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—Lo lamento, Johauna Menhir –susurró el monje–. No conozco ese nombre.

—¿Qué quiere eso decir? –exclamó, desazonada por no haber visto la estatua de Flinn ni en la estancia ni en el corredor. No podía creer que Flinn no hubiese sido inmortalizado entre los grandes héroes del mundo, caídos o no.

—Quiere decir que no conozco ese nombre –respondió el hombre con tristeza al tiempo que alzaba la cabeza para proseguir caminando con un paso más lento.

Jo apretó los puños sin decir nada más. Al parecer, aquel hombre era sólo un guardián o un servidor, al contrario que Donar o el señor del juego que eran, sin duda, maestros. Al igual que otros vigilantes que había conocido en su vida, tanto los de las bibliotecas de Specularum como los que se dedicaban a limpiar de lapas los cascos de los barcos en los puertos, aquel hombre sabría muy poco, excepto en lo concerniente a sus obligaciones.

Después de pasar por delante de varios cientos de estatuas, Jo se sorprendió cuando el monje se detuvo ante lo que parecía una más de ellas. Su acompañante la invitó a ir por delante con un solemne ademán. Jo rodeó al hombre para examinar la estatua. De pronto las piernas le flaquearon, y a punto estuvo de desmoronarse.

Las dos mitades de Vencedrag, que refractaban el frío haz de luz que las iluminaba, flotaban en el aire.

—¿Qué significa esto? –gritó, sintiendo una repentina debilidad.

—Es el monumento a Vencedrag, rota en combate contra el enemigo para cuya destrucción fue creada –repuso el monje con voz pausada y reverente.

—¿Qué pretendéis hacer con ella?

—Mantenerla eternamente aquí, entre las otras armas de la Galería de los Caídos.

Jo se quedó mirando a Vencedrag, la espada que encarnaba el recuerdo de su amado, y la misma que había utilizado para hacer un fuego que la protegiera de un vulgar perro de la montaña. Recordó el dolor en su mano al cortarse agarrando el filo de la parte rota de la espada, aunque ahora sólo percibía la aspereza de sus cicatrices. Se dio cuenta de que desde que se había unido a Flinn sólo había sentido dolor, tanto en su carne como en su corazón.

El recuerdo de su amado le produjo tal debilidad que casi le provocó un desvanecimiento. Cerró los ojos para recuperarse, a sabiendas de que nada le devolvería a su amor, del mundo de los muertos; ni siquiera las piedras de abelaat podrían proporcionarle el ansiado reencuentro.

El monje se le acercó.

—Te ofrecemos la oportunidad de ser la guardiana de Vencedrag por toda la eternidad –susurró–. Te puedes quedar junto a ella para siempre, y recordar su grandeza.

Jo observó a Vencedrag; la plata de los elfos del filo de la espada se asentaba sobre el acero de los enanos. Flinn estaba muerto, pero su vida podía continuar. Jo sonrió con severidad para sus adentros.

Sabía que la vida no sería fácil y la búsqueda aún sería más agotadora a partir de ese momento. Pero estaba dispuesta a luchar, como habría hecho Flinn, y sabía por dónde empezar.

Volviéndose hacia el monje, le espetó:

—Rechazo vuestra oferta, señor. No me ocuparé de la custodia del recuerdo de los muertos para el resto de la eternidad.

El monje mostró una expresión de abatimiento.

—Si es ése tu deseo eres libre de pasearte por la Galería de los Caídos por todo el tiempo que quieras.

—¿Y después?

—Te devolveremos al mundo, como deseas.

Jo retrocedió y entonces descubrió una procesión de monjes que parecían haber surgido de la nada y que, al igual que su guía, tenían un aspecto triste y apesadumbrado.

—¿Fuisteis vosotros los que me salvasteis? –quiso saber la muchacha.

El monje asintió lentamente, y se alejó poco a poco del monumento a Vencedrag, seguido por los demás. Al contemplar la hoja, Jo se acordó de la armadura de elfo que la protegía bajo la túnica y la camisa de brocado.

—¡Esperad…!

De mala gana, los monjes se volvieron hacia ella.

—¿Por qué retenéis a Vencedrag en la Galería de los Caídos cuando todavía puede cumplir su cometido?

El monje se mostró sorprendido.

—Ya ha cumplido su cometido. El monstruo ha muerto –contestó.

Jo, exaltada, dio un paso adelante.

—No lo entendéis; su cometido es estar entera para ser una arma de héroes.

El monje la miró fijamente a los ojos, y la joven tembló ante la apatía y melancolía de su mirada.

—¿Qué estás sugiriendo? –inquirió.

—¡Volved a forjar la hoja! –contestó ella señalando a Vencedrag–. ¡Todavía tiene una misión que cumplir!

Los monjes se miraron entre sí sin alzar la cabeza. A Jo se le aceleró el corazón en espera de la respuesta, pues ignoraba si los monjes tendrían capacidad de forjar de nuevo la espada o autoridad para retirarla de su pedestal.

Finalmente el monje sacudió la cabeza.

—No sabes el precio que hay que pagar por ello.

Sin más palabras continuaron su marcha y desaparecieron en las sombras del corredor.

—¡Pagaré lo que sea! ¡Podríamos usar su metal para volver a forjarla! –gritó, poseída por la frustración–. ¡El mundo está en peligro y necesita otra espada de un héroe!

Sola en el corredor, se volvió hacia Vencedrag e intentó arrancarla de su pedestal, pero su mano no pudo traspasar el chorro de luz, que tenía la fuerza de una poderosa catarata. Retiró la mano y se pasó los dedos por el cabello.

—¿Por qué quieres que destruyamos la hoja para forjar otra? –le preguntó una voz que venía de atrás.

Jo se volvió. Ante sí había otro hombre vestido con el mismo atuendo que los monjes, pero con ropajes de piel oscura llenos de manchas. Llevaba unas enormes tenazas de hierro y un martillo muy desgastado; era de estatura considerable y dejaba entrever una poderosa musculatura. Lo acompañaban varios hombres y mujeres vestidos de la misma guisa.

—Los abelaat intentan destruir Mystara. Necesito algo con que detenerlos –repuso con suavidad.

—Las armas necesitan héroes. ¿Quién llevará esta arma? ¿Tú?

—Sí. Yo llevé a Vencedrag después de la muerte de Flinn. Fui yo quien finalmente mató a Verdilith, y, puesto que no conozco a otro héroe capaz de detener a los abelaat, yo me encargaré de ello.

El hombretón cruzó sus enormes brazos y aspiró con contundencia mientras con una mano se frotaba una mancha del rostro.

—¿Sabes de verdad el precio?

Sin previo aviso el hombre alargó el brazo y, agarrándola por el cuello de la camisa, la hizo avanzar. De repente desapareció el corredor y se encontró ante el agobiante calor de una fragua. Tenía dificultades para respirar debido al olor a carbón y a coque. Entornó los ojos para acostumbrar la vista al brillante resplandor del acero fundido. Al cabo de un rato, el perfil de una larga hoja apareció ante sus ojos; una hoja más corta y delgada que la de Vencedrag aunque igual de forma. Había dos crisoles repletos de metal fundido que borboteaba. «Acero de los enanos y plata de los elfos», dedujo. El hombretón, manchado de negro por el hollín, se ocupaba de los crisoles. Bajo sus pobladas cejas tiznadas por el humo, los ojos despedían un brillo rojizo.

—Ésta va a ser la hoja, Johauna Menhir –gritó el gigantón desde el otro lado de la fragua. Las chispas que llenaban el aire la hicieron pestañear. El hombre levantó una mano cerrada y, al abrirla, mostró las tres piedras de abelaat–. Estas piedras se incrustarán en la empuñadura, que ha quedado intacta.

El hombre se estiró para mostrarle la empuñadura de la gran espada, a la que sólo le faltaba la hoja; acto seguido la colocó al final del molde y pasó la mano por la empuñadura. Jo se sorprendió al comprobar que ahora las piedras estaban incrustadas en el mango, cubierto por una fina malla de acero. Parecía el trabajo de un artesano profesional.