Poirot enarcó las cejas.
—Juzga usted a los demás muy cínicamente —murmuro.
—¿Quién, yo? —De pronto sonrió sin la menor alegría—. Conozco demasiado el mundo, monsieur Poirot, y sé perfectamente que todas las mujeres son iguales. —Su expresión se suavizó bruscamente—. Todas menos una.
Miró a Poirot desafiante. Por un momento asomó en su mirada una expresión alerta.
—Aquella —dijo y movió la cabeza en dirección a Cap Martin.
—¡Ah! —exclamó Poirot.
Su aquiescencia estaba calculada para provocar el impetuoso temperamento de su interlocutor.
—Sé que va usted a decirme —se apresuró a añadir Derek— que. por la vida que he llevado, no soy digno de ella, que ni siquiera tengo derecho a pensar en algo así. También sé que no es decente hablar de este modo cuando sólo hace unos días que asesinaron a mi esposa.
Hizo una pausa que Poirot aprovechó para decir, con tono dolido:
—¡Pero si yo no he dicho nada...!.
—Pero lo dirá.
-¿Eh?.
—Dirá que no tengo ninguna posibilidad de casarme con Katherine.
—No —dijo Poirot—, yo no diría eso. Es cierto que su reputación es muy mala, pero a las mujeres eso no les importa. Si fuese usted un hombre de excelente carácter, de una estricta moralidad, que no hubiese hecho nada reprochable, et bien, entonces tendría serias dudas sobre su éxito. La moralidad no es romántica, no la aprecian más que las viudas.
Derek Kettering le miró. Luego, dio media vuelta y se dirigió hacia el coche en el que estaba Mirelle. Poirot le siguió con la vista con gran interés y vio a la hermosísima Mirelle asomarse a la ventanilla y decirle algo.
Pero Derek no se detuvo. Se quitó el sombrero para saludarla y siguió su camino.
—Ça y est —dijo Hercule Poirot—. Ya es hora de que vuelva a casa.
Al llegar, encontró al imperturbable George planchando unos pantalones.
—Hoy ha sido un día magnífico, Georges; algo ajetreado, pero muy interesante.
El criado escuchó estos comentarios impasible.
—Me alegro, señor.
—La psicología de un criminal, Georges, es una cosa muy interesante. Muchos criminales son hombres de un gran encanto personal.
—He oído decir que el Dr. Crippen era un caballero con el que daba gusto hablar. Sin embargo, cortó a su esposa en pedacitos.
—Sus ejemplos siempre son los adecuados, Georges.
El criado no contesto. En aquel momento, sonó el timbre del teléfono y Poirot cogió el aparato.
—Alo, alo, sí, sí, al habla Hercule Poirot.
—Soy Knighton. No se retire, monsieur Poirot, Mr. Van Aldin quiere hablar con usted.
Después de una breve pausa, se oyó la voz del millonario.
—¿Es usted, monsieur Poirot?. Sólo deseaba decirle que Masón ha rectificado su declaración por propia voluntad. Dice que ha estado haciendo memoria y que está casi segura de que el hombre que vio en París era Derek Kettering. Afirma que, al verle, advirtió en él algo que le era familiar, pero que no supo precisar en qué consistía. Parece que ahora está muy segura.
—¡Ah! —dijo Poirot—. Muchas gracias, Mr. Van Aldin. Esto nos facilitará el trabajo.
Colgó el auricular y permaneció en silencio durante un par de minutos con una sonrisa curiosa en su rostro. George tuvo que repetir dos veces la pregunta antes de recibir contestación.
—¿Qué? —dijo Poirot—. ¿Deseas algo?.
—Si el señor cenará aquí o fuera.
—Ni una cosa ni otra. Me voy a la cama y tomaré una tisana. Ha ocurrido lo que esperaba y, cuando sucede eso, siempre me emociono.
Capítulo XXV
Chére mademoiselle Desconfianza
Cuando Derek Kettering pasó junto al coche, Mirelle se asomó. —Derek, quiero hablar contigo un momento.
Pero él, saludándola con el sombrero, pasó por su lado sin detenerse.
Al entrar en su hotel, el conserje le salió al encuentro.
—Un caballero le está esperando, monsieur.
—¿Quién es?.
—No dijo su nombre, monsieur, pero dijo que se trataba de un asunto muy importante y que esperaría.
—¿Dónde está?.
—No quiso esperar en el vestíbulo y está en el saloncito por ser un lugar más reservado.
—Bien —dijo Derek, y se fue en busca del visitante.
En el saloncito no había nadie más que el hombre que le estaba esperando, quien se puso de pie y se inclinó cortesmente al entrar Kettering. Derek sólo había visto una vez al conde de la Roche, pero no tuvo la menor dificultad en reconocer al aristocrático personaje y frunció el entrecejo furioso. ¡Aquello era el colmo de la insolencia!.
—El conde de la Roche, ¿verdad? —dijo—. Creo que pierde usted el tiempo viniendo a verme.
—Yo creo que no —contestó el conde sonriente.
Los encantadores modales del aristócrata no producían el menor efecto en los hombres, porque a todos, sin excepción, les producía una gran repugnancia. Derek Kettering sentía unos deseos locos de echarle a puntapiés del hotel. Sólo el temor al escándalo lo contenía. Se maravilló una vez más de que Ruth hubiese llegado, como había hecho, a enamorarse de aquel tipo. Era lo que vulgarmente llamaban un jeta. Miró con asco las manos cuidadosamente manicuradas del conde.
—He venido a verle —dijo el conde—, por un asuntillo. Creo que le sería conveniente escucharme.
Derek sintió de nuevo la tentación de echar de allí a aquel hombre a empujones, pero una vez más se contuvo. No se le escapó el tono de amenaza, aunque lo interpretó a su manera. Por varias razones, lo mejor sería oír lo que el conde tenía que decirle.
Se sentó y tabaleó impaciente con los dedos sobre la mesa.
—Bien —dijo bruscamente—. ¿De qué se trata?.
No era costumbre del conde ir derecho al asunto.
—Permítame, ante todo, darle el pésame por la terrible tragedia.
—Si continúa usted con sus impertinencias, lo tiro por la ventana —amenazó Derek.
Miró hacia la ventana que estaba junto al conde y éste se movió inquieto.
—Le enviaré a usted mis padrinos, si ése es su deseo —dijo altivamente.
Derek se echó a reír.
—Asique un duelo, ¿eh? Mi querido conde, yo no le tomo a usted tan en serio, pero en cambio tendría un gran placer dándole de puntapiés por toda la Promenade des Anglais.
El conde no tenía ningún interés en ofenderse. Enarcó las cejas y dijo simplemente:
—Los ingleses son unos salvajes.
—Bien —repitió Derek—. ¿Qué tiene usted que decirme?.
—Le explicaré enseguida el objeto de mi visita con la mayor franqueza. Será lo mejor para los dos.
Una vez más sonrió con exquisita amabilidad.
—Continúe —dijo Derek.
El conde miró al techo, unió las yemas de los dedos y murmuró lentamente:
—Usted acaba de heredar una importante suma, monsieur.
—¿Y a usted qué diablos le importa?.
El otro se irguió.
—¡Monsieur, mi nombre está manchado!. Se sospecha, se me acusa de un crimen.
—Nada tengo que ver con eso —dijo Derek fríamente—. Como parte interesada, no he manifestado ninguna opinión.
—Soy inocente. Juro ante Dios —dijo el conde, a la vez que levantaba las manos—, que soy inocente.
—Creo que monsieur Carrége es el juez de instrucción encargado de ese suceso —murmuró Derek cortésmente.
El conde hizo caso omiso de estas palabras.
—No sólo se me acusa de un crimen que no he cometido, sino que además me encuentro sin un céntimo.
Tosió significativamente.
Derek se puso de pie de un salto.
—Ya me lo esperaba —dijo en voz baja—. ¡Maldito chantajista!. No le daré ni un solo penique. Mi esposa ha muerto y, por lo tanto, el escándalo no puede hacerle ya ningún daño. Seguramente tiene usted cartas comprometedoras. Si yo ahora me decidiese a comprárselas por una bonita cantidad, estoy seguro de que usted se quedaría con alguna para utilizarla en otra ocasión. Voy a decirle a usted una cosa, señor conde de la Roche: el chantaje es una palabra tan fea en Inglaterra como en Francia. Ésa es mi respuesta. Buenas tardes.