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La bailarina aceptó el saludo y la disculpa con impaciencia. Saltaba a la vista que le había contrariado la interrupción de su tête-à-tête. Poirot advirtió la indirecta. Papopolous había dado ya su consentimiento y Poirot los dejó solos, recogió el abrigo de Zia y salieron a los jardines.

—Aquí es donde se suicidan —comentó ella.

Poirot se encogió de hombros.

—Así dicen. Los hombres son tontos, ¿verdad,mademoiselle?. Comer, beber, respirar el aire puro, son cosas agradabilísimas, mademoiselle. Por lo tanto, es una locura dejar todo esto simplemente por no tener dinero... o porque el corazón sufre. L'amour causa muchas fatalidades, ¿no es así?.

Zia se echó a reír.

—No se ría usted del amor, mademoiselle —prosiguió Poirot, que levantó el índice y lo movió con energía—. ¡Es usted aún muy joven y muy bonita!.

—Bonita, tal vez, pero no olvide que tengo ya treinta y tres años, monsieur Poirot. Soy franca con usted porque no puedo hacer otra cosa. Como usted le dijo a mi padre, hace exactamente diecisiete años que nos prestó ayuda usted en París.

—Sin embargo, al mirarla me parece mucho menos tiempo —le dijo Poirot galante—. Entonces era casi como es ahora, mademoiselle, un poco más delgada un poco más pálida y un poco más seria. Tenía dieciséis años y acababa de salir del pensionado. No era ya la petite pensionnaire, ni tampoco toda una mujer. Usted era deliciosa, muy encantadora, mademoiselle Zia, y sin duda otros también lo pensaban.

—A los dieciséis años una es crédula y un poco tonta.

—Puede ser -convino Poirot—. Sí, puede ser. A los dieciséis años, uno es muy crédulo y confiado. Uno se cree lo que le dicen..

Si notó la fugaz mirada de reojo que le dirigió la joven, no lo demostró. Añadió en un tono soñador.

—Aquel fue un asunto muy curioso. Su padre nunca comprendió la verdad.

—¿No?.

—Cuando me pidió detalles, explicaciones, le dije lo siguiente: «Sin ningún escándalo, le he devuelto aquello que se había perdido. No debe hacer preguntas.» ¿Sabe usted, mademoiselle, por qué le dije eso?.

—No tengo la menor idea —contestó ella con frialdad.

—Fue porque en mi corazón un rincón de ternura por una pequeña pensionnaire tan pálida, tan delgada y tan seria.

—No comprendo lo que dice —gritó Zia enojada.

—¿De veras, mademoiselle?. Ha olvidado a Antonio Pirezzio?.

Oyó el gemido ahogado de la joven.

—Vino a trabajar como ayudante a la tienda de su padre, pero así no se podía conseguir lo que quería. Un ayudante puede poner los ojos en la hija de su patrón, ¿verdad?. Si se es joven, guapo y locuaz, y como no podían hacer el amor todo el tiempo, había momentos en que charlaban de cosas que les interesaban a los dos, como aquella cosa que estaba temporalmente en posesión de Mr. Papopolous. Y porque, como ha dicho usted antes, los jóvenes son crédulos y tontos, fue fácil creerle y dejarle ver aquella cosa, mostrarle el lugar donde se ocultaba. Y después, cuando aquello desapareció, cuando sobrevino la increíble catástrofe... ¡Ay, la pobre y pequeña pensionnaire!. ¿En que espantosa situación se encontró? La pobrecilla estaba aterrorizada. ¿Contaría la verdad o no?. Y entonces fue cuando entró en escena aquella excelente persona, Hercule Poirot. Fue un verdadero milagro ver como las cosas se arreglaban solas. El valiosísimo objeto fue recuperado y no se hizo ninguna pregunta inconveniente.

Zia se volvió hacia el detective furiosa.

—¿Lo supo usted desde un principio?. ¿Quién se lo dijo?. ¿Fue... fue Antonio?.

Poirot meneó la cabeza.

—Nadie me lo dijo —contestó en voz baja—. Lo adiviné yo. Soy muy bueno adivinando, mademoiselle. Si uno no es bueno en el juego de las adivinanzas, lo mejor es no hacerse detective.

Durante un rato, la joven caminó en silencio. Al fin, dijo con voz dura:

—Bien, ¿qué piensa hacer al respecto?. ¿Se lo dirá a mi padre?.

—No —respondió Poirot tajante—. De ninguna manera.

Ella le miró intrigada.

—¿Quiere algo de mí?.

—Quiero su ayuda, mademoiselle.

—¿Por qué cree que yo puedo ayudarle?.

—No es que lo crea, sólo lo deseo.

—Y sino le ayudo, ¿entonces se lo contará a mi padre?.

—¡No, eso sí que no!. Deseche semejante idea, mademoiselle; yo no soy un chantajista. No le he recordado su secreto para amenazarla con él.

—¿Y si rehuso ayudarle? —empezó a decir lentamente la joven.

—Pues rehuse y asunto concluido.

—Entonces ¿por qué...? —se interrumpió.

—Escuche y le diré el porqué. Las mujeres, mademoiselle, son generosas. Si pueden hacer un favor a quien le ha hecho otro, lo hacen. Yo fui generoso con usted en una ocasión, mademoiselle. Cuando podía hablar, contuve la lengua.

Hubo un corto silencio. La joven dijo después:

—El otro día mi padre le dio una pista.

—Sí, fue muy amable por su parte.

—No creo —dijo Zia con voz muy pausada— que yo pueda añadir algo más.

Si Poirot se sintió decepcionado, no lo demostró. Su rostro permaneció impasible.

Eh bien! —dijo risueño—, entonces hablemos de otras cosas.

Y empezó a charlar alegremente. Sin embargo, la joven estaba distraída, sus respuestas eran automáticas y no siempre de acuerdo con las preguntas. Cuando se acercaban otra vez al Casino, ella pareció tomar una decisión.

—Monsieur Poirot...

—¿Sí, mademoiselle?.

—Me gustaría ayudarle si pudiese.

—Es usted muy amable, mademoiselle, muy amable.

Hubo una pausa. Poirot no la apremió. Estaba satisfecho con esperar y que ella se tomara su tiempo.

—Al fin y al cabo —dijo Zia—, ¿por qué no se lo he de decir a usted?. Mi padre es cauto, siempre es cauto en todo lo que dice. Pero sé que con usted no es necesario. Usted nos ha dicho que sólo le interesa el asesinato y que las joyas no le importan. Yo le creo. Estaba usted en lo cierto al suponer que vinimos a Niza por los rubíes. Tenían que entregarlos aquí de acuerdo con el plan. Ahora están en poder de mi padre. El otro día le dio a usted una pista sobre quien era nuestro misterioso cliente.

—¿El Marqués? —murmuró Poirot gravemente.

—Sí, el Marqués.

—¿Lo ha visto usted alguna vez, mademoiselle?.

—Una, pero no muy bien —contestó la muchacha—. Lo vi a través del ojo de la cerradura.

—Eso siempre presenta dificultades —reconoció Poirot comprensivo—, pero, de todas maneras, usted lo vio. ¿Lo reconocería ahora?.

Ella meneó la cabeza.

—Llevaba antifaz.

—¿Era joven o viejo?.

—Tenía el cabello blanco, pero bien podía ser una peluca, o quizá no porque le quedaba muy bien. Yo no creo que sea viejo, porque andaba como un joven y su voz también lo era.

—¿Su voz? —dijo Poirot pensativo—. ¡Ah, su voz!. ¿La reconocería usted si la oyese de nuevo, mademoiselle Zia?.

—Quizá —contestó la joven.

—Le interesaba ese hombre, ¿verdad?. ¿Fue por eso que lo espió?.

—Sí, sí. Sentía curiosidad. ¡Había oído hablar tanto de él!. No es un ladrón vulgar, sino más bien una figura de leyenda o romántica.

—Y puede que así sea —dijo Poirot pensativo.

—Pero no es eso lo que quería decirle —afirmó Zia—, sino de otro pequeño detalle que creo de gran interés para usted.

—¿Sí? —la animó Poirot.

—Ya le he dicho que los rubíes se los entregaron a mi padre aquí en Niza. Yo no vi a la persona que los trajo, pero...