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Aroun se sintió excitado como nunca en su vida.

– Ya lo creo, mi presidente. Todo es posible, en especial si se dispone de dinero suficiente. Sería un obsequio mío para usted.

– Bien-asintió Saddam-. Regresarás a París inmediatamente. El capitán Rashid te acompañará. Él tiene los detalles de ciertos códigos que usaremos en las emisiones públicas de radio, cosas así. Puede suceder que el día no llegue nunca, Michael, pero si se da el caso…

Otra vez se encogió de hombros.

– Tenemos amigos influyentes -se volvió hacia Rashid-. Ese coronel del KGB, de la embajada soviética en París…

– El coronel Josef Makeiev, mi presidente.

– Sí -corroboró Saddam Husein-. Como muchos de los suyos, no está muy conforme con los cambios que ocurren ahora en Moscú. Nos ayudará en todo cuanto pueda. En realidad, ya se nos ha ofrecido.

De nuevo encerró a Aroun en un abrazo de hermano.

– Ve ahora. Tengo quehacer.

En el palacio aún no habían dado las luces. Aroun salió a la oscuridad del corredor guiándose por el círculo de claridad de la linterna que portaba Rashid.

Desde su regreso a París había visto con frecuencia a Makeiev, aunque deliberadamente limitó sus relaciones a los actos de sociedad, como las recepciones de las diversas embajadas. Saddam Husein estaba en lo cierto; el ruso, decididamente inclinado en favor de su causa, se manifestaba más que dispuesto a hacer cualquier cosa que supusiera dificultades para Estados Unidos y Gran Bretaña.

Las noticias del Próximo Oriente, desde luego, eran desfavorables. Quién hubiera dicho que llegaría a organizarse tan descomunal ejército. Y luego, en la madrugada del 17 de enero empezó la batalla del aire. Un revés tras otro, y la ofensiva terrestre que no tardaría en desencadenarse.

Se sirvió otro coñac, mientras recordaba la rabia y la desesperación que había sufrido cuando se enteró de la muerte de su padre. Aunque nunca fue hombre demasiado religioso, acudió a una mezquita de París y rezó. Pero no le sirvió de consuelo. La sensación de impotencia le roía, hasta que, por fin, una mañana irrumpió en el gran salón barroco Ali Rashid, pálido y excitado, con un bloc de notas en la mano.

– Por fin ha salido, señor Aroun. La señal que esperábamos. Acabo de escucharla por radio Bagdad.

El viento del cielo está soplando. Servíos de lo que

está en la mesa y que Dios os acompañe.

Aroun miró con asombro a su interlocutor y la mano temblorosa que aferraba el bloc, pero él también tenía la voz ronca cuando dijo:

– Tenía razón el presidente. El día ha llegado.

– Exacto -dijo Rashid-. «Servíos de lo que está en la mesa.» Hay que poner manos a la obra. Voy a ponerme en contacto con Makeiev y celebraremos una entrevista cuanto antes.

De pie junto a la ventana y silbando bajito una cancioncilla que nadie conocía, Dillon contempló el panorama de la avenida Victor Hugo y el Bois de Boulogne.

– Esto debe de ser lo que los agentes de la propiedad llaman una vista privilegiada.

– ¿Me aceptaría una copa, señor Dillon?

– Un champán no caería mal.

– ¿Tiene usted alguna preferencia? -preguntó Aroun.

– ¡Ah, sí! ¡El hombre que tiene de todo! -dijo Dillon-. Desde luego, me gustaría un Krug, pero no de gran añada. Prefiero saborear la combinación de varietales.

– Hombre de gustos finos, según veo. -Aroun hizo una seña a Rashid, que abrió una puerta lateral y salió.

Dillon se desabrochó el chaquetón, sacó un cigarrillo y lo encendió.

– ¿Conque precisan ustedes de mis servicios, por lo que me ha dicho ese viejo zorro? -indicó con un ademán hacia Makeiev, que se calentaba junto a la chimenea-. El trabajo más importante de mi vida, según me explicó, más un millón de libras. ¿Qué hay que hacer?

Rashid regresó en seguida con el Krug en una cubitera y tres copas en una bandeja; tras dejar ésta sobre la mesita se puso a descorchar la botella. Aroun contestó:

– No estoy seguro, pero tendría que ser algo muy especial, algo que demuestre al mundo entero que Saddam Husein puede golpear donde se le antoje.

– Buena falta le hace al pobre chico -replicó alegremente Dillon-. No están saliéndole bien los asuntos últimamente.

Cuando Rashid hubo llenado las tres copas, el irlandés agregó:

– ¿Qué problema tienes, muchacho? ¿No vas a beber con nosotros?

Rashid sonrió y Aroun explicó:

– Pese a Winchester y a Sandhurst, señor Dillon, el capitán Rashid sigue siendo un musulmán muy musulmán. No toma alcohol.

– A su salud, pues -alzó la copa Dillon-. Respetemos a un hombre de principios.

– Tendría que ser algo grande, Sean. No vale la pena intentar nada de importancia secundaria. Aquí no se trata de volar a cinco paracaidistas británicos en Belfast -dijo Makeiev.

– ¡Ah! ¿Prefieren a Bush? -sonrió Dillon-. ¿Es eso lo que quieren, el presidente de Estados Unidos tumbado de espaldas con una bala alojada en la cabeza?

– ¿Sería tan absurdo eso? -preguntó Aroun.

– Hoy por hoy, sí, colega -replicó Dillon-. George Bush no se ha enfrentado sólo a Saddam Husein, sino a toda la nación árabe. Ya sé que eso es una tontería, pero así es como lo ven muchos árabes fanáticos. Grupos como Hezbollah, OLP o las partidas incontroladas como los Vengadores de Alá, de los que serían capaces de atarse una bomba a la cintura y hacerla estallar mientras el presidente se inclina para estrechar una mano de entre la muchedumbre. Conozco a esa gente, sé cómo funciona su mentalidad. He colaborado en el entrenamiento de agentes del Hezbollah en Beirut y he trabajado para la OLP.

– Así pues, ¿cree que nadie puede acercarse a Bush en estos momentos?

– Lea los periódicos. Las aceras de Washington y de Nueva York han sido limpiadas de cualquiera que tenga el más ligero aspecto de árabe.

– Pero usted, señor Dillon, no tiene ningún aspecto de árabe -dijo Aroun-. Para empezar, es rubio.

– También Lawrence de Arabia era rubio y solía hacerse pasar por árabe -meneó la cabeza Dillon-. El presidente Bush tiene el mejor servicio de seguridad del mundo, pueden creerme. Un círculo de acero, y además, en las circunstancias presentes va a quedarse en casa hasta que termine ese jaleo del golfo, ya lo verán.

– ¿Y el secretario de Estado, James Baker? -preguntó Aroun-. Está dedicado a la diplomacia itinerante por toda Europa.

– Sí, pero la dificultad estriba en saber cuándo. Usted se entera de que ha estado en Londres o en París cuando ya ha terminado su estancia y lo sacan por la televisión. No, olvídense de los norteamericanos por ahora.

Aroun cayó en un silencio sombrío. Makeiev fue el primero en romperlo.

– Aconséjanos con tu experiencia profesional, Sean. ¿Quién tiene el sistema de seguridad más débil en lo tocante a líderes nacionales?

Dillon prorrumpió en una sonora carcajada.

– ¡Ah! Supongo que podrán contestar a eso aquí, los de Winchester y Sandhurst.

Rashid sonrió.

– Tiene razón. Los británicos seguramente son los mejores del mundo para operaciones clandestinas. Los éxitos de su Special Air Service Regiment hablan por sí solos, pero en otros aspectos… -meneó la cabeza.

– El primer obstáculo con que tropiezan es la burocracia -explicó Dillon-. Los servicios de seguridad británicos operan a través de dos departamentos principales. Los que muchos siguen llamando el MI5 y el Ml6. El MI5, o DI5 si verdaderamente queremos ser exactos, está especializado en contraespionaje en el interior de Gran Bretaña; los demás actúan en el extranjero. Luego tenemos la sección especial de Scotland Yard, a la que hay que llamar si realmente queremos detener a alguien. El Yard también tiene una brigada antiterrorista, y además están los diferentes servicios de información militar, todos en plena actividad, y todos rivales de los demás y por ahí, señores, es por donde se cuelan los errores.