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—Sí.

—¿Y que Teryl Uro, hombre cuya madre se desposó con uno de esos abelaat, ha iniciado una campaña para reclamar la magia de Mystara y devolvérsela al mundo de los abelaat?

—Con lo que ocasionaría la muerte de todos los seres vivos. Así es.

El consejero Melios se levantó y señaló a Jo con un dedo acusador.

—¡Y pretendéis que creamos una historia tan disparatada de boca de un escudero!

Jo se levantó de un salto, con un campanilleo metálico de su cota de mallas.

—¡Yo era el escudero de Fain Flinn, Flinn el Poderoso, el más grande caballero que hayan conocido nunca estas tierras! ¡Fueron personas como vos las que dudaron de su integridad y mancillaron su honor con absurdas acusaciones traidoras!

—¡Escudero Menhir, sentaos inmediatamente! –ordenó sir Graybow, poniéndose de pie.

Jo quería obedecer a sir Graybow, el único del castillo que le había mostrado alguna simpatía, pero su furia era demasiado intensa y avanzó hacia Melios. El consejero se hundió en su silla, y su iracunda expresión se transformó en otra de odio. Un silencio repentino se apoderó de la estancia.

—Entiendo vuestra preocupación, escudero Menhir. Por favor, tomad asiento –dijo la baronesa con voz calma. Aquella amabilidad sorprendió a Jo, que se volvió a sentar.

La baronesa Arteris miró fijamente a cada miembro del consejo, uno por uno. La mitad de los miembros parecían no creer la historia.

Los restantes estaban indecisos entre la duda y la confianza.

Cuando la baronesa se iba a pronunciar, las puertas de la estancia se abrieron de golpe para dejar paso a un hombre cubierto de polvo y sudor. Cuando los guardias intentaron detenerlo, mostró unas alforjas que acarreaba en los hombros con el sello de Entrada.

—¡Mensaje, mi señora! –acertó a gritar antes de desplomarse extenuado. Con gran muestra de dignidad se puso en pie y, apoyándose en la mesa del consejo, sacó una nota de su bolsa.

La baronesa cogió la nota de su sucia mano y la abrió. La leyó rápidamente y acto seguido miró a Jo con dureza. La joven, todavía enfadada, le devolvió la mirada sin importarle las formas de cortesía de palacio.

—Miembros del consejo –comenzó la baronesa ceremoniosamente, apartando la mirada de Jo–. Tengo aquí un informe que afirma que unas extrañas criaturas se dirigen hacia las tierras al norte de las montañas de Picos Negros. Ya han destruido dos pueblos.

—¿Dónde están esos pueblos, señoría? –preguntó sir Graybow.

—Cerca de la ciudad de Armstead. –La baronesa, con un gesto a los guardias de la puerta para que se acercaran, ordenó–: Que envíen un mensajero a las Baronías de Kelvin y Specularum y a la Torre de la Carretera del Duque. Que les digan que convoco una gran concentración de ejércitos. Que se les envíe una copia de esta misiva.

Y asegúrense de que este hombre recibe comida y un lugar para descansar –añadió, señalando al mensajero.

Los guardias abandonaron la estancia con la carta, llevándose al mensajero.

—Debemos agradecer la ayuda del escudero por su comparecencia en la presente campaña contra los abelaat. Sugiero que nos volvamos a reunir después de tener un informe completo sobre nuestras…

—Mi señora –interrumpió Jo, poniéndose en pie–. Hay otro asunto de gran importancia. –La baronesa arqueó una ceja con escepticismo.

Jo continuó–. Me ha sido proporcionado el medio para sobrevivir al poder del abatón –explicó, a la vez que sacaba de debajo de la mesa la espada envuelta–. Me envían los que crearon a Vencedrag, quienes me instaron a que, cuando volviera a mi tierra, os presentase esta espada para que, al igual que vuestro padre bendijo a Vencedrag, tengáis la bondad de bendecir esta arma.

—¿Y qué ha sido de la afamada Vencedrag? –preguntó con voz hiriente, aunque débil, el consejero Melios, sin levantarse de la silla.

Jo apartó el hule y dejó al descubierto la empuñadura de Vencedrag.

Vencedrag fue destruida en la batalla final contra el dragón –contestó–. Un Inmortal la forjó de nuevo y la transformó en esta espada –añadió, dejando caer el resto del hule. Los miembros del consejo se levantaron de sus asientos para admirar el arma. Jo se sintió invadida de orgullo. Deseaba que Flinn, Braddoc y Karleah estuviesen allí en aquel instante–. Lo más importante es que se remate esta espada, de la misma manera que se hizo en tiempos de vuestro padre –concluyó Jo.

En vez de contestarle con el mordaz reproche que Jo esperaba, la baronesa Arteris se cruzó de brazos pensativa.

—Tenéis razón, escudero Menhir.

La dama se volvió hacia sir Graybow.

—¡Que llamen al maestro armero! ¡Que la gente se reúna en el patio! Hay que informarles del peligro e invocar su bendición para la espada –ordenó.

—¿Cómo se llama esta arma? –inquirió el consejero Melios con un hilo de voz.

Paz –repuso Jo.

Sin prestarle atención a los demás, se inclinó hacia Melios, quien se hundió aún más en su silla.

—Y, si hay algún resquicio de duda sobre mi capacidad de manejarla, permitidme que os diga que fui yo quien mató a Verdilith.

4

Johauna caminaba al lado de sir Graybow por los pasillos del castillo. Respiraba agitadamente mientras percibía el olor del hule que la transportaba a la etérea forja donde había participado en el vaciado de la espada, reviviendo cada paso de su vida al mismo tiempo que forjaba su alma junto a la espada.

—Johauna… –le susurró sir Graybow, apoyando una mano en el hombro de la muchacha.

—Lo siento, estaba pensando.

Pasaron por un patio descubierto que los conducía a los aposentos de sir Graybow. A pesar de la sensación de calor grasiento que daba la iluminación de las antorchas de las paredes, el ambiente estaba frío.

Al torcer la esquina, sir Graybow le preguntó repentinamente:

—¿Qué fue exactamente lo que visteis en Armstead?

Jo parpadeó. A la mención de la ciudad la invadieron recuerdos espantosos. Lo había perdido todo en Armstead: sus amigos, su fuerza de voluntad, incluso la esperanza.

—Había… –Una lágrima se deslizó por su mejilla y dejó una mancha oscura al caer sobre el hule. Suspirando profundamente, borró con el brazo el rastro que había dejado en su rostro–. Había cientos de muertos. Les habían absorbido sus almas. Niños, mujeres y hombres se apilaban en las calles, con las carnes hechas cenizas. La ciudad estaba devastada por los diabólicos efectos del abatón.

Sir Graybow la guió a través de una entrada que conducía a un pequeño tramo de escalera. Jo apenas notó su gesto de preocupación mientras proseguía con el relato.

Verdilith tomó la apariencia de Flinn y me convenció de que se había convertido en un Inmortal y… –La voz se le quebró, y las lágrimas comenzaron a brotar con profusión–… perdí la fe y dejé que el dragón golpeara a Vencedrag para partirla. Cuando me di cuenta de mi error, se la quité y lo atravesé con ella. Entonces la espada se rompió.

Deteniéndose, examinó la grisácea cara de sir Graybow.

—Rematé a Verdilith con las dos mitades de Vencedrag, acuchillándolo hasta que suplicó misericordia. –Apartó la mirada para evitar verse reflejada en los ojos de Graybow–. No me guié por la clemencia sino por la justicia.

Se apoyó en el frío y húmedo granito de la pared, lo que la reconfortó.