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El hombre se detuvo de golpe ante una maciza puerta de madera y vaciló un instante. Cerró la mano en un puño, dio dos golpes y, sin esperar respuesta alguna, abrió el seguro redondo de hierro y entró.

La habitación estaba a oscuras, pues el manto de la noche aún velaba la abadía. Aguardó en el umbral, alzando la vela para iluminar la sala. En un rincón dormía en un camastro una persona tapada con una manta. A juzgar por la respiración, honda y regular, el religioso advirtió que de nada habían valido los golpes en la puerta ni su brusca entrada para despertar al único ocupante del cuarto.

Se aproximó a la cama y dejó la vela sobre la mesita. Se inclinó y sacudió del hombro al durmiente.

– ¡Padre abad! -le acució con la voz quebrada por la emoción contenida-. ¡Padre abad! ¡Despertaos!

El hombre que dormía refunfuñó primero y luego se despertó de mala gana, parpadeando para fijar la vista en la penumbra.

– ¿Pero qué…? ¿Quién…?

Al volverse, el abad vio la alta figura del clérigo de pie junto a la cama. Éste se retiró la capucha para permitir que le reconociera. Las facciones aquilinas del desvelado mudaron en un gesto ceñudo.

– Hermano Madagan. ¿Qué sucede? -preguntó incorporándose con dificultad, mirando al cielo nocturno de la ventana-. ¿Qué sucede? ¿Acaso me he dormido?

El monje sacudió la cabeza con un movimiento rápido y nervioso, y con una expresión lúgubre a la luz de la vela.

– No, padre abad. Aún falta una hora para que las campanas toquen a laudes.

Las laudes marcaban la primera hora del día en la iglesia, cuando los hermanos de la abadía de Imleach se reunían para cantar los salmos de alabanza que daban paso a las oraciones del día.

Ségdae, abad y obispo de Imleach, y comarb, o sucesor de san Ailbe, se reclinó contra la almohada sin dejar de fruncir el gesto.

– ¿Qué inconveniencia os obliga a despertarme antes de la hora acostumbrada? -exigió con petulancia.

El hermano Madagan inclinó la cabeza ante el grave tono increpante del abad.

– Padre abad, ¿recordáis qué día es hoy?

Ségdae se quedó mirando al hermano Madagan, al tiempo que la expresión ceñuda se tornaba en gesto de perplejidad.

– ¿Qué clase de pregunta es ésta, por la cual me despertáis? Es el día del fundador de nuestra abadía, el Santísimo Ailbe.

– Perdonadme, padre abad. Pero, como sabéis, este día, después de las laudes, llevamos las Santas Reliquias del Santísimo Ailbe de la capilla a los jardines de la abadía, donde se halla su sepulcro y donde vos las bendecís, y damos las gracias por la obra y vida que Ailbe dedicó a convertir a la Fe este rincón de la tierra.

El abad Ségdae estaba cada vez más impaciente.

– Id al grano, hermano Madagan, ¿o acaso me habéis despertado para contarme cosas que ya sé?

– Bona cum venia, con vuestro permiso, os lo explicaré.

– ¡Hacedlo ya! -instó el abad con irritación-. Y más os vale que tengáis una buena explicación.

– Como administrador de la abadía que soy, estaba haciendo la ronda de vigilancia. Hace un rato he pasado por la capilla -explicó, e hizo una pausa para crear un efecto dramático-. Padre abad, ¡el relicario del Santísimo Ailbe ha desaparecido del lugar donde estaba guardado!

El abad Ségdae se despejó de golpe y se levantó de la cama de un salto.

– ¿Que ha desaparecido? ¿Qué estáis diciendo?

– El relicario ha desaparecido. Se ha desvanecido.

– Pero si estaba allí cuando nos reunimos en vísperas. Todos lo vimos.

– Así es, pero ya no está.

– ¿Habéis llamado al hermano Mochta?

El hermano Madagan arrugó la frente como si no hubiera entendido la pregunta.

– ¿El hermano Mochta?

– Como conservador de las Santas Reliquias del Santísimo Ailbe, es al primero a quien debierais haber llamado -señaló Ségdae, irritándose otra vez-. Id… no, aguardad. Iré con vos.

Se dio la vuelta para deslizar los pies en las sandalias y descolgó el hábito de lana para vestirse.

– Tomad la vela y precededme hasta la celda del hermano Mochta -ordenó.

El hermano Madagan tomó el cirio de sebo y salió al corredor, seguido de cerca por la desasosegada figura del abad.

Fuera se había levantado viento; un viento que ululaba y murmuraba en derredor de la colina donde se alzaba la abadía. El aire frío penetraba en sus lóbregos pasillos. El abad Ségdae notaba la lluvia que aquél traería. La experiencia había proporcionado al abad una intuición que le permitía saber con certeza que aquel viento procedía del sur y desplazaría las nubes que la noche anterior se extendían tras las montañas Ballyhoura. El abad lo sabía gracias a una larga experiencia.

– ¿Qué habrá sido de las Santas Reliquias? -oyó decir al hermano Madagan, interrumpiendo así sus pensamientos como un gemido de desesperación, mientras avanzaban con premura por los corredores-. ¿Es posible que haya entrado algún ladrón a la abadía y las haya robado?

– Quod avertat Deus! -entonó el abad Ségdae, haciendo una genuflexión-. Esperemos que lo acaecido sólo se deba a que el hermano Mochta haya llegado del extranjero y haya decidido retirar las Reliquias con la intención de prepararlas para el oficio.

Pese a sus palabras, el abad sabía que la esperanza era débil, ya que todos conocían el orden de la ceremonia en conmemoración del Santísimo Ailbe. Concluidas las laudes, las Reliquias eran sacadas de la capilla en manos del Conservador de las Santas Reliquias. A continuación, la comunidad las acompañaba en procesión hasta el pozo sagrado, situado en los jardines de la abadía y del cual el abad extraía agua fresca para bendecir las reliquias del mismo modo que Ailbe bendijera la nueva abadía cien años atrás. A continuación se trasladaban el relicario y un cáliz con el agua bendita a la cruz de piedra que señalaba la tumba del fundador de la abadía, y allí se celebraba la ceremonia de conmemoración. A sabiendas de este ritual, ¿por qué el Conservador de las Santas Reliquias iba a retirarlas de la capilla a una hora tan intempestiva?

El abad y el inquieto administrador llegaron ante una puerta. Cuando éste se dispuso a llamar, el abad Ségdae, con un suspiro de impaciencia, lo empujó a un lado y abrió la puerta.

– ¡Hermano Mochta! -llamó al entrar en la celda del monje.

Entonces se detuvo, abriendo los ojos como platos. Enmudeció unos instantes, mientras el hermano Madagan intentaba asomarse en vano para averiguar qué había visto el abad. Sin moverse, éste le ordenó en un tono bajo y extraño:

– Sostened la vela más alto, hermano Madagan.

El administrador, que era un hombre alto, obedeció elevando el cirio sobre el hombro del abad.

La luz titilante iluminó una celda minúscula. Estaba patas arriba. Había prendas de ropa tiradas, y habían esparcido la paja del jergón que cubría el catre de madera. En el suelo, el cabo de una vela apagada yacía en medio de un charco de su propio sebo, a poca distancia del candelero de madera que la sostenía. Aquí y allá había enseres de arreglo personal desperdigados.

– ¿Qué significa esto, padre abad? -susurró el hermano Madagan, asustado.

El abad Ségdae no le contestó. Entrecerró los ojos para fijarse mejor en el jergón, pues había reparado en una mancha que le resultó extraña. Se volvió para coger la vela que el hermano Madagan tenía en la mano y se acercó; luego se inclinó para examinar de cerca la mácula. Extendió un dedo para tocarla. Todavía estaba húmeda. Retiró el dedo y se lo miró con detenimiento a la luz de la llama.