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A pesar de estar hecha con los mismos materiales que Vencedrag, la espada pesaba menos que cualquier otra del mismo tamaño que hubiese sostenido entre los brazos. Era más corta y delgada que la otra, adecuada a la estatura y fuerza de Jo. Se podía manejar con una o ambas manos; era lo que había oído llamar «espada mixta». Deseaba que Braddoc reapareciese para acabar de perfeccionar su entrenamiento, aunque tenía pocas esperanzas de volver a ver a su viejo amigo.

Las llanuras de Cilmari estaban salpicadas de ondulantes colinas.

Su preparación como escudero le había proporcionado una resistencia y agilidad que le permitía hacerles frente. Cuando vivía en Specularum era rápida de piernas, pero era una rapidez nacida del miedo, y siempre la dejaba sin aliento.

A pesar de todo, los primeros diez kilómetros fueron difíciles y se vio obligada a detenerse para tomar un pequeño descanso. Echó una ojeada a las colinas, que eran demasiado escarpadas para ser cultivadas y carecían de vegetación para servir de pasto, por lo que no esperaba divisar a nadie hasta acercarse a unos quince kilómetros de Penhaligon.

No obstante, divisó un pequeño contingente de caballeros que provenían de la dirección del castillo y avanzaban a gran velocidad, a juzgar por la polvareda que levantaban los cascos de sus caballos.

Reconoció el escudo heráldico de Penhaligon. Algunos escuderos y otras gentes corrían detrás, intentando mantener el ritmo de sus amos.

Jo apretó los labios pensativa. El único motivo que podía encontrar para explicar la velocidad de aquellos caballeros era la necesidad de interceptar a algún enemigo, pero no había número suficiente para constituir una tropa eficiente. Además, no llevaban arqueros, ni infantería, ni mucha caballería.

Los caballeros y sus seguidores pronto desaparecieron por detrás de la colina, dejando un rastro de polvo en el aire. Jo se preguntó si los abelaat habrían reunido fuerzas suficientes para comenzar a asolar Mystara. Sintiendo una energía renovada, corrió ladera abajo para alcanzar el castillo antes del anochecer.

Penhaligon estaba envuelto en llamas.

Jo echó a correr alarmada, pero enseguida descubrió que las llamas no estaban consumiendo el castillo sino que lo iluminaba. O los magos no habían sido capaces de encender las lámparas mágicas del castillo, o bien el incendio de Armstead se había extendido.

Acercándose más, Jo divisó otros grupos de caballeros que salían a toda prisa del castillo, aunque en esta ocasión parecían dirigirse hacia el norte, aparentemente hacia Armstead. Aligeró su paso con la esperanza de que la baronesa tuviese conocimiento del abatón y de los abelaat invasores.

Cuando estaba a poco más de un kilómetro del castillo, Jo se vio forzada, en varias ocasiones, a echarse a un lado para evitar a algún jinete que cabalgaba al galope. La preocupación se reflejaba en el rostro de todos los caballeros, e incluso los escuderos apretaban las mandíbulas con un gesto de gran concentración. Reconoció a varios de aquellos jinetes, y a punto estuvo de llamar a algunos que pasaban a su lado, pero creyó más prudente no detenerlos.

Escuchó el ruido de los preparativos para la guerra en el exterior del castillo. El bullicio de los caballos que se ensillaban y herraban, las armaduras que se montaban y las órdenes que se vociferaban le impidió escuchar que alguien la llamaba. Continuó su camino a través de la agitación de la entrada principal, sin soltar a Paz.

—Johauna Menhir –le gritó una voz de mujer al entrar en el patio interior.

Jo se volvió y dio un paso atrás; la baronesa Arteris Penhaligon en persona se dirigía a ella en medio de todo aquel jaleo preparatorio.

A su lado se encontraban algunos miembros del consejo.

—¡Ahora que por fin nos prestáis vuestra atención, escudero Menhir –le gritó la baronesa en un tono que a Jo le pareció especialmente amenazador–, exigimos saber cuál ha sido vuestro paradero en las últimas dos semanas!

—¿Mi… paradero? –murmuró. No acertaba a comprender el porqué de tanta preocupación; luego recordó que Vencedrag estaba considerada un patrimonio del reino.

—¿Algún problema al respecto, «escudero»? –le preguntó el consejero Melios, quien no había mostrado demasiadas simpatías hacia Flinn, y probablemente extendía aquel sentimiento hacia su persona.

Jo lo miró a los ojos y recordó las tiendas y la necrópolis. Sonrió al percibir el olor del hule que llevaba entre los brazos. Aquel hombre no era más que un noblecillo sin importancia. Ella había estado en la Sala de los Héroes y había conocido la melancolía de la Galería de los Caídos. Aquel hombre no tenía derecho ni autoridad suficiente para amenazarla.

Jo avanzó sosteniéndole la mirada. Melios, que medía unos cuantos centímetros menos que ella, tragó saliva y apretó la mandíbula en un desafiante intento de mantener su postura.

—No hay ningún problema, caballeros. Tengo muchas cosas que contaros.

Jo se pasó la mano por la frente para secarse el sudor. En la abovedada estancia del consejo, iluminada por docenas de antorchas, hacía un calor infernal, y el aire estaba cargado de cenizas y olor a aceite. Los tapices que adornaban la sala estaban recubiertos de hollín. En dos horas de interrogatorio ininterrumpido, Jo había fijado su mirada en cada miembro del consejo excepto en la baronesa, cuyo majestuoso rostro no quería desafiar. A pesar de que ya había contado varias veces la historia del abatón, presintió que tendría que hacerlo de nuevo.

Sir Graybow, que estaba sentado al lado de la baronesa Arteris, se acarició su ostentosa perilla. Había adelgazado durante su corta ausencia. Jo se preguntó si eso tendría relación con los problemas que atravesaban Penhaligon y el Castillo de los Tres Soles.

—Bien, escudero Menhir –comenzó sir Graybow frotándose los ojos con dedos sucios de tinta–, explicadnos otra vez dónde se encuentra ese abatón.

Jo no tenía necesidad de andarse con preámbulos a la hora de repetir de nuevo su historia, así que comenzó por el principio.

—El abatón se encuentra en estos momentos en la aldea de Armstead.

—La cual, según sospecháis, ha sido destruida por ese… artefacto –la interrumpió el consejero Melios.

—No es una sospecha, caballeros. La ciudad de Armstead ha sido arrasada con todos sus habitantes. El abatón absorbió sus almas para crear una puerta entre nuestro mundo y el de los abelaat.

—¿Y qué son esos abelaat, escudero Menhir? –volvió a insistir sir Graybow–. Algunos sabemos que os atacó una de estas criaturas, pero la mayoría no conoce su verdadero poder.

—Ni su origen –añadió la baronesa.

—Durante nuestro viaje para recuperar el abatón de las manos de los mensajeros de Penhaligon –comenzó Jo, cambiándose de postura en su silla–, nos encontramos a la mujer guardiana del sagrado conocimiento, que se transmite desde los orígenes de la humanidad…

—¿Creéis que esa «guardiana» Grainger, como la llamáis –quiso saber Melios–, estaría dispuesta a responder a algunas preguntas delante de este consejo, escudero Menhir?

—Dudo que siga viva, señor.

—¿Y por qué motivo lo creéis así?

—Porque Teryl Uro quería su muerte –replicó Jo.

—Y eso es debido a que ese mago, en su deseo de purificación, quiere destruir todo lo que no provenga de los abelaat. Su vida impura lo enfurece –dijo sir Graybow–. Esta guardiana es medio hermana de Teryl Uro.

Jo hizo un gesto afirmativo.

—No veo la necesidad de oír otra vez la historia del origen de los abelaat, escudero Menhir –se escuchó a la baronesa por encima del ruido que provenía del exterior. Apoyó las manos sobre la mesa de piedra alrededor de la cual se reunía el consejo–. ¿Decís que esos abelaat son unas criaturas mágicas que poseen unos cristales, hechos de su misma sangre, que se apoderan de la magia de este mundo?