—No, señor, no. A menos que... —Se detuvo sorprendida. Una idea trataba de abrirse paso en su cerebro.
—Siga —la animó Poirot.
—Creo, aunque no estoy segura, que es una pitillera que mi señora compró para su marido.
—¡Ah! —exclamó Poirot con un tono neutral.
—Pero si llegó o no a dársela, es algo que no puedo decir.
—Bien, bien. Puede usted retirarse, mademoiselle, eso es todo. Buenas tardes.
Ada Masón se retiró discretamente y cerró la puerta al salir sin hacer ruido.
Poirot miró a Van Aldin con una leve sonrisa. El millonario parecía abatido.
—¿Cree usted... que fue Derek? —preguntó—. Pero si todo parece señalar en dirección opuesta. ¡Si al conde lo pillaron con las manos en la masa!. ¡Tenía los rubíes!.
—No.
—Pero si usted mismo me lo dijo...
—¿Qué le dije yo?.
—Aquella historia sobre los rubíes. Me los enseñó usted.
—No.
Van Aldin lo miró boquiabierto.
—¿Me está diciendo que no me los enseñó usted ayer en el tenis?.
—Sí.
—¿Está usted loco, monsieur Poirot, o lo estoy yo?.
—Ni usted ni yo lo estamos —dijo el detective—. Usted me hizo una pregunta y yo le contesto. Usted afirma que yo le enseñé los rubíes y yo le contesto que no. Lo que yo le enseñé fue una magnífica imitación imposible de descubrir por cualquiera que no sea un experto.
Capítulo XXIV
Poirot da un consejo
El millonario tardó unos momentos en asimilar los hechos. Miró a Poirot, confundido. El pequeño belga asentía gentilmente.
—Sí —dijo—. Eso altera la situación, ¿verdad? —¡Una imitación! —exclamó Van Aldin Se inclinó hacia delante, prosiguió
—¿Siempre ha tenido esa idea?. ¿Es aquí donde quería ir a parar?. Nunca creyó que el conde de Roche fuese el asesino? —He tenido mis dudas —contestó Poirot—. Se lo dije: ¿Robo con violencia y asesinato? —Meneó enérgicamente la cabeza—. No, es algo difícil de imaginar. No concuerda con la personalidad del conde de la Roche.
—¿Pero no cree usted que él pensaba apoderarse de los rubíes?.
—Desde luego, eso está muy claro. Escuche: le voy a exponer el caso tal como yo lo veo. El conde, enterado de lo de los rubíes, trazó sus planes para apoderarse de ellos. Se inventó la romántica historia del libro que estaba escribiendo para inducir a su hija a que los llevara con ella. Se había provisto ya de una reproducción exacta de la joya con objeto de sustituirla por la legítima. Su hija, Mr. Van Aldin, no era experta en joyas. Hubiese pasado sin duda mucho tiempo antes de que se diese cuenta de lo ocurrido. Y cuando eso ocurriera... la verdad, no creo que tuviese valor para perseguir al conde porque se hubiesen sabido muchas cosas. El conde tendría en su poder muchas de sus cartas. Era un plan infalible desde el punto de vista del conde, un plan que seguramente habrá empleado en más de una ocasión.
—Sí, está clarísimo —dijo Van Aldin pensativo.
—Y que está de acuerdo con la personalidad del conde de la Roche.
—Sí, pero... —Van aldin interrogó al otro con la mirada—. En realidad, ¿qué pasó?. Dígamelo , monsieur Poirot.
El belga se encogió de hombros.
—Es muy sencillo. Alguien se adelantó al conde.
Hubo una larga pausa. Van Aldin, le daba vueltas al asunto. Cuando habló, fue directamente al grano.
—¿Cuánto tiempo hace que sospecha usted de mi yerno, monsieur Poirot?.
—Desde el primer momento. Tuvo el motivo y la oportunidad. Todos daban por sentado que el hombre que estuvo en el compartimiento de madame en París era el conde de la Roche. Yo también lo creí. Entonces usted mencionó que una vez confundió al conde de la Roche con su yerno. Ello me dio el dato de que los dos hombres eran de la estatura y corpulencia similares. Eso me llevó a pensar en cosas curiosas. La doncella hacía poquísimo tiempo que estaba al servicio de su hija. No era probable que conociese bien a Mr. Kettering, dado que el no vivía en Curzon Street. Además, el hombre habían tenido mucho cuidado de mantener el rostro oculto.
—¿Usted cree que él la asesinó? —preguntó Van Aldin con voz ronca.
Poirot se apresuró a levantar la mano,
—No, no digo eso, pero es posible, muy posible. Estaba en un aprieto gravísimo, amenazado por la ruina. Esa era la única salida.
—¿Por qué cogió las joyas?.
—Para despistar y que se atribuyera el crimen a los ladrones de trenes. De otra manera, las sospechas hubieran caído inmediatamente sobre él.
—De ser así, ¿qué ha hecho con los rubíes?
—Eso todavía está por ver. Hay varias posibilidades. Hay un hombre en Niza que puede ayudarnos, el hombre que le indiqué en el tenis.
Se puso de pie. Van Aldin hizo lo mismo y puso una mano en el hombro de Poirot y dijo con voz emocionada.
—Encuentre usted al asesino de Ruth, es todo lo que le pido.
Poirot se irguió.
—Déjelo usted en manos de Hercule Poirot —dijo orgullosamente—, y no tema. Yo descubriré la verdad.
Quitó una mota de polvo de su sombrero, sonrió tranquilamente al millonario y salió de la habitación. Sin embargo, mientras bajaba la escalera, desapareció parte de la confianza que expresaba su rostro.
«Todo está muy bien —dijo para sí—, pero hay dificultades, grandes dificultades.»
Al salir del hotel, se detuvo bruscamente. Había un coche parado ante la puerta. Lo ocupaba Katherine Grey, y Derek Kettering, apoyado en la portezuela hablaba animadamente con la joven. Al cabo de unos momentos, el coche partió y Derek Kettering se quedó mirando cómo se alejaba. La expresión de su rostro era extraña. De pronto se encogió de hombros impaciente y exhaló un suspiro y, al darse la vuelta, se encontró a Hercule Poirot. A pesar suyo, dio un respingo. Los dos hombres se miraron. Poirot muy tranquilo, y Derek con un aire de desafío bienhumorado. Había un trasfondo burlón en la voz de Derek cuando preguntó despreocupado y enarcando las cejas:
—Es encantadora, ¿verdad? —su actitud era completamente natural.
—Sí —afirmó Poirot pensativo—, eso describe a mademoiselle Katherine a la perfección. Esa es una frase muy inglesa y mademoiselle Katherine también es muy inglesa.
Derek permaneció inmóvil sin responder.
—Y además es muy simpathique, ¿no es así?.
—Sí, en realidad no hay muchas como ella —contestó Derek. Lo dijo con voz muy suave, casi para sí mismo.
Poirot asintió. Entonces se inclinó hacia el otro y le hablo con otro tono, con un tono grave que era completamente nuevo para Derek.
—Perdone, Mr. Kettering, si un viejo le dice algo que tal vez considere impertinente. Hay un proverbio inglés que me gustaría recordarle. Dice así: «Antes de empezar un nuevo amor se debe liquidar el antiguo».
Kettering se volvió furioso.
—¿Qué diablos quiere usted decir?.
—Se enfada usted conmigo —dijo Poirot con serenidad—. Lo suponía. Lo que he querido decir es que hay otro coche esperando con otra señorita dentro. Si vuelve usted la cabeza lo verá.
Derek se dio la vuelta y enrojeció de cólera.
—¡Maldita Mirelle...! —masculló—. Voy...
Poirot le detuvo.
—¿Cree usted prudente lo que va a hacer? —le advirtió. Sus ojos brillaron con una luz verde. Pero Derek no estaba para consejos. La cólera le había trastornado por completo.
—He roto con ella para siempre y ella lo sabe —gritó airado.
—Sí, usted habrá roto con ella, pero ¿ella ha roto con usted?.
Kettering soltó una desagradable carcajada.
—Por poco que pueda, no querrá romper con dos millones de libras —replicó en tono brutal—. Dejaría de ser Mirelle si lo hiciese.