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—Imagínese —había dicho el tío Pasha—, la nena convertida en una auténtica rosa. Soy un experto en rosas y deduje que en la escena tenía que haber un joven. Y entonces la hermana me dice: «Es un gran secreto, tío, no se lo digas a nadie, pero ha estado enamorada de ese Smurov durante mucho tiempo.» Bueno, desde luego eso no es asunto mío. Un Smurov no es peor que otro. Pero realmente me hace gracia pensar que hubo una época en que solía dar un buen azote en las nalguitas desnudas de esa muchacha, y ahora ahí la tenéis, una novia. Simplemente lo adora. Bueno, así son las cosas, mi querida señora, nosotros hemos echado nuestra canita al aire, dejemos ahora que otros echen la suya...

Así que... ha ocurrido. Smurov es amado. Evidentemente, Vanya, la miope pero sensible Vanya, había percibido algo fuera de lo común en Smurov, había comprendido algo acerca de él, y su calma no la había defraudado. Esa misma noche, en casa de los Khrushchov estuvo especialmente calmoso y humilde. Ahora, sin embargo, cuando uno sabía qué felicidad le había golpeado —sí, golpeado (porque hay una felicidad tan intensa que, con su sacudida, con su aullido huracanado, se asemeja a un cataclismo)—, ahora podía percibirse cierta palpitación en su calma, y el clavel de la alegría se revelaba a través de su enigmática palidez. ¡Y, Dios mío, cómo contemplaba a Vanya! Ella bajaba las pestañas, le temblaban las ventanas de la nariz, incluso se mordía un poco los labios, ocultando a todos sus exquisitos sentimientos. Esa noche parecía que algo tenía que resolverse.

El pobre Mukhin no estaba allí: se había ido por unos días a Londres. Khrushchov se había ausentado también. Sin embargo, en compensación, Román Bogdanovich (que estaba reuniendo material para el diario que mandaba todas las semanas con precisión de solterona a un amigo de Tallin) era el mismo tipo sonoro y pesado de siempre. Las hermanas estaban sentadas en el sofá como de costumbre. Smurov, de pie con un codo apoyado en el piano, contemplando apasionadamente la suave raya del cabello de Vanya, sus mejillas encendidas... Evgenia se levantó de un salto varias veces y asomó la cabeza por la ventana: el tío Pasha iba a venir a despedirse y quería estar disponible para abrirle el ascensor.

—Lo adoro —dijo, riendo—. Es un personaje. Estoy segura de que no nos dejará que lo acompañemos a la estación.

—¿Toca usted? —Román Bogdanovich preguntó cortésmente a Smurov, con una mirada significativa al piano.

—Solía tocar —contestó con calma Smurov. Levantó la tapa, miró distraídamente los dientes desnudos del teclado y la volvió a bajar.

—Me encanta la música —observó condifencialmente Román Bogdanovich—. Recuerdo, en mi época de estudiante...

—La música —dijo Smurov en un tono de voz más alto—, por lo menos la buena música, expresa lo que es inexpresable con palabras. En esto consiste el significado y el misterio de la música.

—Allí está —gritó Evgenia, y salió de la habitación.

—¿Y usted, Varvara? —preguntó Román Bogdanovich con su voz áspera y apagada—. Usted... «con dedos más ligeros que un sueño»... ¿eh? Vamos, cualquier cosa... Un pequeño ritornello.

Vanya agitó la cabeza y pareció que iba a fruncir el ceño, pero en cambio soltó una risilla y bajó la mirada. Sin duda, lo que provocaba su regocijo era este estúpido que la invitaba a sentarse al piano cuando su alma estaba resonando y fluyendo con su propia melodía. En este momento se podría haber advertido en la cara de Smurov un violentísimo deseo de que el ascensor en el que estaban Evgenia y el tío Pasha se estropeara para siempre, que Román Bogdanovich cayera directamente en las fauces del león persa azul de la alfombra y, lo más importante, que yo —el ojo frío, insistente, infatigable— desapareciera.

Mientras tanto, el tío Pasha se estaba sonando ya la nariz y riendo entre dientes en el vestíbulo; entró y se detuvo en el umbral, sonriendo tontamente y frotándose las manos.

—Evgenia —dijo—, me temo que no conozco a nadie aquí. Ven, preséntanos.

—¡Oh, Dios mío! —dijo Evgenia—. ¡Es tu propia sobrina!

—Es verdad, es verdad —dijo el tío Pasha, y añadió algo ofensivo sobre mejillas y melocotones.

—Probablemente tampoco reconocerá a los demás —suspiró Evgenia, y empezó a presentarnos en voz alta.

—¡Smurov! —exclamó el tío Pasha, y se le erizaron las cejas—. Oh, Smurov y yo somos viejos amigos. Un hombre afortunado, afortunado —prosiguió maliciosamente, palpando los brazos y los hombros de Smurov—. ¿Y crees que no sabemos...? Lo sabemos todo... Voy a decirte una cosa: ¡cuídala bien! Es un regalo del cielo. Que seáis felices, hijos míos...

Se volvió hacia Vanya pero ella, apretando un pañuelo arrugado contra la boca, salió corriendo de la habitación. Evgenia, emitiendo un extraño sonido, la siguió precipitadamente. Sin embargo, el tío Pasha no se dio cuenta de que su irreflexivo parloteo, intolerable para un ser sensible, había hecho llorar a Vanya. Con ojos redondos, Román Bogdanovich escrutaba con gran curiosidad a Smurov, quien —fueran cuales fuesen sus sentimientos— mantenía una serenidad impecable.

—El amor es una gran cosa —dijo el tío Pasha, y Smurov sonrió cortésmente—. Esta muchacha es una joya. Y tú, tú eres un joven ingeniero, ¿no es cierto? ¿Qué tal va tu trabajo?