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—Lo siento.

—¿Cómo? –preguntó Braddoc, inseguro de haber oído bien.

—Dije que lo lamento, que no tenía intención de hacerte daño.

—Oh, no tiene importancia –musitó el enano, mirando hacia el suelo. Lamentaba haber hecho sufrir a su amigo y consideró el hecho de dejar la historia, pero Flinn quería que se la contase, y los espíritus de sus antepasados le habían aconsejado que hiciese llegar a la mente de su amigo tantos recuerdos como le fuese posible, lo cual no era un consuelo para Braddoc.

Prosiguió con la historia intentando adornarla con un cierto tono de ligereza, pero las palabras sonaron poco sinceras.

—Al fin y al cabo tú eras Flinn el Poderoso. ¿Qué te importaba a ti, al héroe de tu tierra, la profecía de una vieja? Montando a Ariac, tu grifo, te dirigiste al claro donde os habíais enfrentado con anterioridad.

Según el que me contó esta historia, le asestaste a Verdilith un golpe mortal con Vencedrag que le cortó una de sus alas. Imposibilitado de volar, huyó presa del pánico. Pero Verdilith te había desgarrado con sus fauces antes de huir, y, al seguir el rastro que dejaba el dragón, te desangraste hasta perder la vida.

Braddoc continuaba con la mirada fija en la tierra, incapaz de contemplar el rostro de su amigo. Advirtió que, por primera vez, pensaba en Flinn el Inmortal como el amigo que lo había acompañado en vida. Le resultaba tan doloroso recordar la muerte de su compañero como lo había sido la visión de su cuerpo desgarrado. Recuperó la compostura y prosiguió:

—Falleciste aquel día, y quemamos tu cuerpo cuatro días más tarde en una ceremonia digna de un caballero… o, mejor, de el caballero de Penhaligon.

La luz era cada vez más escasa, y Braddoc escudriñó entre las hojas de los árboles para poder ver el cielo. Los rayos de sol que había creído percibir no eran más que una ilusión; las espesas nubes todavía cubrían el cielo.

La cazoleta de su pipa se había enfriado, pero no le quedaban ganas de volver a encenderla. Se encogió de hombros, descorazonado. La historia que acababa de contar le traía a la memoria una serie de cosas que por su edad quería dejar morir en simple leyenda. Había vivido demasiado para permitir que la muerte de sus amigos lo afectase tan profundamente.

—¿Qué te parece la historia? –le preguntó el enano, alzando por fin la cabeza.

Los brazos de Flinn seguían aprisionando sus rodillas, pero las lágrimas habían dejado de fluir. No contestó.

Braddoc apretó la mandíbula con la determinación de consolar a su amigo, aunque intentase desembarazarse de él. Al acercarse vio que Flinn estaba tan conmocionado que apenas respiraba; incluso había cesado el resplandor plateado de sus venas y el brillo dorado de su piel.

—Flinn… –murmuró Braddoc, acercando su callosa mano–. ¿Puedo hacer algo por…?

Braddoc retiró la mano y saltó hacia atrás. El cuerpo de Flinn estaba helado y su piel dura como la piedra sobre la que estaba sentado. Intentando tranquilizarse, volvió a tocar el hombro de Flinn.

Realmente se había transformado en piedra. Era una estatua sentada en el jardín de los halflings.

Sin saber qué hacer, Braddoc se dejó caer al suelo y apoyó la cabeza en las manos. Ignoraba si la transformación de Flinn era debido al denwail de los halflings, o era el final de la prueba.

Escuchó los apacibles sonidos del bosque, y descubrió que los recuerdos del pasado podían quemar más que el fuego de los enanos y ser más fríos que cualquier torrente de mercurio de los elfos. Se preguntó si debía levantarse y desaparecer de aquel lugar. Oyó el susurro de un riachuelo cercano y de las hojas agitadas por el viento.

No le gustaba admitirlo, pero se dio cuenta de que aquellos sonidos que simbolizaban los sutiles placeres del momento lo reconfortaban; en su memoria, siempre podría regresar a aquel lugar.

De repente le llegó un sonido diferente desde algún lugar del corazón del bosque. Dirigió la mirada hacia donde creía haber escuchado pasos que hacían crujir las ramitas y hojas secas del bosque. Finalmente sus ojos detectaron un movimiento en la oscuridad.

De la propia esencia de las profundidades del bosque surgió Flinn en persona, y se fue volviendo más corpóreo a medida que se aproximaba al claro. Braddoc se giró y comprobó aturdido que la estatua de Flinn continuaba en el mismo sitio.

Flinn alzó los brazos en un gesto de saludo al salir de la oscuridad del bosque. Su figura era más impresionante y sobrecogedora que antes.

—Esto es lo que ha sucedido aquí –dijo, y su voz resonó clara y fuerte en el silencio del bosque. Se acercó a su propia estatua y añadió–: Me he convertido en una leyenda, y éste es mi monumento.

Braddoc, por un momento, no supo cómo reaccionar. Tenía ganas de dar un salto y abrazarse a su amigo al tiempo que, sin salirse de su asombro, no dejaba de contemplar al hombre que se había levantado de entre los muertos para salvar el mundo.

—La inspiración de los halflings es la de los cuentos, amores y viajes relatados por los amigos para que se mantengan vivos de boca en boca –dijo Flinn–. Los placeres del momento y todos los momentos que vuelven con tales placeres.

Braddoc se pasó ambas manos por sus largos cabellos trenzados, y guardó silencio por un momento. Luego se llevó las manos a la cabeza y dejó que el llanto se apoderase de él por primera vez en más de cuatrocientos años.

18

Jo permanecía sentada en medio de las fuerzas abelaat en el centro de la arrasada aldea. Sabía que el tiempo apremiaba y que a cada momento más y más de aquellas criaturas entraban en el mundo a través del abatón. Sabía también que su desesperación había llegado a un punto cercano a la indiferencia. Los monstruos se movían a su alrededor, olisqueando el aire, y algunos casi llegaban a tocarla.

Acurrucada en el suelo no se inmutaba y mantenía la punta de Paz por encima de su cabeza, como si se tratase de un estandarte de plata rojiza. Las lágrimas que fluían por sus mejillas dejaban manchas oscuras en su tabardo azulado y humedecían la tierra entre sus pies.

A pesar del peligro inminente, sólo podía pensar en Flinn. Evocaba aquellos lugares en los que habían estado juntos, donde había exhibido la fuerza que le había devuelto el apelativo de Flinn el Poderoso, en vez de los vejatorios insultos de Flinn el Caído o Flinn el Bobo.

Jo recordó las historias que ella solía contar sobre su poderío.

Alguien le había dicho que poseía una gran habilidad para contar historias, como las que relatan los mayores cuando reúnen a los niños en torno al fuego y los hacen partícipes de sus sueños mientras saborean el humo de una pipa.

Ahora sólo habría sido capaz de narrar sus pesadillas.

Los cadáveres se extendían como una alfombra de muerte por los campos que rodeaban la aldea. Había luchado contra los abelaat sesgando la vida de cientos de ellos. Había continuado su lucha a solas incluso después de haber perecido el último de los habitantes del pueblo. Había luchado hasta perder la última gota de su energía. A pesar de la frenética actividad mortal de su espada, no había podido salvar la vida de sus amigos.

No sabía por qué razón los abelaat la evitaban instintivamente.

Tesseria o Hastur podrían habérselo dicho, pero ahora estaban muertos. El cuerpo del hechicero estaba ahora sepultado en algún lugar entre los habitantes del lugar. Tesseria estaba tendida junto a ella. El hermoso rostro de la joven miraba en dirección al cielo tras haber sucumbido ante el ataque de un abelaat. Jo alzó la mirada y cerró los ojos para que las lágrimas resbalasen por su rostro.

El abatón la esperaba en el noroeste, pero su deber hacia Penhaligon era dirigirse hacia el sur.