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Sir Graybow le pasó un brazo por encima de los hombros.

—Si podéis continuar un poco más, os prepararé un té caliente.

Jo alzó la mirada hacia el rostro de Graybow. Su faz era amable, pero lucía las huellas del exceso de preocupación que la autoridad de su cargo requería.

Como alcaide del castillo de Penhaligon, tenía el deber de proteger el castillo.

—No os gusta intervenir en los asuntos estatales de Penhaligon, ¿verdad? –inquirió Jo con suavidad.

—¿Por qué me preguntáis eso? –replicó el anciano, con muestras evidentes de estupefacción.

Jo movió negativamente la cabeza y, esbozando una leve sonrisa, lo volvió a agarrar por el brazo.

—Últimamente, me he visto implicada en… asuntos que no entiendo, y que me recuerdan a aquellas… confabulaciones de los nobles contra Flinn. Los gobernantes tienen ambiciones que no siempre coinciden con las necesidades de la gente.

—¿De veras? –respondió sir Graybow, sonriendo maliciosamente–. Me impresionáis «escudero» Menhir. ¿Necesitáis, tal vez, algún tipo de consejo o ayuda en lo concerniente a esos asuntos?

—Tal vez, suponiendo que tengáis experiencia en estas materias.

—La palabra «experiencia» tiene connotaciones que se pueden interpretar según la situación. –Se detuvo y escrutó el abatido rostro de la joven–. Si quisierais contarme alguno de vuestros… problemas, intentaría ayudaros. Decidme lo que os preocupa.

Tras considerar el ofrecimiento, Jo hizo un gesto de conformidad.

Por un momento el pasillo por donde caminaban le recordó la Galería de los Caídos: oscuro, silencioso y tranquilo.

Antes de que pudiese comenzar a hablar, llegaron a la puerta del estudio. Sir Graybow sacó una gran llave de su cinturón, con la que abrió la puerta. Johauna se alegró de tener alguien con quien desahogar sus preocupaciones.

La habitación seguía siendo oscura y confortable, tal como la recordaba.

—¿Qué infusión os apetece?

Se encogió de hombros.

—¿Qué tenéis?

—Echemos un vistazo –contestó él y, avanzando hacia una de las vitrinas que había cerca de la chimenea, abrió el mueble.

»Tenemos una fina mezcla hecha en los bosques de Achelos, cerca de los Cinco Condados. Y un excepcional té de los emiratos de Ylaruam, muy recomendable para combatir el frío.

Asintió y se sentó a la mesa que había en medio de la habitación.

Sobre ella descansaba un libro, abierto por la portada, pero no acertó a descifrar su extraña escritura. Mantenía a Paz apretada contra su cuerpo, como si no quisiese quedar desprotegida ante el abatón.

—¿Os apetece una infusión del conde de Greymington?

Jo levantó la vista del libro y asintió.

—Me encantaría.

Sir Graybow cogió un tarro de la alacena y cerró la puerta. Puso la tetera al fuego y dejó el tarro al lado de dos tazas que aguardaban el líquido.

—Tardará algo –murmuró, sentándose frente a la muchacha.

—¿Os encontráis bien? –inquirió ella, preocupada.

—¿Por qué lo preguntáis?

—Parecéis mucho más… delgado.

Graybow sonrió y miró hacia el techo.

—Hay un momento en la vida de cada hombre en que debe empezar a cuidarse un poco más, es decir: más acción y menos inactividad.

—Y menos bizcochos con el té –lo interrumpió ella con una risita.

El anciano sonrió cariñosamente e, inclinándose, dijo con aire conspirador:

—Ya veo que conocéis mi secreto.

—¿Son agotadoras las labores en el castillo? –preguntó Jo con seriedad.

Sir Graybow apretó los labios y apartó la mirada.

—Ya veo que conocéis mi secreto; pero no estamos aquí para hablar de los problemas del alcaide, sino para ayudar a Johauna Menhir.

—¿No os referís a la escudero Menhir?

El anciano negó con la cabeza.

—No, me refiero a vos.

Jo asintió agradecida por la muestra de cariño de Graybow. No se sentía merecedora de afecto alguno, pues lo más parecido que había recibido en su vida había sido algunas miradas lascivas en Specularum. Separó el hule de la empuñadura de malla de acero de Paz, y pasó los dedos sobre las piedras de abelaat. Cambió de posición en la silla, intranquila ante el pensamiento del efecto que podía tener en su cuerpo el veneno de los abelaat.

—¿Qué sucede? –quiso saber sir Graybow.

—¿Os acordáis de que me atacó un abelaat cuando estaba con Flinn? –replicó Jo. Graybow asintió–. Es cierto, tengo su veneno en mi sangre, y Flinn extrajo estas tres piedras del lugar donde me mordió en el hombro.

Sir Graybow se levantó de su silla.

—¿De ahí provienen esas piedras? ¡Por todos los Inmortales, Jo!

¡No tenía ni idea! ¿Estáis enferma? ¿Llamo al curandero?

Jo sonrió y posó el brazo sobre el hombro de Graybow para volver a sentarlo en su silla.

—No, de veras, estoy bien. No creo que sea veneno.

—¿Una infección, tal vez? –sugirió Graybow.

—Karleah me dijo que la… infección me protegería de los abelaat, aunque no sé de qué manera. Creo que se refería a que sería difícil detectarme por medio de la brujería.

—¿Karleah murió intentando anular el efecto de la brujería? –inquirió sir Graybow.

—En efecto. Tenía una piedra del último auténtico abelaat de Mystara. Karleah pensaba que la piedra la protegería, pero algo no funcionó.

—¿Qué relación tiene eso con lo que ibais a decirme?

—Me dieron esta espada –comenzó, levantando a Paz–. Eran los mismos que forjaron a Vencedrag.

—Yo pensaba que había sido el maestro armero del castillo– interrumpió Graybow.

—Tal vez completó el trabajo… –repuso ella, esbozando una sonrisa cortés–. En esa historia hay más de lo que la gente cree.

Sir Graybow asintió.

—Entonces, ¿cuál es vuestro principal propósito? –la interrogó el anciano.

—Mi misión es matar a Teryl Uro y cerrar las puertas que comunican el mundo de los abelaat con Mystara. Todo es una cuestión de fe.

Sir Graybow parecía confundido.

—¿Todo el qué…? –preguntó.

Jo agitó a Paz y señaló su armadura de origen elfo.

—La espada, la armadura; lo que me ha pasado desde que salí de Armstead. He conocido gentes extrañas y fascinantes que tienen un poder y una sabiduría que yo nunca podré alcanzar. ¿Hasta qué punto me puedo fiar de mi percepción de estos acontecimientos, y cuánta credibilidad puedo conceder a todos aquellos que me introdujeron por este camino?

—¿Queréis saber si, por haberos sido concedida la espada, sois una pieza más de un juego? –inquirió sir Graybow, intentando poner un poco de lógica en su confusión.

Jo sonrió.

—Eso es exactamente lo que quiero saber.

Sir Graybow asintió y se dirigió hacia la tetera de cobre. Se puso un grueso guante, con el que retiró la tetera del fuego para llenar las tazas de agua caliente. Colocó otra vez la tetera al fuego y se volvió para preparar el té.

Jo observaba al anciano con expectación. Por fin se desembarazó de Paz apoyándola contra la pared, y se estiró de brazos.

Sir Graybow volvió con el té. Jo cogió su taza y la depositó sobre la mesa.

—Esa pregunta, Jo… –comenzó él, y se interrumpió para dar un sorbo–. Ésa es la pregunta que se hacen los caballeros desde el origen de los tiempos.

Jo iba a alzar su taza, pero cambió de opinión y volvió a agarrar a Paz.

—Supongo que lo averiguaré muy pronto –murmuró.

Desde lo alto de las escaleras del ancestral templo de Penhaligon, Jo contemplaba a los cientos de personas que procedían de los pueblos y ciudades del reino. Con rostros llenos de inquietud y pánico, se congregaban en el patio principal; los que no cabían allí dentro permanecían del otro lado de la verja del Castillo de los Tres Soles.