Lenox aguardó cortésmente con las cejas enarcadas.
—Traigo una noticia —dijo Poirot—. Quizá quiera usted decírselo a su amiga. Esta noche han arrestado a Mr. Kettering como presunto asesino de su esposa.
—¿Y quiere usted que yo le diga eso a Katherine? —pregunto Lenox. Comenzó a respirar agitadamente como si hubiera estado corriendo. Poirot vio como su rostro se ponía pálido y tenso.
—Por favor, mademoiselle.
—¿Por qué?. ¿Cree usted que Katherine se mostrará trastornada?. ¿Cree usted que a ella le importará?.
—No lo sé, mademoiselle. Lo reconozco, pero yo que casi siempre lo sé todo, no sé lo que puede pasar. Quizá esté usted más enterada que yo.
—Sí, lo estoy, pero de todos modos no se lo diré. —Calló durante un momento con el entrecejo fruncido—. ¿Cree usted que el lo hizo? —preguntó bruscamente.
Poirot se encogió de hombros.
—La policía lo cree.
—¡Ah!, esquiva usted la respuesta, ¿verdad? Entonces hay algo que no está claro.
Una vez más calló preocupada. Poirot dijo amablemente:
—Hace muchos años que conoce usted a Derek Kettering, ¿verdad?.
—Desde niña —respondió Lennox con voz ronca.
Poirot asintió varias veces sin decir nada.
Con uno de sus típicos movimientos bruscos, Lenox acercó una silla y se sentó con los codos sobre la mesa y la cara apoyada en las manos. En esta posición, miró directamente al detective.
—¿En qué se fundan para detenerlo? —preguntó con un tono enérgico—. Supongo que el motivo. Probablemente hereda su fortuna.
—Hereda dos millones.
—¿Y si ella no hubiera muerto, se habría arruinado?.
—Sí.
—Pero tiene que haber algo más que eso —insistió Lenox—. Viajaba en el mismo tren que ella, lo sé, pero tampoco es motivo suficiente para acusarlo.
—En el compartimiento de Mrs. Kettering se encontró una pitillera con la inicial «K» que no era de ella, y dos personas le vieron entrar y salir del compartimiento poco antes de llegar a Lyon.
—¿Quiénes son esas dos personas?.
—Una de ellas es su amiga, miss Grey. La otra es mademoiselle Mirelle, la bailarina.
—Y Derek, ¿qué ha dicho al respecto? —preguntó Lennox tajante.
—Niega haber entrado en el compartimiento de su esposa.
—¡Qué tonto! —afirmó Lenox que frunció el entrecejo—. ¿Antes de llegar a Lyon dice usted?. ¿Sabe alguien a qué hora se cometió el crimen?.
—El dictamen de los forenses no es, lógicamente, muy preciso, pero creen que la muerte ocurrió poco antes de llegar a Lyon. Y también sabemos que Mrs.Kettering estaba muerta al salir el tren de Lyon.
—¿Cómo lo sabe usted?.
Poirot esbozó una extraña sonrisa.
—Porque otra persona entró en el compartimiento y la encontró muerta.
—¿Y no dio la señal de alarma?.
—No.
—¿Por qué?.
—Sin duda, tuvo sus razones para hacerlo.
La muchacha le dirigió una mirada penetrante.
—¿Conoce usted esas razones?.
—Creo que sí.
Lenox continuó dándole vueltas a las cosas en su cabeza. Poirot la observaba en silencio. Finalmente, la muchacha alzó la mirada. Una nota de color había aparecido en sus mejillas y le brillaban los ojos.
—Usted cree que la mató alguna persona que viajaba en el tren y, sin embargo, quizá no haya sido así. ¿Qué le impediría a cualquiera subirse al tren cuando se detuvo en Lyon?. Ese alguien pudo perfectamente entrar en el compartimiento de Mrs. Kettering, estrangularla, apoderarse de los rubíes y apearse del tren sin que nadie se diera cuenta. Tal vez la asesinaron mientras el tren estaba en la estación de Lyon. Entonces hubiera estado viva cuando Derek entró y muerta cuando la otra persona la encontró.
Poirot se recostó en la silla. Inspiró con fuerza. Miró a la muchacha y entonces asintió tres veces. Entonces exhaló un suspiro.
—Mademoiselle, lo que acaba de decir es muy exacto, muy cierto.. Yo estaba a oscuras y usted me ha hecho ver la luz. Había una cosa que me intrigaba y usted acaba de aclarármela.
Se puso de pie.
—¿Y Derek? —preguntó Lenox.
—¡Quién sabe! —dijo Poirot, encogiéndose de hombros—. Pero le diré una cosa, mademoiselle: no estoy satisfecho. ¡No! Yo, Hercule Poirot, no estoy satisfecho. Tal vez esta misma noche me entere de algo más. Es decir, por lo menos, lo in-tentaré.
—¿Tiene usted alguna cita?.
—Sí.
—¿Con alguien que sabe algo?.
—Con alguien que quizá sepa algo. En estos casos, no se puede dejar de remover ni una sola piedra. Au revoir, mademoiselle.
Lenox le acompañó hasta la puerta.
—¿Le he... ayudado?.
El rostro de Poirot se dulcificó al mirar a la muchacha, que estaba unos escalones más arriba.
—Sí, mademoiselle, me ha ayudado usted mucho. Recuérdelo siempre así si las cosas se ponen muy negras.
Cuando el coche se puso en marcha, Poirot se sumergió en sus pensamientos, pero en sus ojos brillaba una luz verde, que era la precursora del triunfo.
Llegó a la cita con unos minutos de retraso y se encontró con que Mr. Papopolous y su hija habían llegado ya. Se deshizo en excusas y se superó a sí mismo en cortesías y pequeñas atenciones. Esta noche, el aspecto del griego era más benigno y noble que nunca. Parecía un pesaroso patriarca de vida irreprochable. Zia estaba hermosísima y de excelente humor.
La cena fue deliciosa. Poirot se mostró como el anfitrión ideal. Relató anécdotas, contó chistes y colmó de piropos a Zia Papopolous, y les reveló numerosos episodios interesantes de su carrera. El menú fue selecto y los vinos excelentes.
Al final de la cena, Mr. Papopolous preguntó cortésmente:
—¿Y el informe que le di?. ¿Ha hecho una pequeña apuesta por el caballo?.
—Estoy en comunicación con mi corredor de apuestas —replicó Poirot.
Las miradas de ambos hombres se cruzaron.
—Un caballo muy conocido, ¿verdad?.
—No, es lo que los ingleses llaman un caballo sorpresa.
—¡Ah! —exclamó pensativo Papopolous.
—Ahora podemos ir a tentar un poco la suerte en la ruleta —sugirió Poirot alegremente.
Una vez en el Casino, el grupo se separó. Papopolous se fue a dar una vuelta por las salas y Poirot se dedicó por entero a Zia.
El detective no estuvo afortunado, pero Zia tuvo una buena racha y en unos pocos minutos ganó algunos miles de francos.
—Creo que lo mejor será que me retire ahora —le comentó a Poirot con un tono seco.
Los ojos de Poirot brillaron.
—¡Magnífico! —exclamó—. Es usted digna hija de su padre, mademoiselle Zia. Sabe usted retirarse a tiempo. ¡Ah! Ése es un verdadero arte.
Echó una ojeada a su alrededor.
—No veo a su padre por ningún sitio —dijo despreocupado—. Iré a buscar su abrigo y pasearemos por los jardines.
Sin embargo, no fue directamente al guardarropa. Estaba ansioso por saber qué había sido del taimado griego. De pronto lo vio en el enorme vestíbulo. Estaba junto a una de las columnas y hablaba con una dama que acababa de llegar. Era Mirelle.
Poirot rodeó el vestíbulo con mucha discreción. Llegó al otro lado de la columna sin que los otros dos lo advirtieran. El griego y la bailarina hablaban animadamente. Mejor dicho, la que hablaba era Mirelle y el griego contribuía con algún que otro monosílabo y numerosos gestos expresivos.
—Necesito tiempo —decía ella—. Si me da usted tiempo, reuniré el dinero.
—Esperar —el griego se encogió de hombros— es desagradable.
—¡Será muy poco tiempo! —rogó Mirelle—. Usted puede esperar. Una semana, diez días, es lo único que pido. Puede estar tranquilo. Recibirá el dinero.
Papopolous, se movió un poco, volvió la cabeza inquieto y se encontró con Poirot que le miraba con una expresión inocente.
—¡Ah!. Vous voilá, monsieur Papopolous. Le he estado buscando. ¿Permite usted que lleve a mademoiselle Zia a dar una vuelta por los jardines?. Buenas noches, mademoiselle —Saludó a Mirelle con una profunda reverencia—. Perdone que no la haya saludado antes, pero no la había visto.