Выбрать главу

Mucho más divertido era el concepto que Gretchen (o Hilda) tenía de Smurov. Un día de enero desapareció del ropero de Vanya un par de medias de seda nuevas, con lo que todo el mundo recordó una multitud de otras pequeñas pérdidas: setenta pfennigs de cambio dejados sobre la mesa y soplados como una ficha de damas; una polvera de cristal que «había escapado del neceser ruso», como dijo Khrushchov; un pañuelo de seda, por alguna razón muy apreciado («¿Dónde diablos puedo haberlo puesto?»). Luego, un día, Smurov llegó con una corbata azul, tornasolada como un pavo real, y Khrushchov parpadeó y dijo que él había tenido una corbata exactamente igual que aquélla; Smurov se sintió absurdamente violento y nunca volvió a ponerse aquella corbata. Pero, desde luego, a nadie se le pasó por la cabeza que la muy boba había robado la corbata (a propósito: ella solía decir que «la corbata es el mejor adorno del hombre») y se la había dado, por pura costumbre maquinal, a su novio del momento, como Smurov informó amargamente a Weinstock. Su perdición llegó cuando Evgenia entró por casualidad en su habitación una vez que ella no estaba, y encontró en la cómoda una colección de artículos familiares regresados de la muerte. De modo que Gretchen (o Hilda) partió con destino desconocido; Smurov trató de localizarla, pero pronto se dio por vencido y le confesó a Weinstock que ya estaba harto. Esa noche Evgenia dijo que se había enterado de algunas cosas extraordinarias por la mujer del portero.

—No era bombero, no era bombero en absoluto —dijo Evgenia, riendo—, sino un poeta extranjero, ¿no es delicioso?... Este poeta extranjero había tenido una trágica aventura amorosa y una finca familiar del tamaño de Alemania, pero le habían prohibido volver a casa, realmente delicioso, ¿no es cierto? Es una lástima que la mujer del portero no preguntase cómo se llamaba: estoy segura de que era ruso, y no me sorprendería que fuese alguien que viene a vernos... Por ejemplo, ese tipo del año pasado, ya saben a quién me refiero... el chico moreno con aquel encanto fatal, ¿cómo se llamaba?

—Ya sé a quién te refieres —dijo Vanya—. Ese barón de lo que sea.

—O tal vez era otra persona —prosiguió Evgenia—. ¡Oh, es tan delicioso! Un caballero que era todo alma, un «caballero espiritual», dice la mujer del portero. Podría morirme de risa...

—No dejaré de tomar nota de todo eso —dijo Román Bogdanovich con voz almibarada—. Mi amigo de Tallin recibirá una carta muy interesante.

—¿No se aburre nunca? —preguntó Vanya—. Empecé varias veces a escribir un diario, pero siempre lo dejaba. Y cuando lo volvía a leer me avergonzaba siempre de lo que había escrito.

—Oh, no —dijo Román Bogdanovich—. Si se hace concienzudamente y con regularidad se tiene una sensación agradable, una sensación de autoconservación, por así decirlo: conservas toda tu vida y, años más tarde, releyéndolo, puedes encontrar que no carece de fascinación. Por ejemplo, he hecho una descripción de usted que sería la envidia de cualquier escritor profesional. Una pincelada aquí, una pincelada allá, y ya está: un retrato completo...

—¡Oh, por favor, enséñemelo! —dijo Vanya.

—No puedo —contestó Román Bogdanovich con una sonrisa.

—Entonces enséñeselo a Evgenia —dijo Vanya.

—No puedo. Me gustaría, pero no puedo. Mi amigo de Tallin archiva mis colaboraciones semanales a medida que llegan, y yo, deliberadamente, no conservo copias para no caer en la tentación de hacer cambios ex post jacto: tachar cosas, etc. Y un día, cuando Román Bogdanovich sea muy viejo, Román Bogdanovich se sentará a su escritorio y empezará a releer su vida. Es para él para quien estoy escribiendo: para el futuro anciano con la barba de Santa Claus. Y si encuentro que mi vida ha sido rica y útil, entonces dejaré estas memorias como una lección para la posteridad.

—¿Y si todo es una tontería? —preguntó Vanya.

—Lo que es tontería para uno puede tener sentido para otro —contestó Román Bogdanovich en tono más bien agrio.

La idea de este diario epistolar me había interesado hacía mucho tiempo y me tenía algo preocupado. El deseo de leer por lo menos un extracto se fue convirtiendo en un violento tormento, en una preocupación constante. No tenía la menor duda de que esos apuntes contenían una descripción de Smurov. Sabía que muy a menudo un relato trivial de conversaciones y paseos por el campo, y los tulipanes o los loros del vecino, y lo que uno comió aquel día encapotado en que, por ejemplo, el rey fue decapitado: sabía que esas notas triviales a menudo viven centenares de años y que uno las lee por placer, por el sabor de antigüedad, por el nombre de un plato, por el aspecto de festiva espaciosidad allí donde ahora se apiñan altos edificios. Y, además, ocurre a menudo que el diarista, que durante su vida ha pasado desapercibido o había sido ridículizado por nulidades olvidadas, surge doscientos años más tarde como un escritor de primera clase que supo cómo inmortalizar, con un trazo de su anticuada pluma, un paisaje ventoso, el olor de una diligencia o las rarezas de un conocido. Ante la sola idea de que la imagen de Smurov pudiese conservarse tan segura, tan perdurable, sentía un escalofrío sagrado, enloquecía de deseo y sentía que tenía que interponerme espectralmente a toda costa entre Román Bogdanovich y su amigo de Tallin. Naturalmente, la experiencia me advertía que la imagen concreta de Smurov, destinada tal vez a vivir para siempre (para deleite de los eruditos), podría producirme una conmoción; pero el deseo apremiante de adquirir este secreto, de ver a Smurov a través de los ojos de los siglos venideros, era tan deslumbrante que ninguna idea de decepción podía asustarme. Sólo una cosa temía: un largo y meticuloso recorrido, pues resultaba difícil imaginar que, ya en la primera carta que interceptara, Román Bogdanovich iba a empezar directamente (como la voz que de pronto estalla en los oídos cuando encendemos la radio por un momento) con un elocuente informe sobre Smurov.

Recuerdo una calle oscura en una borrascosa noche de marzo. Las nubes se deslizaban por el cielo, adoptando diversas actitudes grotescas como asombrosos y aerostáticos bufones en un horrible carnaval, mientras yo, encorvado en el viento, sujetando el sombrero hongo que me parecía que iba a explotar como una bomba si soltaba el ala, estaba frente a la casa donde vivía Román Bogdanovich. Los únicos testigos de mi vigilia eran un farol que parecía parpadear a causa del viento y una hoja de papel de envolver que ora iba corriendo por la acera, ora trataba de enrollarse en mis piernas retozando odiosamente, por mucho que tratara de apartarla a puntapiés. Jamás había conocido un viento como aquél, ni había visto un cielo tan ebrio y desaliñado. Y esto me molestaba. Yo había venido a espiar un ritual —Román Bogdanovich, a medianoche entre el viernes y el sábado, depositando una carta en el buzón— y era indispensable que lo viese con mis propios ojos antes de que empezara a desarrollar el vago plan que había ideado. Esperaba que, apenas viera a Román Bogdanovich luchando contra el viento para apoderarse del buzón, mi plan incorpóreo cobraría vida y nitidez (había pensado improvisar un saco abierto que de algún modo introduciría en el buzón, colocándolo de forma que una carta, al echarla por la ranura, cayera en mi red). Pero este viento —que ahora zumbaba bajo la bóveda de mi sombrero, inflaba mis pantalones o se adhería a mis piernas hasta que parecían esqueléticas— me estorbaba, impidiéndome concentrarme en el asunto. La medianoche pronto cerraría por completo el ángulo agudo de las horas; sabía que Román Bogdanovich era puntual. Miré la casa y traté de adivinar detrás de cuál de las tres o cuatro ventanas iluminadas estaba sentado en este preciso instante un hombre, inclinado sobre una hoja de papel, creando una imagen, tal vez inmortal, de Smurov. Luego dirigí la mirada al oscuro cubo fijado a la verja de hierro forjado, a aquel oscuro buzón en el que dentro de poco iba a hundirse una carta inconcebible como si se hundiera en la eternidad. Me aparté del farol; y las sombras me proporcionaron una especie de febril protección. De pronto un resplandor amarillo apareció en el vidrio de la puerta principal y en mi agitación solté el ala del sombrero. Instantes después estaba girando sobre un mismo punto, con las dos manos alzadas, como si el sombrero que acababa de serme arrebatado estuviera volando todavía alrededor de mi cabeza. Con un ligero golpe, el sombrero hongo cayó y rodó por la acera. Me precipité en pos de él, tratando de pisarlo para detenerlo: y en mi carrera casi choqué con Román Bogdanovich, quien recogió mi sombrero con una mano, mientras sujetaba en la otra un sobre cerrado, blanco y enorme. Creo que mi aparición en su barrio a esa hora tan avanzada le desconcertó. Por un instante el viento nos envolvió en su violencia; grité un saludo, tratando de hacerme oír por encima del estruendo de la noche demente, y luego, con dos dedos, cogí ágil y limpiamente la carta de la mano de Román Bogdanovich.