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En cinco minutos la mitad del pueblo estaba en la calle. Las luces se encendieron, se abrieron las puertas, la chiquillería bailaba y cien voces hablaban, gritaban, hacían preguntas, daban la bienvenida, alababan.

Lev fue al encuentro de Vientosur mientras la joven salía a la calle corriendo, adormilada y sonriente, cubierta con un chal la enmarañada cabellera. Lev estiró los brazos y tomó las manos de la muchacha, deteniéndola. Vientosur lo miró a la cara y rió:

—¡Has vuelto, has vuelto! —La muchacha se demudó; echó un rápido vistazo a su alrededor, a la algarabía que reinaba en medio de la calle, y volvió a mirar a Lev—. Ay, lo sabía —dijo—. Lo sabía.

—Fue durante la travesía al norte, unos diez días después de la partida. Bajábamos por el desfiladero de un torrente. Sus manos resbalaron entre las piedras. Había un nido de escorpiones de roca. Al principio estaba bien, pero tenía infinidad de picaduras. Se le hincharon las manos… —Lev apretó las manos de Vientosur, que seguía mirándolo a los ojos—. Murió por la noche.

—¿Sufrió mucho?

—No —mintió Lev y se le llenaron los ojos de lágrimas—. Ha quedado allí —añadió—. Acumulamos un montón de cantos rodados blancos, cerca de una cascada. De modo que…, allá quedó.

Tras ellos, en medio de la conmoción y el vocerío, una voz de mujer preguntó claramente:

—¿Dónde está Timmo?

Vientosur relajó las manos aprisionadas en las de Lev y pareció reducirse, encogerse, desaparecer.

—Ven conmigo —propuso Lev, le rodeó los hombros y se alejaron en silencio hacia la casa de la madre de la muchacha.

Lev la dejó en compañía de su madre y de la de Timmo. Abandonó la casa, titubeó unos segundos y regresó lentamente hacia el gentío. Su padre salió a recibirlo. Lev vio la cabellera canosa y rizada y los ojos que escudriñaban a través de la luz de las antorchas. Sasha era un hombre delgado y bajo; cuando se abrazaron, Lev notó los huesos duros pero frágiles bajo la piel.

—¿Has visto a Vientosur?

—Sí. No puedo…

Se aferró un minuto a su padre y la mano firme y delgada le acarició el brazo. La luz de la antorcha se difuminó y le escocieron los ojos. Cuando se soltó, Sasha, sin pronunciar palabra, retrocedió para observarlo con sus ojos oscuros y profundos y la boca oculta tras un bigote cano e hirsuto.

—Papá, ¿cómo estás? ¿Lo has pasado bien?

Sasha asintió.

—Estás cansado, vamos a casa. —Mientras caminaban calle abajo, Sasha preguntó—: ¿Encontraron la tierra prometida?

—Sí. Es un valle, el valle de un río. Está a cinco kilómetros del mar. Tiene todo lo que necesitamos. Y es bellísimo…, las montañas que lo coronan…, cordillera tras cordillera, cada vez más altas, más altas que las nubes, más blancas que… Es increíble cuán alto hay que mirar para ver las cumbres más elevadas. —Había dejado de caminar.

—¿Hay montañas en el medio? ¿Y ríos? —preguntó Sasha. Lev dejó de contemplar las cumbres altas y quiméricas para mirar a su padre a los ojos—. ¿Hay obstáculos suficientes que nos protejan de la persecución de los Jefes?

Segundos después, Lev sonrió y replicó:

—Tal vez.

Como la recolección del arroz de los pantanos estaba en pleno apogeo, la mayoría de los campesinos no pudo asistir, si bien todas las aldeas enviaron un hombre o una mujer al Arrabal para que oyeran el relato de los exploradores y los comentarios de la gente. Era de tarde y aún llovía; la gran plaza abierta de delante del Templo estaba atestada de paraguas confeccionados con las hojas anchas, rojas y semejantes al papel del árbol de la paja. Bajo los paraguas, la gente permanecía de pie o se arrodillaba en las esteras de hojas puestas sobre el barro, cascaba frutos secos y charlaba hasta que por fin la pequeña campana de bronce del Templo hizo talán-talán; en ese momento todos miraron hacia el atrio, desde el cual Vera estaba a punto de dirigirles la palabra.

Era una mujer esbelta, de pelo gris acerado, nariz delgada y ojos ovalados y oscuros. Su voz sonó fuerte y clara y mientras pronunció su discurso no hubo más sonido que el calmo repiqueteo de la lluvia y, de vez en cuando, el gorjeo de un chiquillo rápidamente acallado.

Vera celebró el regreso de los exploradores. Se refirió a la muerte de Timmo y, fugaz y serenamente, al propio Timmo, tal como lo había visto el día de la partida. Mencionó los cien días de la expedición a través de la inmensidad. Dijo que habían levantado el mapa de una gran zona al este y al norte de Bahía Songe y que habían encontrado lo que buscaban: el lugar para un nuevo asentamiento y el modo de llegar hasta él.

—A muchos de los presentes nos desagrada la idea de un nuevo asentamiento tan alejado del Arrabal —afirmó—. Entre nosotros se encuentran algunos vecinos de la Ciudad que quizá deseen participar de nuestros proyectos y discusiones. Tenemos que evaluar la cuestión en su totalidad y analizarla libremente. Dejemos que Andre y Lev hablen en nombre de los exploradores y que nos cuenten lo que vieron y encontraron.

Andre, un treintón fornido y tímido, describió la travesía hacia el norte. Su voz era suave y, a pesar que no tenía facilidad de palabra, la muchedumbre escuchó con profundo interés su descripción del mundo allende los campos perfectamente conocidos. Algunos de los que se encontraban en las últimas filas estiraron el cuello para divisar a los hombres de la Ciudad, de cuya presencia Vera había avisado amablemente. Estaban cerca del atrio y formaban un sexteto vestido con jubones y botas altas: guardaespaldas de los Jefes, cada uno con su larga espada enfundada en el muslo y un látigo metido en el cinto, primorosamente enroscada la tira de cuero.

La exposición de Andre llegó a su fin y cedió el turno a Lev, un joven delgado y huesudo, de pelo negro grueso y brillante. Lev también empezó titubeante, buscando las palabras que le permitieran describir el valle que habían descubierto y las razones por las que lo consideraban el más apto para un asentamiento. A medida que hablaba, su voz ganaba confianza y se olvidaba de sí mismo, como si tuviera delante el motivo de su narración: el ancho valle y el río al que habían llamado Sereno, el lago que más arriba se extendía, las tierras pantanosas en las que el arroz crecía espontáneamente, los bosques de buena madera, las laderas donde podrían crear huertos y cultivar tubérculos y donde las casas estarían libres de barro y humedad. Les habló de la desembocadura del río, una bahía generosa en crustáceos y en algas marinas comestibles; mencionó las montañas que rodeaban el valle hacia el norte y el este, protegiéndolo de los vientos que en invierno convertían a Songe en un hastío de lodo y frío.

—Las cumbres trepan mucho más allá de las nubes, hacia el silencio y el sol —explicó—. Protegen el valle como una madre que abraza a su hijo. Las llamamos las Montañas del Mahatma. Permanecimos quince días, mucho tiempo, para cerciorarnos del hecho que las montañas cortaban el paso a las tormentas. Allá el principio del otoño es como pleno verano aquí, aunque las noches son más frías; los días eran soleados y no llovía. Grapa calculó que podrían hacerse tres cosechas anuales de arroz. En los bosques la fruta abunda y la pesca en el río y en las orillas de la bahía bastará para alimentar a los colonos del primer año, hasta que se recoja la primera cosecha. ¡Las mañanas son realmente luminosas! No sólo nos quedamos para comprobar las bondades del clima. Fue difícil abandonar aquel sitio, incluso para volver a casa.

El gentío escuchaba fascinado y guardó silencio cuando Lev dejó de hablar.

—¿A cuántas jornadas de viaje se encuentra? —preguntó alguien a voz en cuello.

—Martin calcula que a unos veinte días, viajando con familias y grandes cargas.