—Mademoiselle —dijo al fin—, tengo que decirle a usted algo de índole muy delicada. Creo que hay alguien que ama a Derek Kettering. corríjame si me equivoco, y por el bien de esa persona, espero tener razón y que la policía está en un error. ¿Sabe usted quién es esa persona?.
Se hizo un silencio y entonces ella contestó:
—Sí, la conozco.
Poirot se inclinó hacia ella por encima de la mesa.
—No estoy satisfecho, mademoiselle, no, no estoy satisfecho. Los hechos, los hechos principales, apuntan directamente a monsieur Kettering. Sin embargo, hay un detalle que no han tenido en cuenta.
—¿Y cuál es ese detalle?.
—El rostro desfigurado de la víctima. Me lo he preguntado a mí mismo un centenar de veces. ¿Es Derek Kettering un hombre capaz de destrozar el rostro de su esposa después de asesinarla?. ¿Qué fin podía perseguir?. ¿Es propio de Mr. Kettering un acto así?. Y la respuesta a todas estas preguntas es profundamente insatisfactoria. Una y otra vez vuelvo al mismo punto: «¿Por qué». Y las cosas que tengo para ayudarme a la solución del problema son éstas.
Sacó algo de su cartera que sostuvo entre el índice y el pulgar..
—¿Lo recuerda, mademoiselle?. Usted me vio coger estos cabellos de la manta en el compartimiento.
Katherine se inclinó hacia delante para observar los cabellos con mucha atención.
Poirot asintió varias veces lentamente.
—Veo que no le sugieren nada, mademoiselle. Y, sin embargo, creo que usted ve muchísimo.
—He tenido ideas —respondió Katherine lentamente—, ideas muy fantásticas. Por eso le pregunté qué estaba haciendo en París, monsieur Poirot.
—Cuando le escribí...
—¿Desde el Ritz?.
Una extraña sonrisa iluminó el rostro del detective.
—Sí, desde el Ritz, como usted dice. Soy una persona aficionada a los lujos cuando paga un millonario.
—¿Y lo de la embajada rusa? —preguntó Katherine que frunció el entrecejo—. No comprendo qué relación puede tener.
—No tiene ninguna relación directa. Fui allí para obtener cierta información... Hablé con una persona en particular y la amenacé. Sí, mademoiselle, yo, Hercule Poirot, la amenacé.
—¿Con denunciarla a la policía?.
—No —contestó Poirot en tono seco—. La amenacé con un arma mucho mas mortífera: la prensa.
Miró a Katherine y ella meneó la cabeza con una sonrisa.
—¿No se está usted volviendo otra vez ostra, monsieur Poirot?.
—No, no quiero inventarme misterios. Voy a decirle la verdad. Sospechaba que ese hombre había jugado un papel muy importante en la venta de las joyas de Van Aldin. Me enfrenté a él y, al final, conseguí arrancarle toda la historia.. Me explicó dónde efectuó la entrega. También me enteré del hombre que había estado paseando frente a la casa: un hombre de venerables cabellos blancos, pero que caminaba con el paso elástico y ágil de un joven. A ese hombre le di un nombre en mi mente: el de El Marqués.
—¿Y ahora ha venido usted a Londres para entrevistarse con Mr. Van Aldin?.
—No sólo por esa razón. Tenía otros trabajos que hacer. Desde que estoy en Londres he visitado ya a dos personas: a un agente teatral y a un médico de Harley Street. De cada uno de ellos he conseguido cierta información. Reúna todas esas cosas, mademoiselle, y veamos si puede deducir lo mismo que yo.
-¿Yo?.
—Sí, usted. Le diré una cosa, mademoiselle: Siempre he dudado si el robo y el asesinato los cometió la misma persona. Durante mucho tiempo no estuve seguro.
—¿Y ahora ya lo sabe?.
—Ahora lo sé.
Hubo un silencio. Después Katherine levantó la cabeza: Le brillaban los ojos.
—Yo no soy tan lista como usted, monsieur Poirot. La mitad de las cosas que me ha contado, no tienen para mí ningún sentido. Las ideas que tengo provienen de un ángulo completamente distinto.
—Ah, pero siempre es así —señaló Poirot en voz baja—. Un espejo refleja la verdad, pero todos nos situamos en lugares distintos para mirar el espejo.
—Mis ideas quizá sean absurdas. Pueden ser totalmente distintas a las suyas, pero...
—¿Pero qué?.
—Óigame, ¿esto le puede ayudar?.
Poirot cogió el recorte que le ofrecía. Lo leyó, miró a Katherine y asintió.
—Como ya le he dicho, mademoiselle, todos nos colocamos delante del espejo desde distintos ángulos, pero es el mismo espejo y se reflejan las mismas cosas.
Katherine se puso de pie.
—Tengo que marcharme —dijo—. Tengo el tiempo justo para tomar el tren, monsieur Poirot.
—Sí, mademoiselle.
—Esto no pude continuar mucho más. No lo resistiría.
Y su voz se quebró.
El detective le palmeó cariñosamente la mano.
—Valor, mademoiselle. ahora no debe flaquear. El final está cerca.
Capítulo XXXIII
Una nueva teoría
Monsieur Poirot desea verle, señor. —¡Que se vaya al diablo! —exclamó Van Aldin. Knighton esperó en silencio.
El millonario dejó el sillón y empezó a caminar arriba y abajo por la habitación.
—Supongo que habrá usted leído los malditos periódicos esta mañana —dijo.
—Les he echado una ojeada, señor.
—¿No habrá manera de hacerlos callar?.
—Creo que no.
El millonario volvió a sentarse y se llevó las manos a las sienes.
—¡Si llego a figurarme esto —gimió—, no le hubiera encargado nunca a ese belga el esclarecimiento de la verdad.!. Entonces sólo me preocupaba descubrir al asesino de Ruth.
—Pero usted no hubiese querido que su yerno quedara impune.
Van Aldin suspiró.
—Yo hubiera preferido tomarme la justicia por mi mano.
—No creo que hubiera sido un procedimiento muy sabio, señor.
—Al fin, a lo nuestro. —Se detuvo y, después de una breve vacilación, añadió—: ¿Está seguro de que ese tipo desea verme?.
—Sí, señor. Dijo que es muy urgente.
—Entonces tendré que verle. Dígale que puede venir esta misma mañana si quiere.
Poirot se presentó en las habitaciones de Van Aldin con un aspecto descansado y alegre. No pareció molestarse por la frialdad de la acogida y charló plácidamente de cosas sin importancia. Explicó que estaba en Londres para ver a su médico y citó el nombre de un eminente cirujano.
—No, no, pas la guerre, es un recuerdo de mis tiempos de policía. La bala de un enfurecido ladrón.
Se tocó el hombro izquierdo e hizo un gesto expresivo.
—Yo siempre le he considerado un hombre de suerte, Mr. Van Aldin. Usted no responde a la idea que tenemos de los millonarios norteamericanos, víctimas de la dispepsia.
—Sí, estoy fuerte es gracias a la vida sencilla y ordenada que llevo.
Poirot se volvió hacia Knighton.
—Ha visitado usted a miss Grey, ¿verdad? —preguntó Poirot, con un tono inocente.
—Sí, un par de veces —contestó el secretario.
Se sonrojó un poco y Van Aldin exclamó sorprendido: —Es raro que no me haya dicho usted nada, Knighton.
—Creí que no le interesaría a usted, señor.
—Me gusta mucho esa muchacha —afirmó el millonario.
—Es una lástima que haya vuelto a enterrarse en St. Mary Mead —comentó Poirot.
—Es una acción admirable —protestó Knighton calurosamente—. Poquísimas personas en su situación se hubieran prestado a ir a cuidar a una vieja achacosa que no tiene ningún parentesco con ella.
—Soy una tumba —añadió Poirot con una chispa de picardía en los ojos—, pero de todas maneras, es una lástima. Y ahora, señores, vamos a trabajar.
Van Aldin y Knighton le miraron sorprendidos.
—No se alarmen ni se extrañen de lo que voy a decir. Supongamos, monsieur Van Aldin, que después de todo, monsieur Derek Kettering no mató a su esposa.