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—No te entiendo, Luz.

—No sé lo que digo. Andre, quiero quedarme aquí.

—En ese caso, supongo que nos quedaremos —añadió Andre y le dio un suave golpe en la espalda—. Me pregunto si habríamos echado a andar de no ser por ti.

—Vamos, Andre, no digas esas cosas…

—¿Por qué no? Es la verdad.

—Suficientes cosas pesan sobre mi conciencia para cargar también con esto. Tengo… Si yo…

—Luz, éste es un sitio nuevo —insistió Andre amorosamente—. Aquí los nombres son nuevos. —Luz vio que Andre tenía los ojos llenos de lágrimas—. Aquí es donde construiremos el mundo…, a partir del barro.

Asher, el chico de once años, se acercó a Luz, que estaba en la orilla del Rocagrís recogiendo mejillones de agua dulce entre las piedras heladas y cubiertas de algas de un remanso.

—Mira, Luz —dijo Asher en cuanto estuvo lo bastante cerca para no tener que gritar.

Luz se alegró de incorporarse y retirar las manos del agua gélida.

—¿Qué traes?

—Mira —repitió el chico en voz baja y le mostró la mano. En la palma había un ser pequeño, semejante a un sapo alado del color de las sombras. Tres ojos dorados y como cabezas de alfileres miraban sin parpadear, uno a Asher y dos a Luz—. Es un no-sé-qué.

—Nunca lo había visto de cerca.

—Vino a mi encuentro. Bajaba hacia aquí con las cestas, se metió volando en una, extendí la mano y se posó.

—¿Querrá venir conmigo?

—No lo sé. Ofrécele tu mano.

Luz extendió la mano junto a la de Asher. El no-sé-qué tembló y durante unos segundos se desdibujó en una simple vibración de frondas o plumas; a continuación, con un salto o un vuelo demasiado veloz para que el ojo lo percibiera, se trasladó a la palma de Luz y ella notó el apretón de seis patas tibias, minúsculas y tiesas.

—Oh, eres hermoso —le dijo tiernamente al ser—, eres hermoso. Podría matarte, pero no conservarte, ni siquiera abrazarte…

—Si los encierras en una jaula, mueren —añadió el chico.

—Ya lo sé —dijo Luz.

El no-sé-qué se tornaba azul, el puro azul cielo entre las cumbres de la Cordillera Oriental en días como el de hoy, de sol invernal. Los tres ojos dorados como cabezas de alfileres centellearon. Las alas brillantes y translúcidas se abrieron, sobresaltando a Luz; el ligero movimiento de su mano arrojó al pequeño ser a su desplazamiento ascendente sobre el ancho río, hacia el este, como una partícula de mica en el viento.

Asher y Luz llenaron las cestas con las conchas pesadas, barbudas y negras de los mejillones y subieron dificultosamente por el sendero rumbo al asentamiento.

—¡Vientosur! —gritó Asher, acarreando la pesada cesta—. ¡Vientosur! Aquí hay no-sé-qué. ¡Vino uno a mi encuentro!

—Claro que sí —confirmó Vientosur y trotó cuesta abajo para ayudarlos con la carga—. ¡Cuántos han recogido! Oh, Luz, tus pobres manos, ven, la cabaña está caldeada, Sasha acaba de traer más leña en la carretilla. Asher, ¿creías que aquí no habían no-sé-qué? ¡No estamos tan lejos de casa!

Las cabañas —nueve de momento y tres más en vías de construcción— se alzaban en la orilla sur del torrente, donde se ensanchaba para formar una charca bajo las ramas de un único y gigante árbol anillado. Se abastecían de agua en las cascadas de la cabecera de la charca; se bañaban y lavaban a los pies del torrente, donde se estrechaba antes de emprender su prolongada zambullida hacia el Rocagrís. Pusieron al asentamiento el nombre de Garza o Charca de las Garzas, en honor de la pareja de seres grises que vivía en la otra orilla del torrente, imperturbables ante la presencia de seres humanos, el humo de sus fuegos, el sonido de sus labores, sus idas y venidas, el murmullo de sus voces. Elegantes, patilargas y silentes, las garzas sólo se ocupaban de recoger alimentos al otro lado de la charca ancha y oscura; a veces se detenían en los bajos para contemplar a los humanos con ojos claros, tranquilos e incoloros. A veces bailaban en noches frías y calmas, antes de la nevada. Mientras Luz, Vientosur y el niño se dirigían a la cabaña, Luz vio a las garzas junto a las raíces del gran árbol, una presta a observarlos y la otra con la estrecha cabeza girada para contemplar el bosque.

—Esta noche danzarán —dijo en un murmullo.

Se detuvo un instante, paró con su pesada carga en el sendero, inmóvil como las garzas. Después siguió su camino.

FIN

Título Originaclass="underline" The Eye of Heron.

© 1978 by Ursula K. Le Guin.

© 1988 por EDHASA.

Traducción de Horacio González Trejo.

Edición Digital de Arácnido.