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Jojem estaba satisfecho. Diríase que su flauta había llegado a ser una parte de sí mismo. Las notas que daba al aire parecía que saliesen de su propio pecho, y cada uno de sus sentimientos y el exacto reflejo de su tristeza se ponía de manifiesto en los sonidos de la flauta que se dejaba sentir cada noche.

*

Desde entonces, el niño iba todas las noches al establo para oír a Jojem. Nunca se le hubiera ocurrido pedirle que tocase durante el día. En su imaginación el ruido del día aparecía como incompatible con las melodías suaves y tristes. Al obscurecer, el niño entraba ya en un estado de febril impaciencia. El té y la cena no eran para él más que el anuncio del deseado momento, y la madre, a quien no gustaban mucho los consabidos entretenimientos musicales, no podía privarle de que fuera a oír a Jojem y pasase las horas muertas a su lado.

Estas horas eran las más agradables para el ciego, y con verdaderos celos notaba su madre que las impresiones que por la noche recibía su hijo, le dominaban todavía al día siguiente, de modo que sus caricias resultaban molestas para él, y si estaba sentado en su regazo y le daba besos, se acordaba, según podía leerse en su rostro, de la canción de Jojem del día anterior.

Entonces la madre se acordó de que años atrás, cuando iba al colegio de la señora Radetki en Kiev, entre otras artes de adorno, había aprendido la música. Ciertamente ese recuerdo no sería de los más agradables, porque le traía a la memoria la imagen de la maestra, una vieja solterona, la señorita Klaps, muy seca, muy prosaica y sobre todo muy rigurosa. Aquella señorita malhumorada, que con tanto arte enseñaba a sus discípulas a mover los dedos, sabía matar en ellas de modo magistral el despertar de todo sentimiento musical. Sentimiento de tal naturaleza, delicado y tímido, no podía soportar la presencia de la señorita Klaps y mucho menos resistir su arte pedagógico. Por esto Ana Mijáilovna al salir del colegio no pensó volver a dedicarse a ejercicios musicales. Pero ahora, al escuchar la rústica flauta, sintió que, mezclada con los celos que ella tenía, entraba en su espíritu la sensación de la melodía viviente, quedando en segundo lugar la imagen de la maestra alemana. El resultado de semejante proceso fue que la señora Popelski pidió a su marido que mandara buscar un piano a la ciudad.

—Bien, como quieras —respondió su marido—. Pero antes no parecías hacer gran caso a la música.

El mismo día enviaron una carta a la ciudad; pero hasta que el instrumento fue comprado y llegó, pasaron dos o tres semanas todavía.

Al cabo de tres semanas llegó el deseado piano. Piotr estaba en el patio escuchando con gran atención el ruido que hacían los obreros al conducir hacia la sala la caja de música extraña.

Según parecía, el piano era bastante pesado, porque el entarimado crujió y los trabajadores respiraron pesadamente. Luego lo llevaron con pasos acompasados al lugar en que debía instalarse, y a cada paso que daban hacían resonar algo sobre sus cabezas. Cuando la caja de música singular quedó instalada en la sala volvió a resonar en tono vacío como si amenazase a alguien, muy enfadada.

Todo esto produjo a Piotr una impresión semejante al miedo y no le inspiró grandes simpatías a favor del pobre e inanimado huésped. Se fue al jardín y no oyó los últimos pormenores de la instalación del instrumento, ni el afinador venido de la ciudad, que lo afinó y repasó. Sólo cuando hubieron concluido por completo su tarea los operarios, su madre le llamó a la sala.

Ana Mijáilovna estaba convencida de su triunfo. Con los ojos brillantes de alegría miró a su hijo, que entraba temeroso en la sala acompañado del tío Max, a quien seguía Jojem, que había pedido permiso para oír la nueva música y que se quedó al lado de la puerta con los ojos bajos. Cuando el tío Max y el niño se hubieron sentado, la madre empezó a tocar.

Tocó una pieza que en el colegio Nadetzki había aprendido a la perfección, dirigida por la señorita Klaps. Se trataba de una pieza no muy ruidosa, pero dificilísima, que exigía gran ligereza y flexibilidad de dedos. En un concierto público obtuvo Ana Mijáilovna con su ejecución grandes alabanzas, que se hicieron extensivas a su profesora.

Claro es que no era artículo de fe, pero muchos creían que precisamente en aquel cuarto de hora fue cuando el señor Popelski se enamoró de Ana. Ahora tocaba Ana la misma pieza con la esperanza de otra victoria: quería ganar el corazón entero de su hijo, seducido por la sencilla flauta de un pastor.

Pero esta vez su esperanza la engañó. Cierto que el piano vienés era magnífico, pero la flauta de la pequeña Rusia tenía un poderoso aliado: su patria, la naturaleza de donde había surgido.

Antes de que Jojem la cortase y agujerease, la rama se había balanceado sobre las aguas del río; el sol del país la había calentado, ese mismo sol que con sus rayos acariciaba al niño; el viento de aquella tierra la había movido dulcemente antes de que la atenta mirada del humilde peón se hubiese fijado en ella... Y finalmente, faltaba también a la señora de la casa el sentimiento musical del mozo.

Es verdad que sus dedos delicados eran ligeros y más flexibles que los de Jojem, y la melodía que tocaba más difícil y más rica, y que a la señorita Klaps le había costado no pocas horas y esfuerzos enseñarle a tocar el complicado instrumento. En cambio, Jojem poseía ya naturalmente un sentimiento musical; estaba enamorado y triste, y con su amor y su tristeza se dirigía a la naturaleza de su tierra. Su maestra fue la naturaleza misma; el rumor del bosque y el balanceo más ligero aún de la hierba de las estepas y la vieja melancólica canción del país en que había vivido desde la cuna.

Apenas hubieron pasado algunos momentos, el tío Max dio un fuerte golpe con sus muletas como para llamar la atención. Cuando se volvió Ana Mijáilovna, vio la cara de Piotr invadida por intensa palidez.

Jojem, que contemplaba compasivamente al muchacho, dirigió una mirada despectiva a la música alemana y se fue, haciendo gran estrépito con los tacones claveteados de sus zapatos.

Sí; el rústico Jojem poseía un caudal de verdadero e intenso afecto. Pero ¿y ella? ¿Acaso no poseía ni una chispa de pasión? Su pecho se agitaba, su corazón latía fuertemente y las lágrimas pugnaban por salir a sus ojos. ¿No era esto el poderoso sentimiento del amor hacia su desgraciado hijo, que huía de ella para ir con Jojem y al cual no podía ofrecer la misma satisfacción que el mozo le proporcionaba?

No podía borrar de su retina la expresión de pena que había aparecido en la cara del niño mientras ella tocaba el piano, y con gran dificultad pudo ahogar un sollozo desconsolador.

Pese a todas las dificultades, aumentó cada día la confianza en sus fuerzas, y durante las noches, mientras el niño jugaba lejos de ella o se iba a pasear, Ana se sentaba al piano. No pudieron satisfacerla los primeros ensayos; las manos no seguían su impulso interior, y las notas que arrancaban no eran las que ella quería. Pero poco a poco fueron tomando formas más conocidas; las lecciones del rústico peón no habían sido inútiles, y así el amor maternal y la comprensión de lo que con tanta fuerza había aprisionado el espíritu del niño, le daban la posibilidad de aprovechar debidamente estas lecciones. En la sala del piano no resonaban ya piezas aparatosas de salón, sino suaves melodías; los tristes sueños rusos temblaban y lloraban en la obscura sala reflejando el corazón de la madre.