelle, la policía sospechaba de él. Esto podía ser o no verdad. Una mujer furiosa de la clase de la bailarina no se preocuparía mucho de la veracidad de sus afirmaciones. Por otra parte, podía obtener fácilmente informaciones confidenciales. De ser así —apretó los labios—, debía tomar ciertas precauciones. Entró en la casa e interrogó de nuevo a fondo a Hipolyte sobre si había venido algún desconocido. El criado insistió vigorosamente en que no era ese el caso. El conde subió a su dormitorio y se acercó a un secreter antiguo que había junto a la pared. Bajó una tapa y sus dedos buscaron con delicadeza un resorte en el fondo de una de las casillas. Apareció un cajoncito secreto dentro del cual había un pequeño paquete envuelto en papel marrón. El conde lo sacó y lo miró con profunda atención durante un par de minutos. Después se arrancó un cabello con una leve mueca de dolor, lo colocó en el borde del cajón y lo cerró cuidadosamente. Con el paquete en la mano, bajo la escalera y se dirigió al garaje, donde había un automóvil rojo de dos plazas. Diez minutos más tarde, corría en dirección a Montecarlo.
Pasó unas horas en el Casino y luego se paseó por la ciudad, hasta que volvió al coche y se dirigió a Mentón. Antes ya se había fijado en un coche gris que lo seguía a una distancia prudencial. La carretera ascendía cada vez más. El conde pisó el acelerador a fondo. El coche, que había sido construido por expreso encargo del conde, tenía un motor mucho más potente de lo que a primera vista parecía. El automóvil salió disparado.
Al cabo de un rato, miró hacia atrás por el espejo retrovisor y sonrió; el coche gris aún lo seguía. Envuelto en una nube de polvo, el automóvil rojo volaba por la carretera, pero el conde era un habilísimo conductor. Comenzó el descenso por la sinuosa carretera donde había un sinfín de curvas. Al llegar al llano, finalmente se detuvo ante una estafeta de Correos. Se apeó del coche, abrió la caja de las herramientas, sacó el paquete marrón y, sin perder un segundo entró en la estafeta. Dos minutos más tarde conducía otra vez dirección a Mentón. Cuando el automóvil gris llegó allí, el conde estaba tomando el té en la terraza de uno de los hoteles.
Más tarde regresó a Montecarlo, cenó allí y llegó a su casa a las once. Hipolyte salió a su encuentro muy preocupado.
—¡Por fin ha llegado usted, señor conde!. ¿Me ha telefoneado, por casualidad, el señor conde?.
Éste meneó la cabeza.
—Sin embargo, a las tres me llamaron por teléfono de parte de usted para comunicarme que tenía que presentarme en Niza, en el Negresco.
—¿De veras?. ¿Y has ido?.
—Desde luego, señor conde. Pero en el Negresco no sabían nada del señor conde, ni siquiera había estado allí.
—Y seguramente —dijo el señor— a esa hora Marie estaría haciendo la compra.
—Sí, señor conde.
—Bien —comentó él—, ha sido una equivocación sin importancia.
Y sonriendo, subió a su habitación.
Una vez en ella, cerró la puerta con llave y miró a su alrededor con mucha atención. Todo parecía estar como siempre. Abrió los armarios y los cajones. Las cosas aparecían colocadas, poco más o menos, como antes, pero no exactamente igual. No cabía la menor duda de que habían registrado la habitación.
Se acercó al secreter y apretó el resorte oculto. Se abrió el cajón, pero el cabello había desaparecido. Asintió varias veces.
—Nuestra policía es excelente —murmuró para sí—. No se le escapa nada.
Capítulo XX
Katherine hace un amigo
A la mañana siguiente, Katherine estaba sentada junto a Lenox en la terraza de Villa Marguerite. A pesar de la diferencia de edades, había comenzado a surgir entre ellas un sentimiento de amistad. Sin Lenox, a Katherine la vida en Villa Marguerite le hubiese resultado intolerable. El asesinato de Ruth Kettering era allí el tema de actualidad. Lady Tamplin explotaba a fondo la vinculación de su invitada con el caso. Los feroces desaires de Katherine no lograban inmutarla. Lenox mantenía una actitud equidistante. Por un lado le divertían las maniobras de su madre, y por el otro comprendía los sentimientos de Katherine. Chubby, por su parte, contribuía a acentuar el malestar de la joven porque su ingenuo deleite era irreprimible y la presentaba a todo el mundo con un: «Esta es miss Grey. ¿Conocen ustedes el crimen del Tren Azul?. Pues se ha visto mezclada en el caso hasta las cejas. Mantuvo una larga charla con Ruth Kettering pocas horas antes del asesinato. Qué suerte, ¿verdad?».