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Perrin sólo hizo un amago de reverencia educada a los mayores antes de volverse y tomar las manos de su hermana. Se apartaron unos pasos del grupo, y entonces Perrin empezó a girar y a girar, más y más deprisa, hasta que los pies de Deselle dejaron de tocar el suelo. La hizo dar vueltas y vueltas, más y más alto, a la vez que la subía y la bajaba mientras la pequeña reía con deleite.

—Ya es suficiente, Perrin —dijo la señora Aybara al cabo de unos minutos—. Bájala antes de que se maree. —Pero lo dijo afablemente, con una sonrisa.

Una vez que los pies de Deselle tocaron de nuevo el suelo, la pequeña se agarró a la mano de Perrin con las dos suyas a la par que se tambaleaba un poco; quizá no le faltaba mucho para marearse y vomitar. Sin embargo, no dejó de reír y exigir que la hiciera volar más. El chico sacudió la cabeza y se agachó para hablar con ella. Qué serio era siempre. No reía muy a menudo.

De repente, Egwene se percató de que alguien más observaba a Perrin. Cilia Cole, una chica de mejillas sonrosadas y un par de años mayor que ella, se encontraba sólo a unos pasos de distancia con una sonrisita tonta en la cara y echándole miradas de ternera embelesada. ¡Él la vería sólo con volver la cabeza! Egwene hizo un gesto de desagrado. Ella jamás sería tan tonta de mirar a un chico como si fuera una mentecata. De todos modos, Perrin ni siquiera tenía un año más que Cilia. Una diferencia de tres o cuatro años era mejor. Tal vez sus hermanas no tuviesen tiempo para hablar con ella, pero Egwene escuchaba a otras jóvenes lo bastante mayores para saber esas cosas. Algunas decían que más años, pero la mayoría opinaba que tres o cuatro. Perrin miró hacia Cilia y Egwene, y después siguió hablando con Deselle. Egwene sacudió la cabeza. Cilia sería boba, pero él tendría que haberse fijado al menos.

Un movimiento en las ramas de un gran roble negro, más allá de Cilia, atrajo la atención de Egwene y le hizo dar un respingo. El cuervo se hallaba allí y todavía parecía estar observando. Y había otro cuervo en aquel pino alto, y otro en el siguiente, y también en aquel nogal, y… Nueve o diez cuervos, que ella viera, y todos parecían estar observando. Tenía que ser cosa de su imaginación. Sólo de su…

—¿Por qué lo miras fijamente?

Sobresaltada, Egwene dio un brinco y giró sobre sus talones tan deprisa que se golpeó la rodilla con el cubo. Menos mal que estaba casi vacío o, de otro modo, se habría hecho daño. Rebulló, inquieta; habría querido frotarse la rodilla. Adora tenía la vista alzada hacia ella y la miraba con gesto perplejo, pero el desconcierto de Egwene era mucho mayor.

—¿De quién hablas, Adora?

—De Perrin, claro. ¿Por qué lo mirabas fijamente? Todos dicen que te casarás con Rand al’Thor. Cuando seas mayor, quiero decir, y lleves el pelo tejido en una trenza.

—¿A qué te refieres con «todos dicen»? —replicó Egwene en un tono peligroso, pero Adora se limitó a soltar una risita. Era exasperante. Ese día no le salía nada a derechas.

—Perrin es guapo, por supuesto. Al menos es lo que he oído comentar a un montón de chicas. Y muchas lo miran, igual que Cilia y tú.

Egwene parpadeó y se las ingenió para desechar esa última frase. ¡No había mirado a Perrin en absoluto del modo en que lo había hecho Cilia! ¿Perrin, guapo? ¿Perrin? Miró hacia atrás para comprobar si le encontraba algo que lo hiciera guapo. ¡Se había ido! Allí seguían sus padres, con Petram y Deselle, pero a Perrin no se lo veía por ningún lado. ¡Diantre! Su intención había sido seguirlo.

—¿No te sientes sola sin tus muñecas, Adora? —preguntó con fingida dulzura—. Jamás habría imaginado que salieses de tu casa sin llevar dos al menos.

La expresión ofendida y boquiabierta de Adora le resultó muy gratificante.

—Discúlpame —dijo mientras pasaba junto a ella—. Algunas somos lo bastante mayores para tener trabajo que hacer. —Se las arregló para no cojear mientras se dirigía hacia el río.

En esta ocasión no hizo un alto para mirar a los hombres que lavaban ovejas y puso un gran empeño en no buscar cuervos en los árboles. Se examinó la rodilla, pero ni siquiera estaba magullada. De vuelta al prado con el cubo lleno, se negó a cojear. Sólo había sido un golpecito de nada.

Siguió atenta para no topar con sus hermanas mientras acarreaba el agua, sin pararse salvo cuando alguien pedía un cacillo de agua. Y pendiente de localizar a Perrin. Mat también serviría, pero tampoco lo veía a él. ¡Maldita Adora! ¡No tenía derecho a decir esas cosas!

Caminando ya entre las mesas donde las mujeres separaban la lana, Egwene se paró en seco, fijos los ojos en la más joven de sus hermanas mayores. Se quedó totalmente inmóvil con la esperanza de que Loise mirara hacia otra parte aunque sólo fuera unos segundos. Esto le pasaba por querer localizar a Perrin y a Mat al mismo tiempo que intentaba evitar a sus hermanas. Loise sólo tenía quince años, pero en su rostro había un gesto avinagrado y estaba puesta en jarras mientras hacía frente a Dag Coplin. Egwene era incapaz de llamarlo maese Coplin, excepto en voz alta y sólo por educación; su madre decía que había que ser educada incluso con alguien como Dag Coplin.

Dag era un viejo arrugado con el cabello canoso que no se lavaba a menudo. O quizá nunca. Las marcas de la etiqueta que colgaba de la mesa por un cordel concordaban con los cortes de oreja de sus ovejas.

—Estás desechando lana buena, muchacha —le gruñó a Loise—. No dejaré que se me engañe con mi esquila. Apártate y yo mismo te enseñaré qué va dónde.

Loise no se movió ni un centímetro.

—La lana del vientre, de las patas traseras y de las colas se tiene que lavar otra vez, maese Coplin. —Puso un ligero énfasis en la palabra «maese», con cierta insolencia—. Sabéis tan bien como yo que si los mercaderes encuentran lana lavada dos veces en una sola bala, entonces todo el mundo sacará un precio más bajo por la esquila. Quizá mi padre podrá explicároslo mejor que yo.

Dag metió la barbilla en el pecho y masculló algo entre dientes. Sabía que no le traía a cuenta tratar el asunto con el padre de Egwene.

—Estoy segura de que mi madre os lo sabrá explicar para que podáis entenderlo —añadió implacablemente Loise.

Un tic nervioso contrajo la mejilla de Dag, que esbozó una sonrisa forzada. Tras farfullar que confiaba en que Loise hacía lo correcto, retrocedió y se alejó casi a la carrera. No era tan necio de atraer sobre sí la atención del Círculo de Mujeres, si podía evitarlo. Loise lo siguió con la mirada; su gesto era de absoluta satisfacción.

Egwene aprovechó la oportunidad para salir pitando y soltó un suspiro de alivio cuando no oyó la voz de su hermana llamándola. Quizá Loise prefería separar la lana en lugar de ayudar con la comida, pero lo que de verdad le habría gustado habría sido trepar a los árboles o nadar en las aguas del manantial, a pesar de que casi todas las chicas de su edad dejaban de hacer esas cosas a sus años. Y, de tener ocasión, la cargaba con sus quehaceres domésticos. A Egwene le habría gustado ir a nadar con Loise, pero su hermana consideraba una molestia su compañía y ella era demasiado orgullosa para pedírselo. Frunció el entrecejo. Todas sus hermanas la trataban como a un bebé. Incluso Alene; cuando reparaba en ella, claro. Alene tenía metida la nariz en algún libro casi todo el tiempo; había leído y releído todos los que tenía su padre, ¡y eran casi cuarenta! El preferido de Egwene era Los viajes de Jain el Galopador. Soñaba con ver todas esas tierras extrañas sobre las que Jain había escrito. Sin embargo, si estaba leyendo un libro y Alene lo quería, ¡siempre saltaba con que era demasiado «complejo» para ella y se lo quitaba! ¡Al infierno con las cuatro!

Vio que algunos de los niños que acarreaban agua se sentaban a la sombra para tomarse un descanso y compartir bromas, pero ella siguió con la tarea a pesar de que los brazos le dolían. Egwene al’Vere no iba a aflojar el ritmo de trabajo. También siguió ojo avizor a sus hermanas. Y buscando a Perrin. Y a Mat. ¡Oh, maldita Adora! ¡Malditos todos!