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—A mí me gustaría mucho hablarlo bien, pero reconozco que lo hago muy a la inglesa —explicó Katherine.

Llegaron al sus asientos y se sentaron. Inmediatamente, Knighton vio que Van Aldin le hacía señas desde el otro lado de la pista y fue a hablar con él.

—Me gusta ese muchacho —dijo Poirot miraba sonriente la marcha del secretario—. ¿Y a usted, mademoiselle?.

—Me resulta muy simpático.

—¿Y a usted, Mr. Kettering?.

Una viva respuesta iba a salir de los labios de Derek, pero se contuvo como si algo en la mirada del pequeño belga le hubiese puesto súbitamente alerta. Respondió lentamente, escogiendo las palabras.

—Sí, Knighton es un buen tipo.

A Katherine le pareció sólo por un momento que Poirot estaba desilusionado.

—Es un gran admirador suyo, monsieur Poirot —le dijo y le contó algunas de las cosas que le había dicho Knighton. Le hacía mucha gracia ver al hombrecillo esponjarse como un pájaro, abombando el pecho y adoptando una actitud de falsa modestia que no hubiese engañado a nadie.

—Ahora recuerdo, mademoiselle —dijo de pronto—, que debo hablarle de un pequeño asunto. Creo que cuando estuvo usted hablando con aquella pobre madame en el tren, se le debió caer la pitillera allí.

Katherine le miró asombrada.

—No puede ser.

Poirot sacó del bolsillo una pitillera de piel azul, con la inicial «K» en oro.

—No, no es mía —dijo Katherine.

—Ah, mil perdones. Sin duda era de madame. Teníamos dudas porque en su bolso encontramos otra y nos pareció extraño que llevara dos. —De pronto, se volvió hacia Derek—: ¿Podría usted decirme si esta pitillera pertenecía o no a su esposa?.

Por un momento, Derek pareció desconcertado. Tartamudeó un poco al responder.

—No... no sé... Supongo que sí.

—¿No será la suya, por casualidad?.

—De ninguna manera. Si fuera mía, ¿cómo iba a estar en poder de mi esposa?.

Poirot adoptó una expresión más ingenua e infantil que nunca.

—Podría haberla perdido al entrar en el compartimiento de su esposa —explicó con candidez.

—No entré allí, se lo he repetido a la policía una docena de veces.

—Perdone usted —dijo Poirot con aire contrito—, pero fue mademoiselle la que mencionó haberle visto entrar allí.

Se detuvo con una expresión avergonzada.

Katherine miró a Derek. Se había puesto pálido, pero quizá era imaginación suya. Su risa sonó muy natural.

—Se equivocó usted, miss Grey —dijo tranquilo—. Por lo que me ha dicho la policía, me he enterado de que mi compartimiento estaba solo una puerta o dos más allá del de mi esposa, aunque nunca lo sospeché en aquel momento. Tuvo que haberme visto cuando entraba en mi propio compartimiento.

Se levantó con rapidez al ver que se acercaban Knighton y a Van Aldin.

—Me marcho —anunció—. No soy capaz de soportar a mi suegro ni por todo el oro del mundo.

Van Aldin saludó cortésmente a Katherine, pero era obvio que estaba de muy mal humor.

—Parece que le gustan mucho los partidos de tenis, monsieur Poirot —gruñó.

—Sí, me distrae mucho —contesto Poirot con placidez.

—Para usted es una suerte estar en Francia —dijo Van Aldin—. En Estados Unidos estamos hechos de distinta manera. Allí el trabajo viene antes que la diversión.

—No se enfade usted, se lo ruego. Todos tenemos nuestros métodos. A mi siempre me ha parecido algo delicioso combinar el trabajo con el placer.

Miró a los dos jóvenes, que conversaban absortos el uno en el otro, y asintió satisfecho. Luego, se inclinó hacia el millonario y le dijo en la voz más baja que pudo:

—No he venido sólo a divertirme, Mr. Van Aldin. Fíjese usted en aquel viejo alto que está frente a nosotros. Aquel de rostro amarillo y venerable barba.

—¿Qué pasa con él?.

—Aquel —dijo Poirot— es Mr. Papopolous.

—Un griego, ¿eh?.

—Sí, un griego como usted dice. Es un anticuario de fama mundial. Tiene una tiendecita en París, pero la policía sospecha que hace algo más que vender antigüedades.

-¿Qué?.

—Lo tienen por un perista que compra y vende objetos robados, especialmente joyas. La talla y montura de piedras preciosas no tiene para él ningún secreto. Está en contacto con los personajes más elevados de Europa y con lo más bajo de la escoria del hampa.

Van Aldin miró a Poirot con súbita atención.

—¿Y qué? —preguntó con un nuevo tono en la voz.

—Yo me pregunto, yo, Hercule Poirot —contestó el detective que se golpeó el pecho con un gesto teatral—, me pregunto ¿por qué de pronto ha venido Mr. Papopolous a Niza?.

Van Aldin estaba asombrado. Había llegado a dudar de Poirot, sospechando que el hombrecillo no estaba a la altura de la tarea, que no era más que un farsante. Pero ahora de nuevo volvía a tener fe en él. Miró de frente al detective.

—Le ruego que me perdone, monsieur Poirot.

Éste rechazó la excusa con un gesto extravagante.

—¡Bah! No vale la pena. Y ahora escúcheme, Mr. Van Aldin: tengo noticias que comunicarle.

El millonario le miró con atención, cada vez más interesado.

—Así es. Le interesará muchísimo. Como usted sabe, el conde de la Roche ha estado vigilado desde que se entrevistó con el juez de instrucción. Al día siguiente del interrogatorio, aprovechando una ausencia suya, la policía registró Villa Marina.

—¿Y qué? —preguntó Van Aldin—. ¿Encontraron algo? Supongo que no.

Poirot le obsequió con una reverencia.

—Su inteligencia no le engaña, Mr. Van Aldin. No encontraron nada que pudiese comprometerlo. Tampoco lo esperaban. El conde de la Roche, como dicen ustedes, no nació ayer. Es un tipo muy astuto y de gran experiencia.

—Bueno, siga —gruñó Van Aldin.

—Puede ser que el conde de la Roche no tenga oculto nada comprometedor. Pero no debemos pasar por alto la posibilidad. Si, en efecto, tiene algo que esconder, ¿dónde está?. En su casa no, porque la policía la registró de arriba abajo. En su persona, tampoco, porque sabe que lo pueden arrestar en cualquier momento. Queda el automóvil. Como ya le he dicho, el conde estaba vigilado. Aquel día le siguieron hasta Montecarlo. Desde allí fue por carretera a Mentón, conduciendo él mismo. Su coche es muy rápido y dejó atrás a sus perseguidores, que durante poco más de un cuarto de hora le perdieron de vista por completo.

—¿Y usted supone que en ese tiempo escondió algo cerca de la carretera? —preguntó Van Aldin, cada vez más interesado.

—Cerca de la carretera, no, ça n'est pratique. Ahora escúcheme bien; yo le di un consejo a monsieur Carrége, quien tuvo la gentileza de aceptarlo. En cada una de las estafetas de Correos de la zona se apostó alguien que conociese de vista al conde de la Roche. Verá, monsieur, la mejor manera de hacer desaparecer una cosa es enviarla por correo.

—¿Y qué? —preguntó Van Aldin, con el rostro iluminado por el interés y la excitación..

—Pues... voilá.

Con un gesto propio de un mago, Poirot sacó del bolsillo un paquete envuelto en papel marrón al que le faltaba el cordel.

—En aquel cuarto de hora, nuestro hombre envió esto por correo.

—¿A qué dirección? —quiso saber el millonario.

Poirot asintió.

—Eso hubiera podido servirnos de algo, pero por desgracia no ha sido así. El paquete iba dirigido a una de esos kioscos de periódicos de París donde por una módica suma guardan las cartas y paquetes que se les envían por correo.

—Bueno, pero, ¿qué es lo que contiene? —preguntó impaciente Van Aldin.

Poirot desenvolvió el paquete y le mostró una caja cuadrada de cartón. Miró a su alrededor.

—Es un buen momento —murmuró—. Todos miran a los jugadores. ¡Mire, monsieur!.

Levantó la tapa de la caja una fracción de segundo. Un grito ahogado se escapó de los labios del millonario, cuyo rostro palideció intensamente.