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Hasta una arrabalera era más libre que ella. Hasta Lev, que no luchaba por una pelota de fútbol, pero que desafiaba a la noche cuando ésta ascendía por encima del límite del mundo y que se reía de las leyes. Hasta Vientosur, que era tan serena y apacible… Vientosur podía volver andando a casa con quien le diera la gana, tomada de la mano a través de los campos abiertos bajo el viento vespertino, corriendo para librarse de la lluvia.

La lluvia tamborileaba en el techo de tejas del desván en el que, cuando por fin llegó a casa, se había refugiado aquel día de hacía tres años, acompañada hasta la puerta por una Prima Lores que no dejó de resoplar y parlotear.

La lluvia tamborileaba en el techo de tejas del desván en el que hoy se había refugiado.

Habían pasado tres años desde aquella tarde bajo la luz dorada. Y no había nada que diera cuenta del paso del tiempo. Ahora incluso había menos que lo que hubo. Hacía tres años aún iba a la escuela; había creído que cuando terminara la escuela sería mágicamente libre.

Una cárcel. Toda Victoria era una cárcel, una prisión. Y no había escapatoria. No había adónde ir.

Sólo Lev se había largado y encontrado un nuevo lugar en el lejano norte, en la inmensidad, un sitio al que ir… Y Lev había regresado, había dado la cara y le había dicho «no» al Jefe Falco.

Pero Lev era libre, siempre lo había sido. Por eso no había otro tiempo en su vida, anterior o posterior, semejante al rato que había compartido con él en las alturas de su Ciudad, bajo la luz dorada anterior a la tormenta, y en el que había visto con él qué era la libertad. Durante un instante. Una ráfaga de viento marino, el encuentro de unas miradas.

Había transcurrido más de un año desde la última vez que lo vio. Lev se había ido, regresado al Arrabal, partido hacia el nuevo asentamiento, se había largado libre, olvidándola. ¿Por qué tenía que recordarla? ¿Por qué tenía que recordarlo? Luz tenía otros asuntos en los que pensar. Era una mujer adulta. Tenía que afrontar la vida. Incluso aunque todo lo que la vida le deparara fuera una puerta con el cerrojo echado y, detrás de la puerta cerrada con llave, ninguna habitación.

3

Seis kilómetros separaban los dos asentamientos humanos del planeta Victoria. Por lo que sabían los habitantes del Arrabal y de Ciudad Victoria, no existía ningún otro asentamiento.

Mucha gente trabajaba acarreando productos o secando pescado, lo que con frecuencia la obligaba a desplazarse de un asentamiento a otro, pero eran muchos más los que vivían en la Ciudad y jamás acudían al Arrabal o los que vivían en una de las aldeas agrícolas próximas a ésta y nunca, año tras año, visitaban la Ciudad.

Cuando el grupúsculo —formado por cuatro hombres y una mujer— bajó por la Carretera del Arrabal hasta el borde de los acantilados, algunos miraron con animada curiosidad y profundo respeto la Ciudad que se extendía a sus pies, en la accidentada orilla de Bahía Songe; hicieron un alto bajo la Torre del Monumento —el caparazón de cerámica de una de las naves que había llevado a Victoria a los primeros pobladores—, pero no dedicaron muchos minutos a mirarla: era una estructura familiar, impresionante por su tamaño pero esquelética y bastante lamentable, encajada en lo alto del acantilado, una estructura que apuntaba audazmente a las estrellas pero sólo servía como guía de los barcos pesqueros que se hacían a la mar. Estaba muerta y la Ciudad estaba viva.

—Miren eso —dijo Hari, el mayor del grupo—. ¡Sería imposible contar todas las casas aunque pasáramos una hora aquí! ¡Hay varios centenares!

—Como una ciudad de la Tierra —comentó con orgullo de propietario un visitante más asiduo.

—Mi madre nació en Moskva, en Rusia la Negra —intervino un tercero—. Decía que allá, en la Tierra, la Ciudad no sería más que una pequeña población.

Era una idea bastante inverosímil para personas que habían pasado sus vidas entre los campos húmedos y las aldeas agrupadas, en un cerrado y constante compromiso a base de esfuerzos y de solidaridad humana, más allá del cual se abría la enorme e indiferente inmensidad.

—Seguramente se refería a una gran población —comentó uno de los miembros del grupo con cierta incredulidad.

Permanecieron bajo el hueco caparazón de la astronave y miraron el brillante color óxido de los techos de tejas y de paja, las chimeneas humeantes, las líneas geométricas de paredes y calles, sin ver el extenso paisaje de playas, bahía y mar, valles vacíos, colinas vacías, cielo vacío que rodeaba la Ciudad con su terrible desolación.

En cuanto pasaran por la escuela y se internaran por las calles, podrían olvidar totalmente la presencia de la inmensidad. Estaban rodeados por los cuatros costados por las obras de la humanidad. Las casas, construidas en su mayoría en hileras, ocupaban ambos lados de la calle con sus altos muros y sus pequeñas ventanas. Las calles eran estrechas y se hundían treinta centímetros en el barro. En algunos sitios habían colocado entablados para cruzar por encima del barro, pero estaban en mal estado y la lluvia los volvía resbaladizos. Aunque muy pocas personas deambulaban por las calles, una puerta abierta permitía atisbar el ajetreado patio interior de una casa, lleno de mujeres, ropa tendida, niños, humo y voces. Y, una vez más, el silencio pavoroso y asfixiante de la calle.

—¡Es maravilloso! ¡Maravilloso! —suspiró Hari.

Pasaron delante de la fábrica donde el hierro de las minas y de la fundición gubernamentales se convertía en herramientas, baterías de cocina, picaportes y otros utensilios. La puerta estaba abierta de par en par. Se detuvieron y miraron la sulfurosa oscuridad de fuegos chispeantes y poblada de golpes y martillazos, pero un trabajador les gritó que siguieran su camino. Bajaron hasta la Calle de la Bahía y, al ver el largo, el ancho y la rectitud de esa arteria, Hari repitió:

—¡Maravilloso!

Siguieron a Vera, que conocía al dedillo la Ciudad, Calle de la Bahía arriba hasta el Capitolio. Ante el enorme edificio, Hari se quedó boquiabierto y se limitó a mirarlo.

Era el edificio más grande del mundo —tenía cuatro veces la altura de una casa corriente— y estaba construido con piedra sólida. Su elevado porche se sustentaba en cuatro columnas, cada una de las cuales era un único y enorme tronco de un árbol anillado, acanalado y encalado, con las gruesas mayúsculas talladas y doradas. Los visitantes se sentían pequeños bajo esas columnas, pequeños al atravesar los anchos y altos portales. La entrada, estrecha pero muy elevada, tenía las paredes enyesadas y años atrás habían sido decoradas con frescos que iban del suelo al techo. Al verlos, la gente del Arrabal volvió a detenerse y los contempló en silencio: eran imágenes de la Tierra.

En el Arrabal aún quedaba gente que recordaba la Tierra y que hablaba de ella, pero sus evocaciones —de hacía cincuenta y cinco años— se remontaban a experiencias de la infancia. Quedaban muy pocos que hubieran sido adultos en el momento del exilio. Algunos habían consagrado varios años de su vida a escribir la historia del Pueblo de la Paz, los pensamientos de sus dirigentes y héroes, descripciones de la Tierra y esbozos de su historia remota y espantosa. Otros apenas habían mencionado la Tierra; a lo sumo, habían cantado a sus hijos nacidos en el exilio, o a los hijos de sus hijos, una vieja canción infantil en la que desgranaban palabras y nombres extraños, o les habían narrado historias sobre los niños y las brujas, los tres ositos, el monarca que montó un tigre. Los niños escuchaban con ojos desorbitados.

—¿Qué es un oso? ¿El monarca también tiene rayas?

Por otro lado, la primera generación de la Ciudad, enviada a Victoria cincuenta años antes que el Pueblo de la Paz, procedía mayoritariamente de las ciudades: Buenos Aires, Río, Brasilia y los demás grandes centros de Brasilamérica; algunos habían sido personas influyentes, conocedoras de cosas aún más extrañas que las brujas y los osos. El pintor de los frescos había reproducido escenas que impresionaban profundamente a los que ahora las contemplaban: torres llenas de ventanas, calles llenas de máquinas con ruedas, cielos llenos de máquinas aladas; mujeres con vestidos tornasolados y enjoyados y los labios de color rojo sangre; hombres, altas figuras heroicas, realizando increíbles hazañas: sentados en inmensas bestias cuadrúpedas o detrás de bloques de madera grandes y brillantes, gritando con los brazos levantados en dirección a una multitud, avanzando entre cadáveres y charcos de sangre al frente de hileras de hombres vestidos de la misma manera, bajo un cielo cargado de humo y llamaradas centelleantes… Los visitantes del Arrabal necesitaban quedarse una semana para verlo todo o seguir rápidamente su camino pues no debían llegar tarde a la reunión de la Junta. Todos hicieron un alto ante la última tabla, que se diferenciaba de las demás. Era negra y no estaba cubierta de rostros, fuego, sangre y máquinas. En el ángulo inferior izquierdo aparecía un pequeño disco verde azulado y otro en el ángulo superior derecho; entre los discos y alrededor de ellos no había nada: la negrura. Sólo si observabas atentamente la negrura descubrías que estaba salpicada por un minúsculo e inconmensurable brillo estelar; por último, veías la plateada astronave finamente dibujada, apenas más grande que el filo de una uña, posada en el vacío de los mundos.