—¡Dios mío!. ¡Los rubíes!.
Van Aldin permaneció sentado durante unos instantes como si le hubiesen dado un mazazo en la cabeza. Poirot volvió a guardarse la caja en el bolsillo y sonrió plácidamente.
De pronto el millonario salió del trance. Cogió la mano del detective y se la estrechó con tanta fuerza que Poirot hizo un gesto de dolor.
—¡Es fantástico! —dijo Van Aldin—. ¡Es usted único!. ¡El mejor de todos!.
—No es para tanto —señaló el detective con modestia—. Orden y método, estar preparado contra las eventualidades, eso es todo lo que hay.
—Supongo que habrán detenido al conde de la Roche, ¿verdad? —preguntó Van Aldin ansiosamente.
—Nada de eso.
En el rostro de Van Aldin se dibujó una expresión de asombro.
—Pero, ¿por qué?. ¿Qué más quieren?.
—La coartada del conde se sostiene.
—Pero eso es una tontería.
—Si, yo también creo que lo es, pero desgraciadamente tenemos que probarlo.
—Pero mientras tanto él se les escapará de las manos.
Poirot meneó la cabeza con mucha energía.
—Imposible —afirmó—. Lo único que el conde no puede permitirse es sacrificar su posición social. Tiene por fuerza que permanecer aquí y afrontar los hechos.
Van Aldin no se conformó.
—Pero no veo...
Poirot levantó una mano.
—Un momento, Mr. Van Aldin. Tengo una pequeña idea. Mucha gente se ha burlado de las pequeñas ideas de Hercule Poirot y ha hecho mal.
—Está bien, adelante —dijo Van Aldin—. ¿Cuál es su pequeña idea?.
El detective guardó silencio unos momentos. Después dijo: —Mañana, a las once, iré a verle a su hotel. Hasta entonces no le diga nada a nadie.
Capítulo XXII
Mr. Papopolous desayuna
Mr. Papopolous estaba desayunando. Al otro lado de la mesa se encontraba su hija Zia. Llamaron a la puerta del salón y entró un lacayo con una tarjeta para Mr. Papopolous. Éste la miró, enarcó las cejas y se la tendió a su hija.
—Monsieur Hercule Poirot —dijo Papopolous que se rascó pensativo la oreja izquierda—. ¿Qué querrá? —añadió pensativo. —Padre e hija se miraron—. Ayer le vi en el tenis, Zia. Esto no me gusta nada.
—Una vez te fue muy útil —le recordó ella.
—Es verdad —reconoció Papopolous—. Además, he oído decir que se retiró del servicio activo.
Estas palabras las intercambiaron padre e hija en su propio idioma. Luego, Mr. Papopolous se volvió hacia el lacayo y le dijo en francés:
—Faites monter ce monsieur.
Minutos después Poirot, elegantemente vestido y balanceando su bastón con aire alegre, entró en la habitación.
—¡Mi querido Papopolous!.
—¡Querido Poirot!.
—¿Y miss Zia? —Poirot le dedicó una profunda reverencia.
—Nos permitirá que terminemos de desayunar —dijo Papopolous, que se sirvió otra taza de café—. Su visita es... ejem... algo temprana.
—Es escandalosamente temprana —confirmó Poirot—, pero verá: tengo mucha prisa.
—¡Ah! —murmuró Mr. Papopolous—. Entonces, ¿se ocupa usted de algún caso?.
—Un caso muy grave. La muerte de madame Kettering. Un asunto muy serio.
—Déjeme recordar —Mr. Papopolous miró al techo con expresión inocente—. ¡Ah, sí! La mujer que murió en el Tren Azul, ¿verdad?. Leí algo en los periódicos, pero no decían nada de que hubiese habido ningún delito.
—En interés de la justicia—dijo Poirot—, se creyó oportuno no divulgar el hecho.
Se hizo un silencio.
—¿Y en qué puedo servirle, monsieur Poirot? —preguntó el anticuario.
—Voilà —dijo el detective—. Iré directamente al grano.
Sacó del bolsillo la misma caja que había enseñado a Van Aldin en Cannes. Extrajo de ella los rubíes y se los tendió a Mr. Papopolous. A pesar de que Poirot le observaba atentamente, no vio alterarse ni un solo músculo del rostro del anciano, quien cogió las piedras y las miró sin mucho interés. Luego miró al detective interrogadoramente.
—Soberbios, ¿verdad? —preguntó Poirot.
—En realidad, son excelentes —respondió el griego.
—¿Cuánto cree usted que pueden valer?.
El rostro del anticuario se estremeció ligeramente.
—¿Es absolutamente preciso que se lo diga, monsieur Poirot?.
—Veo que es usted muy astuto, Mr. Papopolous. No, no es preciso. Seguramente, no valdrán quinientos dólares.
Papopolous se rió y Poirot unió su risa a la del griego.
—Como imitación —dijo el anticuario mientras le devolvía las piedras a Poirot— son, como he dicho antes, excelentes. ¿Sería indiscreto preguntarle, monsieur Poirot, cómo han llegado a su poder?.
—De ninguna manera, no tengo el menor inconveniente en decírselo a un viejo amigo como usted. Los tenía el conde de la Roche.
Las cejas de Mr. Papopolous se enarcaron elocuentemente.
—¡Caramba! —murmuró.
Poirot se inclinó hacia él, le dijo con su expresión más inocente y encantadora:
—Mr. Papopolous, pondré mis cartas sobre la mesa. El original de estas joyas se lo robaron a madame Kettering en el Tren Azul. Pero ante todo voy a decirle lo siguiente: no es asunto mío recuperar los rubíes. Eso es cosa de la policía. Yo no trabajo para ella, sino para Mr. Van Aldin. Lo único que deseo es echarle el guante al asesino de madame Kettering. Los rubíes sólo me interesan como un medio para llegar al hombre. ¿Comprende usted?.
Estas ultimas palabras fueron pronunciadas de un modo particular. Mr. Papopolous, con el rostro impasible, dijo en voz baja:
—Continúe.
—Lo más probable a mi parecer es que las joyas cambien de dueño en Niza. Quizá ya ha sido así.
—¡Ah! —Mr. Papopolous bebió un trago de su café mientras pensaba. Su aspecto era más noble y patriarcal que nunca.
—Yo me dije: «¡Qué suerte!» —prosiguió Poirot animadamente—. Mi viejo amigo Demetrius está aquí. Sin duda, él me ayudará.
—¿Y por qué cree usted que puedo ayudarle? —preguntó Mr. Papopolous con frialdad.
—Porque pensé que Mr. Papopolous estaría seguramente en Niza por algún negocio.
—De ninguna manera. Yo he venido aquí por mi salud, porque el médico me lo ha ordenado.
Tosió con un sonido cavernoso.
—¡No sabe usted cuánto lo siento! —dijo Poirot con una fingida compasión—. Bueno, sigamos. Cuando un gran duque ruso, una archiduquesa austríaca o un príncipe italiano desean vender las joyas de familia, ¿a quién acuden? A Mr. Papopolous, ¿no es cierto?. A él que es famoso mundialmente por la discreción con que realiza esos negocios.
El otro agradeció el cumplido con una inclinación de cabeza.
—Me adula usted.
—La discreción es una gran cosa —murmuró Poirot que se vio recompensado con una fugaz sonrisa del griego—. Yo también sé ser discreto.
Las miradas de los dos hombres se encontraron.
Poirot habló despacio, como si escogiese las palabras con gran cuidado.
—Yo dije para mí: si las piedras han cambiado de dueño en Niza, Mr. Papopolous sabrá algo de ello. Él conoce perfectamente todo cuanto pasa en el mundo de las joyas.
—¡Ah! —dijo Papopolous, y cogió un croissant.
—La policía, ¿comprende usted?, no interviene en el asunto. Es un asunto personal.
—Uno a veces oye ciertos rumores... —admitió Mr. Papopolous con cautela.
—¿Qué rumores? —se apresuró a preguntar Poirot.
—¿Hay alguna razón para que se los repita?.
—Sí —dijo Poirot—. ¡Creo que la hay!. Quizá recordará, Mr. Papopolous, que hace diecisiete años tuvo usted en depósito cierto objeto que le dejó una persona importantísima. Aquel objeto desapareció de una manera muy extraña. Usted estaba como vulgarmente se dice, con el agua al cuello.