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Y quizá exista un límite para la aflicción que puede soportar el corazón humano. Como cuando se añade sal a un vaso de agua, llega un momento en que ya no se disuelve. Mis pensamientos se persiguieron en turbulentos círculos durante un tiempo y luego se esfumaron. Pasé los días siguientes bastante sosegado, casi como si nada hubiera cambiado mucho; en un sentido, para mí nada había cambiado. Mis vecinos y pacientes eran muy amables, pero incluso a ellos parecía costarles asimilar debidamente la muerte de Caroline; había acontecido demasiado pronto después de la de su madre, y resultaba excesivo sumarla a todos los demás misterios y tragedias recientes de Hundreds. Hubo cierto grado de debate sigiloso sobre la manera en que podría haberse producido la caída, y la mayoría de la gente, tal como Graham había predicho, se inclinaba por la hipótesis del suicidio, y muchos -pensando en Roderick, supongo- hablaban de locura. Se esperaba que la autopsia revelase algo; sin embargo, el resultado del examen no aclaró nada los hechos. Sólo reveló que Caroline estaba sana y gozaba de una salud perfecta. No hubo ataque ni síncope, infarto ni lucha.

Yo me habría contentado aciagamente con que las cosas quedaran así. Ninguna polémica ni suposición devolvería la vida a Caroline; nada me la devolvería. Desde un punto de vista oficial, empero, había que determinar la causa de la muerte. Como había hecho tras el suicidio de la señora Ayres, seis semanas antes, el coroner del municipio abrió una investigación. Y como yo era el médico de cabecera de los Ayres, para mi enorme consternación me citaron para declarar.

Graham vino conmigo y se sentó a mi lado. Fue el lunes 14 de junio. El público no era numeroso, pero hacía buen tiempo; todos íbamos vestidos como para un entierro, con severos tonos negros y grises, y la sala se animó enseguida. Al mirar alrededor de mi silla distinguí a varios espectadores: periodistas, amigos de la familia, Bill Desmond y los Rossiter. Vi que hasta Seeley estaba presente; nuestras miradas se cruzaron y él bajó la cabeza. Después localicé a los tíos de Caroline, los de Sussex, sentados al lado de Harold Hepton. Yo había oído comentar que habían visitado a Roderick y les había impresionado el estado en que le hallaron. Según parece, la noticia de la muerte de su hermana le había sumido en una demencia absoluta. Los tíos se alojaban en Hundreds y hacían lo que podían para poner en orden, en lugar de Roderick, las intrincadas finanzas de la finca.

Me pareció que la tía tenía aspecto de enferma. Procuraba evitar mi mirada. Ella y su marido debían de saber por Hepton que la boda había sido cancelada.

La sesión comenzó. Se tomó juramento a los miembros del jurado; el coroner, Cedric Riddell, expuso las líneas generales del caso y empezó a llamar a los testigos. No éramos muchos. El primero en testificar fue Graham, que hizo una crónica formal de su presencia en el Hall la noche de los hechos y manifestó sus conclusiones sobre las circunstancias de la muerte. Reiteró el resultado de la autopsia, que en su opinión descartaba la posibilidad de cualquier trastorno físico. Dijo que consideraba mucho más probable que Caroline hubiese caído de la escalera de forma -según sus palabras textuales- «accidental o deliberada».

El testigo siguiente fue el sargento local. Confirmó que no había indicios de que hubiesen allanado la casa y que todas las puertas y ventanas estaban bien cerradas. Acto seguido mostró unas fotografías del cuerpo de Caroline que entregaron al jurado y a una o dos personas más. Yo no las vi y me alegré de no verlas; de las reacciones de los jurados deduje que eran imágenes macabras. El sargento también tenía fotos del rellano del segundo piso de Hundreds, con su sólido pasamanos; Riddell las estudió atentamente y solicitó detalles de las dimensiones de la barandilla: su anchura y su altura desde el suelo. Después preguntó a Graham las medidas de Caroline, y en cuanto él se las dio, tras consultar rápidamente sus notas, el coroner ordenó a un oficial que improvisara una simulación de la barandilla e invitó a la secretaria judicial, una mujer aproximadamente de la misma talla que Caroline, a que se pusiera de pie junto a ella. El pasamanos le llegaba justo más arriba de la cadera. Riddell le preguntó si, en su opinión, sería fácil caerse por encima de una barandilla -después de haber tropezado, pongamos- de aquella altura. Ella respondió: «No, nada fácil».

El coroner pidió al sargento que se retirase y llamó a Betty al estrado. Ella era, por supuesto, la testigo principal.

Era la primera vez que yo la veía desde mi última y desastrosa visita al Hall, quince días antes de la muerte de Caroline. Había ido a la vista acompañada por su padre y estaba sentada con él en un lado de la sala; al avanzar hacia el banco, su figura menuda y delgada parecía más infantil que nunca ante aquel grupo de hombres vestidos de oscuro; estaba pálida y llevaba el flequillo incoloro sujeto a un costado por una horquilla torcida, tal como yo la recordaba de mi primera visita a Hundreds, hacía casi un año. Sólo me sorprendió su indumentaria, acostumbrado como estaba a verla con su uniforme de sirvienta. Llevaba una falda y una chaqueta pulcras, y debajo una blusa blanca. Calzaba unos zapatos con unos taconcitos como de claque, y las medias eran oscuras, con costuras.

Besó la Biblia con una nerviosa inclinación de la cabeza, pero pronunció el juramento y respondió a las preguntas preliminares de Riddell con una voz fuerte y clara. Yo sabía que sus palabras serían más que nada una elaboración de lo que ya le había contado a Graham, y temí tener que escuchar todo otra vez con más detalle. Descansé los codos en la mesa que había delante y me tapé los ojos con la mano.

La oí decir que la noche del 27 de mayo ella y la señorita Ayres se acostaron temprano. La casa estaba «patas arriba» en aquel momento, porque prácticamente se habían llevado todas las alfombras, cortinas y muebles. La señorita Ayres iba a abandonar el condado el día 31, y ese mismo día Betty también pensaba volver a casa de sus padres. Las dos dedicaron los últimos días a concluir las tareas finales que debían realizarse antes de entregar la casa a los agentes inmobiliarios. Habían pasado aquel día concreto barriendo y limpiando las habitaciones vacías, y estaban muy cansadas. No, la señorita Ayres no parecía decaída, no estaba abatida en ningún sentido. Había trabajado tanto como Betty; en todo caso, aún más que Betty. Caroline parecía impaciente por marcharse, aúneme no había hablado mucho de sus planes con Betty. Más de una vez había dicho que «quería dejar la casa arreglada para el siguiente que viviera en ella».

Betty se había acostado a las diez. Oyó que la señorita Ayres se retiraba a su habitación alrededor de una media hora después. Lo oyó claramente porque el dormitorio de la señorita estaba justo al doblar el rellano. Sí, estaba en el primer piso. Arriba había otra planta y las dos daban al vestíbulo por el mismo hueco de escalera, las dos estaban iluminadas por una cúpula de cristal en el techo.

A eso de las dos y media la había despertado el crujido de unos pasos en la escalera. Al principio se asustó. «¿Por qué?», le preguntó Riddell. Betty no lo sabía muy bien. ¿Porque la casa quizá, siendo tan grande y solitaria, daba miedo de noche? Sí, ella suponía que fue por eso. El miedo, de todos modos, pasó enseguida. Comprendió que los pasos eran de la señorita Aytes. Supuso que se había levantado quizá para ir al cuarto de baño o quizá para prepararse una bebida caliente en la cocina. Después oyó más crujidos y comprendió sorprendida que la señorita no bajaba a la cocina, sino que se dirigía arriba, al segundo piso de la casa. ¿Por qué pensó que la señorita había hecho eso? Betty no lo sabría decir. ¿Había arriba algo más que habitaciones vacías? No, nada más. Había oído a la señorita recorrer muy despacio el pasillo de arriba como si caminara tanteando a oscuras. Luego la oyó detenerse y emitir un sonido.