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La plaza está ahora llena de gente. Es un gran acontecimiento.

Escucha, Artha, todo ha sido tan sólo un malentendido. Creía que tú me deseabas, y estaba actuando en el contexto de las costumbres de mi sociedad, ¿puedes entenderlo? El sexo no es una cosa complicada entre nosotros. Es como intercambiar sonrisas. Un ligero toque de las manos. Cuándo dos personas están juntas y existe una atracción, hacen el amor, ¿por qué no? Realmente, yo tan sólo quería proporcionarte algo de placer. Nos estábamos comprendiendo tan bien. Realmente.

El sonido de tambores. Los atrozmente chillones gañidos de los desentonados instrumentos de viento. La danza orgiástica está empezando. ¡Dios bendiga, quiero vivir! Aparecen sacerdotes y sacerdotisas con sus máscaras de pesadilla. No hay la menor duda, la rutina acostumbrada. Y yo soy el plato fuerte esta noche.

Pasa una hora, y otra, y la escena en la plaza es cada vez más frenética, pero nadie viene a buscarle. ¿Se habrá equivocado de nuevo? ¿Le concierne el ritual de esta noche tan poco como el de la noche anterior?

Un ruido en su puerta. Oye girar la cerradura. La puerta se abre. Los sacerdotes vienen a por él. Así pues, el fin está cerca. Se anima a sí mismo, deseándose un fin indoloro. Morir por razones metafóricas, convertirse en un lazo místico entre la comuna y la monurb… le suena como algo improbable e irreal. Pero no puede dejar de creer un poco en ello. Artha entra en la celda.

Cierra apresuradamente la puerta y apoya la espalda contra ella. Lo único que ilumina la estancia es la vacilante luz de las llamas entrando a través de la ventana; puede ver su rostro tenso y decidido, su cuerpo rígido. Esta vez lleva un arma. No quiere dejarle ninguna oportunidad.

—¡Artha! Yo…

—Quieto. Si quiere seguir viviendo, baje la voz.

—¿Qué está ocurriendo fuera?

—Preparan al dios de las cosechas.

—¿Para mí?

—Para usted.

—Les ha dicho que he intentado… violarla, supongo. Y éste es mi castigo. Muy bien. Muy bien. No es justo, pero, ¿qué otra cosa puedo esperar?

—No les he dicho nada —murmura ella—. Ha sido su decisión. La han tomado al ponerse el sol. No ha tenido nada que ver conmigo.

Parece sincera. Se sorprende.

Ella continúa:

—Van a conducirle hasta el dios a medianoche. Ahora están rogando para que le reciba. Es una larga plegaria —pasa cuidadosamente a su lado, como temiendo que se eche de nuevo sobre ella, y mira a través de la ventana. Asiente ensimismada con la cabeza. Se gira—. Muy bien. Nadie se dará cuenta. Venga conmigo, y no haga el menor ruido. Si soy descubierta con usted, tendré que matarle y decir que estaba intentando escapar. De otro modo me matarán a mí también. Vamos. Vamos.

—¿Donde?

¿Vamos! —una orden susurrada con rabiosa impaciencia.

Le guía fuera de la celda. Maravillado, la sigue a través de un laberinto de pasillos, a través de húmedas salas subterráneas, a través de túneles apenas más amplios que su propio cuerpo, y finalmente emergen en la parte trasera del edificio. Se estremece: el aire nocturno es frío. La música y los cantos llegan apagadamente hasta ellos desde la plaza. Artha le hace un gesto, se asoma entre dos casas, mira en todas direcciones, hace un nuevo gesto. Corre tras ella. Tras varias de estas nerviosas etapas llegan al otro extremo de la comuna. Mira hacia atrás; desde aquí puede ver el fuego, el ídolo, las minúsculas figuras danzando, como imágenes en una pantalla. Ante él están los campos. Sobre él el plateado creciente de la luna, el parpadeante brillo de las estrellas. Un repentino ruido. Artha le empuja y le derriba al suelo, bajo un grupo de arbustos. El cuerpo de ella se aprieta contra el suyo. Michael no se atreve a moverse o hablar. Alguien se mueve cerca: un centinela quizá. Amplias espaldas, grueso cuello. Luego se aleja. Artha, temblando, le sujeta por las muñecas, manteniéndole echado en el suelo. Finalmente se levanta. Asiente. Diciéndole en silencio que el camino está libre. Se deslizan en los campos entre las gemadas hileras de altas plantas llenas de hojas. Durante quizá diez minutos avanzan así, alejándose del poblado, hasta que su desentrenado cuerpo le obliga a jadear. Cuando se detienen, la hoguera es solo un resplandor en el distante horizonte, y los cantos quedan ahogados por el chirrido de los insectos.

—Desde aquí deberá proseguir por sí mismo —dice ella—. Debo regresar. Si alguien nota mi ausencia sospecharán de mí.

—¿Por qué ha hecho esto?

—Porque he sido injusta con usted —dice ella, y por primera vez desde que ha venido aquella tarde esboza una sonrisa. Una sonrisa fantasmal, rápida y furtiva, un mero espectro de la cordialidad de aquella tarde—. Usted se ha sentido atraído hacia mí. No tenía modo de conocer nuestras actitudes acerca de estas cosas. He sido cruel. He sido odiosa… y usted tan sólo quería demostrar amor. Lo siento, Statler. Así he intentado reparar mi falta. Váyase.

—Si pudiera expresarle lo agradecido que…

Su mano toca ligeramente el brazo de ella. La siente estremecerse —¿deseo, disgusto?—, y en un repentino loco impulso la atrae hacia sí y la abraza. Ella se muestra tensa al principio, luego se relaja. Sus labios se unen. Acaricia su desnuda y musculada espalda. Ella se aprieta contra él. Tiene una rápida y salvaje visión de lo que podría haber ocurrido aquella tarde: Artha yaciendo de buen grado en la suave tierra, aquí, atrayéndole sobre ella y dentro de ella, la unión de sus cuerpos creando aquel metafórico lazo entre monurb y comuna que los viejos quieren forjar con su sangre. Pero no. Es una visión irrealista, aunque artísticamente satisfactoria. No copularán bajo la luz de la luna. Artha vive bajo su código. Obviamente los mismos pensamientos han pasado también por la mente de ella en estos escasos segundos, y ha considerado y rechazado las posibilidades de una adiós apasionado, pero ahora se aparta de él, rompiendo el contacto momentos antes de que él se dé cuenta de su parcial rendición. Sus ojos brillan en la oscuridad. Su sonrisa es forzada y ausente.

—Váyase ahora —susurra. Girándose. Corriendo una docena de pasos en dirección a la comuna. Girándose de nuevo, gesticulando con la palma de sus manos, intentando forzarle a moverse—. Váyase. Váyase. ¿A qué está esperando? Corriendo apresuradamente a través de la noche iluminada por la luna. Tambaleándose, tropezando, saltando. Ni siquiera se preocupa de ocultarse entre las hileras de altas plantas; en su precipitación, troncha los jóvenes tallos, los aplasta, dejando tras él un rastro de destrucción a través del cual podrá ser fácilmente perseguido. Sabe que debe salir del territorio de la comuna antes del alba. Cuando despeguen las fumigadoras podrán localizarle fácilmente y traerle de vuelta para entregarle al perverso Moloch. Posiblemente hayan enviado ya a las fumigadoras para cazarle en la noche, tan pronto se hayan dado cuenta de que había escapado. ¿Pueden esos amarillos ojos ver en la oscuridad? Hace un alto y escucha, esperando oír el horrísono rugido, pero todo está en calma. Y las máquinas agrícolas… ¿están ya en camino tras sus huellas? Debe apresurarse. Presumiblemente, si consigue salir de los dominios de la comuna, estará a salvo de los adoradores del dios de las cosechas.

¿Pero dónde ir?

Ahora sólo existe un destino concebible. Mirando hacia el horizonte, ve las imponentes columnas de las monurbs de Chipitts, ocho o diez de ellas visibles desde allí como brillantes faros, miles de ventanas llameantes. No puede distinguir individualmente las ventanas, pero es consciente de las constantes variaciones y oscilaciones de los esquemas de la luz cuando algunas de éstas se encienden o apagan. Están allí en plena velada. Conciertos, torneos somáticos, duelos de luces, todas las diversiones nocturnas en pleno apogeo. Stacion en su casa, preocupada, inquietándose por él. ¿Cuánto tiempo hace que está fuera? ¿Dos días, tres? Todo es confuso. Los niños llorando. Micaela alterada, probablemente discutiendo agriamente con Jasón para liberar su tensión. Y él está aquí, a muchos kilómetros de distancia, recién evadido de un mundo de ídolos y ritos, de danzas paganas, de frígidas y estériles mujeres. Con barro en sus pies, rastrojos entre sus cabellos. Debe tener un aspecto horrible y oler peor aún. No puede lavarse. ¿Qué bacteria estará ahora desarrollándose en su carne? Tiene que volver. Sus músculos están tan desesperadamente agotados que ha superado ya el estadio de la mera fatiga. El hedor de la celda sigue clavado aún en su pituitaria. Su lengua está seca y estropajosa. Tiene la impresión de que su piel se está cuarteando por la prolongada exposición al sol, a la luna, al aire.