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¿La señorita Aytes había emitido un sonido? ¿Qué clase de sonido?

Había dicho algo.

Bien, ¿qué había dicho?

Había dicho: «Tú».

Yo oí la palabra y levanté la vista. Vi que Riddell hacía una pausa. Mirando intensamente a Betty a través de sus gafas dijo:

– Oyó a la señorita Ayres pronunciar esa única palabra: «Tú».

Betty asintió, compungida.

– Sí, señor.

– ¿Está completamente segura? ¿No habría estado llorando? ¿No fue una exclamación o un gemido?

– Oh, no, señor. Lo oí muy claramente.

– ¿Sí? ¿Y cómo lo dijo exactamente?

– Lo dijo como si hubiera visto a alguien conocido, señor, pero como si la asustara. Muerta de miedo. Y después la oí correr. Volvió corriendo hacia la escalera. Yo me levanté de la cama y fui a la puerta y la abrí rápidamente. Y fue entonces cuando la vi caer.

– ¿La vio caer claramente?

– Sí, señor, porque la luna estaba muy brillante.

– ¿Y la señorita Ayres emitió, mientras caía, algún otro sonido? Sé que es difícil de recordar, pero ¿le pareció que se debatía? ¿O cayó derecha, con los brazos a los costados?

– No hizo ningún sonido; sólo tenía la respiración acelerada. Y no, no cayó derecha. Agitaba los brazos y las piernas. Se movían como… como cuando coges a un gato y quiere que le sueltes.

La voz había empezado a fallarle al decir estas últimas palabras y ahora no pudo seguir. Riddell mandó a un oficial que le diera un vaso de agua; a Betty le dijo que estaba siendo muy valiente. Pero yo, más que verlo, oí todo esto. Estaba otra vez inclinado hacia delante, con la mano encima de los ojos, pues si el recuerdo había quebrado la entereza de Betty también había estado a punto de quebrar la mía. Noté que Graham me tocaba el hombro.

– ¿Estás bien? -murmuró.

Asentí.

– ¿Seguro? Estás cadavérico.

Me enderecé.

– Sí, estoy bien.

De mala gana, él retiró la mano.

Betty también se había recuperado. De todas formas, Riddell casi había acabado. Dijo que lamentaba tener que retenerla allí; había un último punto desconcertante que necesitaba adatar. Betty había dicho hacía un momento que en los segundos antes de la caída la señorita Ayres había dicho algo, asustada, como si hablara con alguien que conocía, y que después había echado a correr. ¿Había oído el sonido de otros pasos, o una voz, o cualquier otro sonido antes de la caída del cuerpo, o después de ella?

– No, señor -dijo Betty.

– No había, indudablemente, ninguna otra persona en la casa, aparte de usted y de la señorita Ayres.

Betty meneó la cabeza.

– No, señor. O sea…

Titubeó, y el titubeo hizo que Riddell la mirase con mayor atención. Como he dicho, era un hombre escrupuloso. Un momento antes se disponía a decirle que bajara del estrado. Ahora continuó:

– ¿Qué? ¿Tiene algo que decir?

– No lo sé, señor -dijo ella-. No me gusta.

– ¿No le gusta? ¿Qué quiere decir? Aquí no debe tener miedo ni vergüenza. Estamos aquí para esclarecer los hechos. Tiene que decir la verdad, lo que cree que es la verdad. Dígamelo.

Mordiéndose la lengua, Betty dijo:

– No había otra persona en la casa, señor. Pero creo que había otra cosa. Algo que no quería que la señorita Caroline se marchara.

Riddell la miró perplejo.

– ¿Otra cosa?

– Por favor, señor -dijo ella-. El fantasma.

Lo dijo en voz bastante baja, pero la sala estaba en silencio; las palabras se oyeron claramente y produjeron una gran impresión en los presentes. Hubo murmullos; una persona incluso se rió. Riddell paseó la mirada por la sala y luego preguntó a Betty qué diantres quería decir. Y, para mi horror, ella empezó a contárselo en serio.

Le habló de que la casa había estado, según su expresión «nerviosa». Dijo que «allí vivía un fantasma»; que este fantasma era el responsable de que Gyp le mordiera a Gillian Baker-Hyde. Dijo que después había provocado los incendios que habían vuelto loco a Roderick; y que más tarde «había hablado con la señora Ayres y le había dicho cosas tan horribles que ella se mató». Y ahora el fantasma había matado también a la señorita Caroline, atrayéndola al segundo piso y empujándola o asustándola para que se lanzara por la barandilla. El fantasma «no la quería en la casa, pero tampoco quería que se fuera». Era «un fantasma malvado y quería toda la casa para él solo».

Supongo que, tras haberle sido denegado repetidamente un auditorio en Hundreds, estaba inocentemente decidida a sacar el mayor partido del que ahora tenía delante. Hubo nuevos murmullos entre el público, pero Betty alzó la voz y adoptó un tono tozudo. Miré alrededor de la sala y vi que varias personas sonreían francamente; la mayoría, sin embargo, miraba a Betty con una incredulidad fascinada. Los tíos de Caroline parecían indignados. Los periodistas, naturalmente, se afanaban en tomar nota de todo.

Graham inclinó la cabeza hacia mí para decirme:

– ¿Sabías todo esto?

No respondí. La pequeña historia grotesca había llegado a su fin y Riddell exigió orden en la sala.

– Bueno -le dijo a Betty cuando el público guardó silencio-. Nos acaba de contar una historia extraordinaria. Como no soy un experto en la caza de fantasmas y esas cosas, no me siento muy cualificado para comentarlo.

Betty se sonrojó.

– Es cierto, señor. ¡No estoy mintiendo!

– Sí, muy bien. Permítame sólo preguntarle una cosa: ¿también la señorita Ayres creía en el «fantasma» de Hundreds? ¿Creía que había hecho todas esas cosas abominables que usted ha mencionado?

– Oh, sí, señor. Lo creía más que nadie.

Riddell adoptó un semblante grave.

– Gracias. Le estamos muy agradecidos. Creo que ha aclarado mucho el estado de ánimo de la señorita Ayres.

La despidió con un gesto. Ella vaciló, confusa por las palabras y el gesto del coroner. Él la despidió más explícitamente y ella volvió a reunirse con su padre.

Y llegó mi turno. Riddell me llamó al estrado y yo me levanté y ocupé la silla casi con un sentimiento de temor, como si aquello fuera una especie de juicio criminal y yo el acusado. El oficial me tomó juramento y al pronunciarlo tuve que aclararme la garganta y repetirlo. Pedí un vaso de agua y Riddell aguardó pacientemente a que lo bebiera.

Entonces empezó el interrogatorio. Lo inició recordando brevemente a la audiencia los testimonios que habíamos escuchado hasta entonces.

Nuestra tarea, dijo, era determinar las circunstancias que rodearon la fatal caída de la señorita Aytes y, tal como él lo veía, aún quedaban varias posibilidades. Un acto delictivo no figuraba entre ellas; ninguna de las pruebas apuntaba en este sentido. Asimismo parecía improbable, de acuerdo con el informe del doctor Graham, que la señorita Ayres estuviese físicamente enferma, si bien era perfectamente posible que, por la razón que fuese, ella creyera que lo estaba, y esta creencia podría haberla trastornado o debilitado hasta el extremo de causar su caída. O, si teníamos en cuenta lo que la sirvienta de la familia había visto o imaginado que había visto, cabía llegar a la conclusión de que la había sobresaltado algo, algo que vio o que creyó que veía, y a consecuencia de lo cual había perdido el equilibrio. Sin embargo, militaban contra estas teorías la altura y la solidez evidente de la barandilla de Hundreds.

Pero había otras dos posibilidades. Ambas eran formas de suicidio. La señorita Ayres podría haberse precipitado desde el rellano con intención de quitarse la vida mediante un acto premeditado, planeado con plena lucidez; en otras palabras, un felo de se. O bien podría haber saltado voluntariamente, pero en respuesta a alguna alucinación.