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Sin entrar en detalles, Smurov dijo que le iba muy bien. De pronto Román Bogdanovich se golpeó la rodilla y se le subió la sangre al rostro.

—Hablaré de ti en Londres —dijo el tío Pasha—. Tengo muy buenas relaciones. Sí, me voy, me voy. Ahora mismo, en efecto.

Y el asombroso viejo miró su reloj y nos ofreció ambas manos. Smurov, vencido por el éxtasis del amor, lo abrazó inesperadamente.

—¿Qué les parece eso?... ¡Ese sí que es un tipo curioso! —dijo Román Bogdanovich cuando se cerró la puerta detrás del tío Pasha.

Evgenia volvió al salón.

—¿Dónde está? —preguntó sorprendida: había algo mágico en su desaparición.

Corrió hacia Smurov.

—Por favor, disculpe a mi tío —empezó—. Fui lo bastante tonta como para hablarle de Vanya y Muk-hin. Debe haber confundido los nombres. Al principio no me di cuenta de lo chocho que estaba...

—Y yo escuchaba y creía que iba a volverme loco —dijo Román Bogdanovich, extendiendo las manos.

—Oh, vamos, vamos, Smurov —prosiguió Evgenia—. ¿Qué le pasa? No debe tomárselo tan a pecho. Al fin y al cabo, no es ningún insulto.

—No me pasa nada, simplemente no lo sabía —dijo con voz ronca Smurov.

—¿Qué quiere decir que no lo sabía? Todo el mundo lo sabe... Hace mucho tiempo que dura. Sí, naturalmente, se adoran. Hace casi dos años. Escuche, le voy a contar algo divertido del tío Pasha: una vez, cuando era todavía relativamente joven, no, no se vaya, es una historia muy interesante, un día, cuando era relativamente joven, paseaba por la avenida Nevski...

Sigue un breve período en el que dejé de mirar a Smurov: me volví pesado, me rendí de nuevo a la roedura de la gravedad, me puse otra vez mi antigua carne, como si en efecto toda esta vida a mi alrededor no fuese producto de mi imaginación sino real, y yo formara parte de ella, en cuerpo y alma. Si no eres amado pero no sabes con seguridad si un rival potencial es amado o no, y, si hay varios, no sabes cuál de ellos es más afortunado que tú; si te sustentas con esta esperanzada ignorancia que te ayuda a resolver en conjeturas una agitación de otro modo intolerable; entonces todo está bien, puedes vivir. ¡Pero ay, cuando finalmente se anuncia el nombre, y este nombre no es el tuyo! Porque ella era tan encantadora, incluso hacía asomar las lágrimas a los ojos y, apenas pensaba en ella, brotaba en mi interior una noche de gemidos, horrible y salobre. Su cara vellosa, sus ojos miopes y sus tiernos labios sin pintar, agrietados y algo hinchados por el frío, y cuyo color parecía correrse en los bordes, disolviéndose en un rosa febril que parecía necesitar urgentemente el bálsamo de un beso de mariposa; sus vestidos cortos y de colores fuertes, las rodillas grandes, que ella juntaba con fuerza, insoportablemente apretadas, cuando jugaba a la baraja con nosotros, inclinando la sedosa cabeza negra sobre sus cartas; y las manos adolescentemente húmedas y frías y un poco ásperas, que uno deseaba especialmente tocar y besar: sí, todo en ella era angustioso y de algún modo irremediable, y sólo en mis sueños, anegado en lágrimas, finalmente la abrazaba y sentía bajo mis labios su cuello y el hueco junto a la clavícula. Pero ella se desprendía siempre, y yo me despertaba, todavía palpitante. ¿Qué me importaba a mí si era estúpida o inteligente, o cómo había sido su infancia, o qué libros leía, o qué pensaba del universo? Realmente no sabía nada de ella, cegado como estaba por ese encanto ardiente que reemplaza a todo lo demás y que lo justifica todo, y que, a diferencia del alma humana (a menudo accesible y poseíble), no se puede apropiar de ningún modo, de la misma manera que no es posible incluir entre nuestras pertenencias los colores de las desiguales nubes del ocaso sobre las casas negras, o el olor de una flor que aspiramos interminablemente, con las ventanas de la nariz tensas, hasta la intoxicación, pero sin poder extraerlo completamente de la corola. Una vez, en Navidad, antes de un baile al que iban todos sin mí, vislumbré, en una franja de espejo a través de una puerta entreabierta, a su hermana empolvando los omóplatos desnudos de Vanya; en otra ocasión reparé en un sostén diáfano en el cuarto de baño. Para mí, estos eran acontecimientos agotadores, que tenían sobre mis sueños un efecto delicioso pero terriblemente consumidor, si bien ni siquiera una vez fui en ellos más allá de un beso sin esperanza (ni yo mismo sé por qué lloraba tanto cuando nos encontrábamos en mis sueños). De todos modos, lo que necesitaba de Vanya nunca podría haberlo tomado para mi uso y posesión perpetuos, de la misma manera que no es posible poseer el color de la nube o el perfume de la flor. Sólo cuando por fin me di cuenta de que mi deseo iba forzosamente a permanecer insaciable y de que Vanya era por completo una creación mía, me tranquilicé y empecé a acostumbrarme a mi propia emoción, de la que había obtenido toda la dulzura que es posible para un hombre extraer del amor.

Mi atención regresó paulatinamente a Smurov. Por cierto, resultó que, a pesar de su interés por Vanya, Smurov había puesto los ojos, a hurtadillas, en la criada de los Khrushchov, una muchacha de dieciocho años, cuyo especial atractivo era la soñolienta forma de sus ojos. Ella misma no era sino soñolienta. Resulta divertido pensar qué depravadas estratagemas de juegos amorosos estaba imaginando esta muchacha de aspecto modesto —llamada Gretchen o Hilda, no recuerdo cuál de los dos nombres— cuando la puerta estaba cerrada y la bombilla prácticamente desnuda, suspendida de un largo cordón, iluminaba la fotografía de su novio (un tipo robusto con sombrero tirolés) y una manzana de la mesa de los señores. Smurov contaba estos hechos con todo detalle, y no sin cierto orgullo, a Weinstock, quien detestaba las historias indecentes y emitía un vigoroso y elocuente «¡puf!» cuando oía algo salaz. Y es por eso por lo que la gente ansiaba especialmente contarle este tipo de cosas.

Smurov llegaba a su habitación por la escalera de servicio y se quedaba mucho tiempo con ella. Al parecer, Evgenia una vez notó algo —una retirada precipitada al final del pasillo, o risas apagadas detrás de la puerta— porque mencionó con irritación que Hilda (o Gretchen) estaba liada con algún bombero. Durante este arranque, Smurov carraspeó complacido unas cuantas veces. La criada, bajando sus encantadores ojos apagados, atravesaba el comedor; lenta y cuidadosamente colocaba un frutero y sus pechos en el aparador; se detenía soñolienta para apartar un apagado rizo rubio de la sien, y luego regresaba sonámbula a la cocina; y Smurov se frotaba las manos como si fuera a pronunciar un discurso, o sonreía en el momento inoportuno durante la conversación general. Weinstock gesticulaba y escupía asqueado cuando Smurov se explayaba en el placer de contemplar a la remilgada criada trabajando cuando, muy poco antes, pisando suavemente con los pies descalzos en el suelo sin alfombra, había estado bailando el fox con la moza de cremosas ancas en su angosto cuartillo, al lejano son de un gramófono que llegaba de las dependencias de los señores: Mister Mukhin había traído de Londres algunos discos realmente encantadores con los dulces gemidos de la música de baile hawaiana.

—Es usted un aventurero —decía Weinstock—, un Don Juan, un Casanova.

Sin embargo, para sus adentros, sin duda consideraba a Smurov un espía doble o triple, y esperaba que la mesita dentro de la cual se agitaba nervioso el fantasma de Azef ofreciera nuevas e importantes revelaciones. Esta imagen de Smurov, no obstante, ahora me interesaba muy poco: estaba condenada a desvanecerse gradualmente debido a la falta de pruebas confirmatorias. Naturalmente, el misterio de la personalidad de Smurov permanecía, y era posible imaginar a Weinstock, varios años más tarde y en otra ciudad, mencionando, de pasada, a un hombre extraño que una vez había trabajado para él como vendedor, y que ahora estaba Dios sabe dónde. «Sí, un tipo muy raro», diría pensativamente Weinstock. «Un hombre hecho de un tejido de indicaciones incompletas, un hombre con un secreto oculto. Podía echar a perder a una muchacha... Es difícil decir quién le había enviado y a quién vigilaba. Sin embargo, supe de fuente fidenigna... Pero no quiero decir nada.»