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Todavía no había mirado bien a Vanya; siempre necesitaba un poco de tiempo para aclimatarme a su presencia antes de mirarla. Ahora vi que llevaba una falda de seda negra y un pullover blanco con un escote bajo en V, y su peinado estaba especialmente cuidado. Continuó mirando el libro abierto a través de sus impertinentes: una novelita pogromista de una dama rusa de Belgrado o Harbin. Qué altos estábamos por encima de la calle, directamente en el cielo apacible, ajado... Dentro, la aspiradora dejó de zumbar.

—Ha muerto el tío Pasha —dijo, alzando la cabeza—. Sí, hemos recibido un telegrama esta mañana.

¿Qué me importaba si la existencia de ese anciano jovial e imbécil había llegado a su término? Pero ante la idea de que, junto con él, había muerto la más feliz, la más efímera imagen de Smurov, la imagen de Smurov el novio, sentí que no podía contener más la agitación que había estado brotando desde hacía tiempo en mi interior. No sé cómo empezó —tiene que haber habido algunos movimientos preparatorios—, pero recuerdo que me encontré sentado en el ancho brazo de la silla de mimbre de Vanya y ya le estaba agarrando la muñeca: ese contacto largo tiempo soñado, prohibido. Ella se sonrojó violentamente y de pronto sus ojos empezaron a brillarle con lágrimas: qué claramente veía su oscuro párpado inferior llenarse de reluciente humedad. Al mismo tiempo siguió sonriendo, como si con inesperada generosidad deseara otorgarme todas las diversas expresiones de su belleza.

—Era un viejo tan divertido —dijo, para explicar el resplandor de sus labios, pero la interrumpí:

—No puedo continuar así, no puedo aguantarlo más —musité, agarrándole con violencia la muñeca, que se puso rígida inmediatamente, y volviendo una obediente hoja del libro que tenía en el regazo—. Tengo que decirle... Pero ahora ya no importa..., me marcho y no volveré a verla nunca más. Tengo que decírselo. Al fin y al cabo, no me conoce... Pero en realidad llevo una máscara..., estoy siempre escondido detrás de una máscara...

—Vamos, vamos —dijo Vanya—, le conozco muy bien, y lo veo todo, y lo comprendo todo. Usted es una persona buena, inteligente. Espere un momento, voy a coger, el pañuelo. Está sentado encima de él. No, se me ha caído. Gracias. Por favor, suélteme la mano, suélteme la mano: no tiene que tocarme así. Por favor, no...

Volvía a sonreír, levantando las cejas asidua y cómicamente, como si me invitase a que sonriera también yo, pero había perdido todo el control y una esperanza imposible revoloteaba en torno a mí; seguí hablando y gesticulando tan frenéticamente que el brazo de la silla de mimbre crujió, y hubo momentos en que la raya del cabello de Vanya estaba justo debajo de mis labios, con lo cual ella apartaba cuidadosamente la cabeza.

—Más que la vida misma —dije yo rápidamente—, más que la vida misma, y hace ya mucho tiempo, desde el primer instante. Y usted es la primera persona que me ha dicho que soy bueno...

—Por favor, no —suplicó Vanya—. Sólo se está haciendo daño a sí mismo y a mí. Mire, ¿por qué no me deja que le cuente cómo se me declaró Román Bogdanovich? Fue tan divertido...

—No se atreva —grité—. ¿A quién le importa ese payaso? Lo sé, sé que sería feliz conmigo. Y si hay algo en mí que no le gusta, cambiaré de la forma que usted quiera.

—Me gusta todo de usted —dijo Vanya—, incluso su imaginación poética. Incluso su propensión a exagerar a veces. Pero sobre todo me gusta su bondad: pues es usted muy bondadoso y quiere mucho a todo el mundo, y luego es siempre tan absurdo y encantador. De todos modos, le suplico que deje de agarrarme la mano, o tendré que irme.

—Entonces, después de todo, ¿hay esperanza? —pregunté.

—Absolutamente ninguna —dijo Vanya—. Y usted lo sabe perfectamente bien. Y además, él va a llegar en cualquier momento.

—No puede amarlo —grité—. Se está engañando a sí misma. No es digno de usted. Puedo contarle cosas horribles de él.

—Basta ya —dijo Vanya, e hizo ademán de levantarse.

Pero al llegar a este punto, con el deseo de detener su movimiento, la abracé involuntaria e incómodamente, y, al contacto cálido, lanoso y transparente de su pullover, empezó a burbujear dentro de mí un placer turbio, atroz; estaba dispuesto a todo, incluso a la tortura más repugnante, pero tenía que besarla por lo menos una vez.

—¿Por qué lucha? —balbuceé—. ¿Qué le cuesta? Para usted no es más que un pequeño gesto caritativo..., para mí lo es todo.

Creo que podría haber consumado un estremecimiento de éxtasis oneirótico si hubiese podido abrazarla unos segundos más; pero consiguió soltarse y ponerse en pie. Se alejó hacia la baranda del balcón, carraspeando y mirándome con ojos entrecerrados, y en algún lugar del cielo se elevó una larga vibración parecida a un arpa: la nota final. No tenía nada más que perder. Lo revelé todo, grité que Mukhin no la amaba ni podía amarla, en un torrente de vulgaridad le describí la certeza de nuestra felicidad si se casaba conmigo y, finalmente, sintiendo que estaba a punto de echarme a llorar, arrojé su libro, que de algún modo tenía en mis manos, y me volví para marcharme, dejando a Vanya para siempre en su balcón, con el viento, con el calinoso cielo primaveral y con el misterioso sonido de contrabajo de un avión invisible.

En el salón, no muy lejos de la puerta, Mukhin estaba sentado, fumando. Me siguió con la mirada y dijo con calma:

—Nunca creí que fuera tan canalla.

Lo saludé con una ligera inclinación de cabeza y salí.

Descendí a mi habitación, cogí el sombrero y me precipité a la calle. Al entrar en la primera floristería que vi, empecé a taconear y a silbar, pues no había nadie a la vista. El delicioso aroma fresco de las flores a mi alrededor estimulaba mi voluptuosa impaciencia. La calle se prolongaba en el espejo lateral contiguo al escaparate, pero no era más que una prolongación ilusoria: un coche que había pasado de izquierda a derecha desapareció repentinamente, si bien la calle lo esperaba imperturbable; otro coche, que se había estado acercando en sentido contrario, desapareció también: uno de los dos había sido sólo un reflejo. Finalmente apareció la dependienta. Elegí un gran ramo de lirios de los valles. Frías gemas goteaban de sus resistentes campanillas, y el dedo anular de la dependienta estaba vendado: debía de haberse pinchado. Se dirigió al mostrador y durante largo tiempo estuvo atareada haciendo crujir una gran cantidad de papel desagradable. Los tallos fuertemente atados formaban una gruesa y rígida salchicha; nunca había imaginado que los lirios de los valles pudiesen ser tan pesados. Al empujar la puerta, observé el reflejo en el espejo lateraclass="underline" un joven con un sombrero hongo y con un ramo en las manos se acercó apresuradamente hacia mí. Aquel reflejo y yo nos fundimos en uno. Salí a la calle.

Caminé muy deprisa, con pasos menudos, rodeado de una nubecita de humedad floral, intentando no pensar en nada, intentando creer en el maravilloso poder curativo del lugar concreto hacia el que me apresuraba. Ir allí era la única forma de impedir el desastre: la vida, sofocante y onerosa, llena de tormento familiar, estaba a punto de abalanzarse de nuevo sobre mí y de refutar groseramente que era un fantasma. Es espantoso cuando la vida real de pronto resulta ser un sueño, pero ¡cuánto más espantoso cuando lo que uno ha creído que era un sueño —fluido e irresponsable— de pronto empieza a cuajarse como realidad! Tenía que poner fin a esto, y sabía cómo hacerlo.