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Los abelaat rodeaban el pilar de luz emulando la distribución de los pétalos de una flor, con huecos entre las formaciones. No vio fuerzas patrullando la zona como hacían en la otra aldea.

Alzó a Paz y comenzó a descender la montaña, siguiendo el mismo camino que había recorrido en su anterior visita a Armstead. Se concentró para encontrar la ruta perfecta que le permitiese llegar hasta el abatón a través de las filas enemigas. Deseó tener a sus amigos junto a ella para enfrentarse al enemigo y, por un momento, se imaginó que estaban cerca. Pero no era cierto, así que apresuró la marcha.

El viento hacía ondear su tabardo con tanta fuerza que le azotaba la piel, y dejaba marcas en sus piernas y brazos. La tela que le cubría las hombreras la golpeó en la nariz, pero Jo esbozó una mueca de protesta y no aminoró la marcha. Con los ojos fijos en su objetivo –el brillo nacarado del abatón– hizo caso omiso del roce de sus botas al caminar y del aullido del viento en sus oídos.

El hedor de los abelaat infectaba el aire, que cambiaba constantemente de dirección. Jo tuvo que tragar saliva para no vomitar, a pesar de tener su estómago vacío. El recuerdo de la comida hizo que volviese a tragar saliva para librarse del sabor amargo de la bilis y los ácidos de su estómago en la garganta. Sólo al acercarse a la derruida Armstead, el olor de las cenizas camufló el hedor a especias.

Jo se detuvo. Los abelaat que la rodeaban permanecían estáticos en su silencioso halo de negrura, como estatuas talladas en la más negra de las piedras. Había creído que comenzarían a olisquear el aire pero se quedaron impasibles, tal vez porque el corte en su mano izquierda había curado casi por completo.

Se mordió el labio para detener la risa que la acometía. No podía creer que la niña que una vez había sido abandonada en las calles de Specularum hubiese llegado hasta donde estaba ahora. Se preguntó si no habría sido todo un plan de los Inmortales. Todo lo que era y toda la gente que había conocido la habían llevado hasta aquel punto, como si hubiese sido planeado de antemano. La talla exacta de sus botas y lo bien que se ajustaba el acero elfo de su armadura eran prueba evidente de que lo habían preparado todo para ella.

El viento cambiante la zarandeaba por la espalda y por los lados mientras caminaba sigilosa entre las filas de las negras criaturas que permanecían inmóviles. A pesar del viento, que parecía empujarla hacia el abatón, mantuvo un paso constante. Comprobó que había caminado una distancia similar a la del patio del Castillo de los Tres Soles, pero la columna aún estaba distante.

Tuvo la sensación de que algo oscuro se movía dentro de la columna de luz. Contuvo la respiración, con la esperanza de ver a Dayin, pero el muchacho no apareció. Aunque estuviese allí, no tomaba voluntariamente parte en la conspiración de Teryl Uro. Había sido un amigo, y Jo confiaba en que el hermoso joven la recibiese como tal.

Al acercarse al pilar sintió más frío, y se preguntó si Karleah habría tenido la misma desagradable sensación cuando se había sentado enfrente del abatón con la última piedra de abelaat en su mano. El abatón también emitía calor, un ansia de poder del otro mundo. Jo se dijo que tal vez la anciana había rezado a algún dios en sus últimos momentos.

—Diulanna, Patrona de la Voluntad –comenzó lentamente, buscando las palabras adecuadas–, sólo os pido que me deis la fuerza y el valor necesarios. –Jo pensó en su plegaria y añadió–: Es todo lo que necesito.

Sin pensarlo más, se introdujo en el poder del abatón.

Se encontraba dentro de la columna de luz ante un hermoso joven de tez pálida que le recordaba a alguien. Estaba suspendido en el aire, durmiendo, con los brazos a los costados y las palmas de las manos hacia afuera; la pierna derecha estaba cruzada sobre la izquierda, doblada a la altura de la rodilla. No podía alcanzarlo para despertarlo.

Era increíblemente hermoso.

El chorro de luz, que se proyectaba hacia un lugar desconocido, perdido en la distancia, la inundaba como si estuviese en una catarata.

Sintió una poderosa presencia cerca de sí, la misma presencia que dirigía la catarata de luz, y que impedía al joven despertarse.

Jo quería despertarlo, sacarlo de su sueño. Recurriendo a toda su voluntad, avanzó lentamente, luchando contra el gran poder de la luz, contra la fuerza de aquella presencia.

De repente, dejó de sentir su cuerpo, y alzó una mano totalmente entumecida.

Los ojos del joven se abrieron de repente, y Jo clavó la mirada en su profundidad pálida, tan brillante, fría y hermosa como la luz que los envolvía. En sus ojos sólo se percibía aquella luz, y la joven temió que estuviera muerto. Notaba el poder del muchacho y de la presencia que los inundaba con su luz.

El joven abrió la boca para hablar, pero la presencia se lo impedía. Asustada, Jo retiró la mano y se replegó en sí misma. Un nombre apareció en su memoria.

—Dayin.

Aquella palabra era la llave que abría la puerta.

19

Braddoc estaba sentado en un rocoso despeñadero contemplando el abismo que se extendía hasta donde le alcanzaba la vista. El cielo encapotado, que parecía oscurecerse a cada momento que pasaba, seguía cortando el paso a la luz del sol. Desde aquella posición elevada habían divisado ejércitos que, provistos de distintos estandartes, se ponían en marcha, aldeanos que huían desesperados, corceles de mensajeros cabalgando raudos al galope. A pesar de aquel espectáculo, aguardaban la siguiente fuente de inspiración.

Flinn, quien llevaba un buen rato cruzado de brazos sin decir palabra, daba la espalda a su amigo. Aunque había perdido el sentido del paso del tiempo desde que había dejado las cuevas de Rupestre, el enano se estaba empezando a preocupar de que fuese demasiado tarde para llevar a cabo su misión.

—Flinn –lo llamó.

—¿Sí?

Braddoc no dijo nada por un momento, pensando en cómo formular su pregunta. Se decidió por decirle lo primero que le vino a la cabeza.

—¿Cuánto tenemos que esperar?

Flinn miró a su compañero por encima del hombro.

—¿Cómo?

—Creo que ya llevamos aquí algún tiempo –dijo Braddoc, poniéndose en pie y sacudiéndose las ramas que se le habían adherido a sus pantalones marrones. Le crujieron las rodillas y deseó no empezar a tener problemas, después de más de quinientos años de una salud de hierro–. ¿A qué estamos esperando?

—Eres demasiado impaciente, Braddoc –le contestó Flinn secamente, aunque con un cierto tono de sorna–. Soy yo el que tiene una misión que cumplir –le recordó, volviéndose hacia el enano.

Su amigo poseía ahora todas las cualidades del Flinn que había conocido –todas y ninguna–. Era joven, vital, poderoso, terrible… casi sagrado. Su cuerpo era de carne y hueso, pero estaba dotado de una fuerza sobrenatural. El fuego de sus ojos ardía con más intensidad que cualquier mirada que hubiese apreciado en rey o artista alguno.

—¡Y tienes suerte de que yo no tenga que hacer nada para llevar a cabo mi misión! –gritó el enano, señalándolo con un dedo acusador, presa de un irracional ataque de ira.

—¿Qué sucede Braddoc? ¿Por qué te comportas así?

—¡Porque…, porque no hay nada que pueda hacer para ayudarte!

Sólo me mantengo detrás de ti, siguiéndote de cerca como un perrito faldero tras su amo. –El enano daba vueltas, haciendo rechinar con rabia los dientes.

—No eres un perro, Braddoc –repuso Flinn, acercándosele. El enano se detuvo al instante–. Deberías avergonzarte por pensar eso.

Braddoc alzó la vista hacia su amigo, y encendió los restos de resina que quedaban en su pipa. Hacía tiempo que se le había acabado el tabaco de su jubón, pero no quería pedirle a Flinn que consiguiese más.