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A pesar de su variedad étnica, todas las estatuas poseían algún tipo de arma o artilugio bélico que lucían en un pedestal, clavado en un trozo de madera u ostentosamente sostenido en el aire. Las armas más comunes, como espadas o arcos, eran fáciles de identificar, pero también había algunos artefactos asombrosamente extraños. Algunas estatuas de hombres y mujeres sostenían abacos de aritmética, plumas de escribir, herramientas de cirugía, instrumentos musicales y otros objetos que Jo no había visto en su vida.

Sin duda, aquella necrópolis era un monumento a los héroes de las leyendas, de todas las razas y regiones, que mostraban un rasgo en común: la nobleza de su expresión. Todo esto, junto al tamaño de las puertas y la imposible relación entre aquel interior infinito con el exterior limitado, era indicio de que aquel edificio había sido erigido por manos de Inmortales. En algún momento de su historia, aquellos héroes habían sido portadores de los poderes de los Inmortales.

—Inmortales, por supuesto –se oyó una risotada.

Jo giró sobre los talones y quiso echar mano de su espada, pero al momento recordó que estaba desarmada.

Ante ella había un hombretón enorme, cuya cota de malla apenas alcanzaba a contener los músculos de su pecho y brazos. Llevaba un amplio cinturón de metal ceñido alrededor de la cintura y unos guanteletes metálicos, probablemente confeccionados por el mismo herrero. En la mano derecha sostenía una maza gigante, y su pelo y barba tenían una tonalidad más rojiza que la propia vestimenta de Jo.

—Permíteme que me presente –dijo con un vozarrón que retumbó a lo largo del pasillo–. Mi nombre es Donar.

—Johauna Menhir –replicó Jo sin saber si inclinarse en señal de cortesía o permanecer erguida. Optó por lo segundo.

El hombretón dejó escapar una estruendosa carcajada ante la respuesta de la joven.

—Bienvenida a la Sala de los Héroes. ¿Qué te parece nuestra exhibición?

O bien ella había adivinado el nombre o bien él había leído sus pensamientos. Jo dirigió una nerviosa mirada hacia la estatua con el hacha. No se parecía al hombre que tenía ante sí. Volviéndose le dijo:

—Son magníficas.

—¿Verdad que sí? –exclamó Donar, rodeando a Jo para aproximarse a la estatua del guerrero con el hacha. Señaló hacia el arma.

—Éste es Vardmer, un hombre de una personalidad y fuerza singular. Cayó en la batalla de Rospielheim, alcanzado por una flecha envenenada de su amada –explicó.

—Me temo que no he oído hablar de él.

—Ni tendrías por qué.

Donar se cambió la maza a su mano izquierda y alargó la derecha hacia Jo. Ésta la tomó con precaución, preguntándose si el contacto con un Inmortal –suponiendo que aquel hombre fuese, en efecto, un Inmortal– podría perjudicarla. Su mano parecía diminuta al lado de la de Donar.

Caminaron juntos por el corredor con el mismo rumbo que llevaba Jo. Al contrario que el anciano de aspecto apesadumbrado de la tienda, Donar parecía alegre y vivaz; de vez en cuando miraba hacia algún nicho y esbozaba una sonrisa como si recordase viejos tiempos.

—Perdonadme, Donar –se disculpó Jo, separando su mano a la vez que se detenía–, hay alguna pregunta que debo haceros.

Donar pareció contrariado por la interrupción del paseo y en especial porque Jo le hubiese soltado la mano.

—De acuerdo –musitó–. Pregunta.

—¿Fuisteis vos quien me salvó de la muerte?

Una expresión de sorpresa se dibujó en el rostro del gigantón, a la cual siguió una tremenda carcajada que hizo sacudir de dolor los oídos de Jo.

—¡Claro que no! –vociferó.

—Entonces, ¿quién fue?

Donar se limpió una lágrima que la risa le había hecho brotar de los ojos, mientras dominaba poco a poco sus risotadas.

—¡Decídmelo! ¡Por favor! Me gustaría agradecérselo antes de marcharme.

Controlando finalmente su risa, Donar alargó de nuevo su mano hacia ella.

—Vamos a su encuentro.

Hizo un ademán hacia adelante, señalando una hilera de puertas de tamaño normal que no estaban allí momentos antes.

Una de las puertas se entreabrió como por voluntad propia, y la figura de un hombre de mediana edad se recortó en el vano. Al igual que un monje, tenía la cabeza rapada en la coronilla, pero el pelo largo por los lados y por detrás. Sus ropajes eran de un gris oscuro, y llevaba una larga cinta enroscada al cuello, cuyos extremos le pendían hasta las rodillas. Se mantuvo a poca distancia de Jo, la cual intentó adivinar qué había más allá, sin conseguirlo porque la puerta se mantenía a medio abrir. Sólo se veía su figura recortada contra la oscuridad.

—Por aquí, por favor –la instó con suavidad. Jo se volvió hacia Donar, que fruncía los labios en señal de preocupación.

—¿Pasa algo? –inquirió, preguntándose qué podía preocupar a semejante hombretón.

Donar sacudió negativamente la cabeza y se volvió hacia ella a la vez que forzaba una sonrisa.

—Nada en absoluto –respondió–. Vete con ese hombre –añadió.

—¿No venís vos?

—No, me temo que tengo otras tareas que cumplir. –El gigantón se detuvo y la contempló con unos ojos que, sin duda, habían presenciado muchas batallas–. Te sienta muy bien esa armadura.

Adiós, Johauna Menhir, y… buena suerte.

Sin más palabras, Donar se volvió y se alejó por el corredor. Unos momentos después, su silueta había sido engullida por la oscuridad.

—Por favor –insistió el hombre de la puerta–, por aquí.

Por un instante Jo se preguntó por qué Donar había considerado oportuno desearle suerte, pero se dejó conducir a través del corredor.

El hombre, que caminaba por delante, llevaba la cabeza respetuosamente inclinada y las manos cruzadas. Sólo se percibía el roce de sus botas contra el suelo.

La estancia era similar a la que Jo ya había visto, pero estaba envuelta por un aire de tristeza, y se respiraba una extraña melancolía.

Las estatuas mostraban héroes caídos en batallas u otras conflagraciones. Las armas y herramientas que llevaban estaban rotas o aplastadas, o incluso quemadas, como si se hubiese producido una explosión en su interior. Las espadas aparecían partidas en dos y los mangos de las hachas, astillados. Un arpa tenía rotas varias cuerdas y había un marco roto.

—¿Qué es este lugar? –preguntó con una voz que retumbaba en la estancia, forzando la expresión para no parecer irreverente.

El monje no respondió al principio, pero transcurrido algún tiempo lanzó un profundo suspiro y contestó:

—Es la Galería de los Caídos.

La palabra «caídos» trajo a la memoria de Jo la escena de la primera vez que había visto a Flinn, rodeado de chiquillos que le gritaban «¡Flinn el Caído! ¡Flinn el Bobo!»

Se preguntó si podría encontrarlo en la Sala de los Héroes, como la llamaba Donar, o en aquel lugar. Intentando usar un tono de voz más suave inquirió:

—¿Dónde está la estatua de Fain Flinn?

El monje, sin volverse, se detuvo y agachó la cabeza en un gesto que a Jo le pareció el preludio del llanto. El intenso silencio aumentó su malestar mientras esperaba una respuesta. No creía que Flinn fuese un fracasado, aunque tampoco pensaba que aquel lugar albergase a los fracasados, sino a aquellos héroes que habían sucumbido antes de alcanzar la gloria anhelada. Flinn había alcanzado la gloria, pero sólo después de la muerte.