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—¿Para qué te va a servir un arma? —replicó—. Son astutos como el diablo. Sólo hay una defensa posible contra ellos: inteligencia. Mi organización...

De pronto me lanzó una mirada recelosa, como si hubiese hablado demasiado. En este instante tomé una decisión y expliqué, tratando de mantener un aire burlón, que me encontraba en una situación singular: no me quedaba nadie a quien pedir prestado, y, sin embargo, tenía que seguir viviendo y fumando; y mientras decía todo esto, no dejaba de recordar a un desconocido de mucha labia, al que le faltaba un incisivo, que en una ocasión se presentó a la madre de mis alumnos y, exactamente en el mismo tono burlón, contó que tenía que ir a Wiesbaden esa noche y que le faltaban exactamente noventa pfennigs.

—Bueno —dijo ella con calma—, puede usted guardarse su historia de Wiesbaden, pero quizás le dé veinte pfennigs. Más no puedo, puramente por una cuestión de principios.

Sin embargo, ahora, mientras me permitía esta yuxtaposición, no me sentía nada humillado. Desde el disparo —aquel disparo que, a mi juicio, había sido mortal— me había observado a mí mismo no tanto con simpatía como con curiosidad, y mi doloroso pasado —anterior al disparo— ahora me era ajeno. Esta conversación con Weinstock resultó ser el principio de una nueva vida para mí. Con respecto a mí mismo, ahora era un observador. Mi creencia en la naturaleza fantasmagórica de mi existencia me daba el derecho a ciertas diversiones.

Es tonto buscar una ley básica; todavía más tonto encontrarla. Un hombrecillo mezquino decide que todo el curso de la humanidad puede explicarse en términos de los signos del zodíaco, que giran insidiosamente, o como una lucha entre una barriga vacía y otra llena; contrata a un filisteo puntilloso para que actúe como secretario de Clío, e inicia un comercio al por mayor de épocas y masas; y, entonces, ay del individuum particular, con sus dos pobres ues, que grita desesperadamente en medio de la densa vegetación de causas económicas. Por suerte tales leyes no existen: un dolor de muelas puede costar una batalla, una llovizna cancelar una insurrección. Todo es fluido, todo depende del azar, y fueron en vano todos los esfuerzos de aquel burgués avinagrado con pantalones Victorianos a cuadros, autor de Das Kapital, fruto del insomnio y de la jaqueca. Hay un placer estimulante en mirar hacia el pasado y preguntarse: ¿Qué hubiera ocurrido si...? y sustituir un acontecimiento fortuito por otro, observando cómo de un momento gris, estéril, mediocre de nuestras vidas surge un acontecimiento maravilloso y halagüeño que en realidad no había logrado florecer. Algo misterioso, esta estructura ramificada de la vida: en cada instante pasado percibimos una bifurcación, un «así» y un «de otro modo», con innumerables zigzags deslumbrantes que se bifurcan contra el fondo oscuro del pasado.

Todas estas consideraciones simples sobre la naturaleza vacilante de la vida se me ocurren cuando pienso en la facilidad con que podría no haber alquilado nunca una habitación en la casa del número 5 de Peacock Street, o no haber conocido a Vanya y a su hermana, o a Román Bogdanovich, o a muchas otras personas con las que me encontré de repente, que empezaron a vivir al mismo tiempo, tan inesperada e insólitamente, a mi alrededor. Y, por otra parte, si después de mi salida espectral del hospital me hubiese instalado en una casa distinta, tal vez una felicidad inimaginable se hubiera convertido en mi interlocutor familiar... quién sabe... quién sabe...

Arriba, en el último piso, vivía una familia rusa. La conocí a través de Weinstock, de quien obtenían libros: otra estratagema fascinante por parte de la fantasía que gobierna la vida. Antes de realmente conocernos, solíamos encontrarnos en la escalera y nos cruzábamos miradas un tanto cautelosas, como suelen hacerlo los rusos en el extranjero. Reparé en Vanya inmediatamente e inmediatamente me dio un brinco el corazón; como cuando, en un sueño, entramos en una habitación a prueba de sueños y encontramos allí dentro, a disposición de nuestro sueño, a nuestra presa acorralada por el sueño. Tenía una hermana casada, Evgenia, una mujer joven con una preciosa cara cuadrada que hacía pensar en un bulldogbonachón y bastante hermoso. También estaba el corpulento marido de Evgenia. En una ocasión, en el vestíbulo de la planta baja, le sostuve la puerta y su mal pronunciado «gracias» en alemán ( danke) rimaba exactamente con el locativo de la palabra rusa por «banco»: donde, por cierto, trabajaba.

Con ellos vivía Marianna Nikolaevna, una parienta, y por las noches tenían invitados, casi siempre los mismos. Evgenia estaba considerada como la señora de la casa. Tenía un agradable sentido del humor; era ella quien había apodado «Vanya» a su hermana cuando ésta había pedido que la llamaran «Mona Vanna» (por la heroína de alguna obra de teatro), pues encontraba que el sonido de su verdadero nombre —Varvara— de algún modo hacía pensar en corpulencia y viruela. Tardé un poco en acostumbrarme a este diminutivo del masculino «Ivan»; pero paulatinamente adquirió para mí el matiz exacto que Vanya asociaba con los lánguidos nombres femeninos.

Las dos hermanas se parecían; la franca pesadez de bulldogde las facciones de la mayor era apenas perceptible en Vanya, pero de una manera distinta que prestaba significación y originalidad a la belleza de su rostro. Los ojos de las hermanas también eran parecidos: de un pardo negruzco, ligeramente asimétricos y un poquitín sesgados, con graciosos plieguecillos en los párpados oscuros. Los ojos de Vanya eran más opacos en el iris que los de Evgenia y, a diferencia de los de su hermana, eran algo miopes, como si su belleza los hiciera poco indicados para el uso cotidiano. Ambas muchachas eran morenas y se peinaban de la misma forma: una raya en medio y un moño grande y tirante a la altura de la nuca. Pero el cabello de la mayor no se afirmaba con la misma maravillosa suavidad y carecía de ese brillo cotizado. Quiero quitarme de encima a Evgenia, desembarazarme completamente de ella, para acabar así con la necesidad de comparar a las dos hermanas, y al mismo tiempo sé que, si no fuera por el parecido, el encanto de Vanya no sería tan completo. Sólo sus manos no eran elegantes: la palma pálida contrastaba demasiado con el dorso, que era muy rosado y de grandes nudillos, y había siempre manchitas blancas en las uñas redondas.

¿Cuánta más concentración se necesita, cuánta mayor intensidad ha de alcanzar nuestra mirada para que el cerebro pueda esclavizar la imagen visual de una persona? Allí están sentadas en el sofá; Evgenia lleva un vestido de terciopelo negro, y grandes cuentas adornan su blanco cuello; Vanya va vestida de carmesí, con pequeñas perlas en lugar de cuentas; sus ojos se entornan bajo las gruesas cejas negras; un toque de polvos no ha ocultado la ligera erupción sobre el ancho entrecejo. Las hermanas llevan idénticos zapatos nuevos y continuamente miran de reojo los pies de la otra: sin duda el mismo tipo de zapato no resulta tan bonito en el propio pie como en el de la otra. Marianna, una doctora rubia de voz autoritaria, les habla a Smurov y a Román Bogdanovich sobre los horrores de la reciente guerra civil en Rusia. Khrushchov, el marido de Evgenia, un caballero jovial con una gruesa nariz —que manipula continuamente, tirando de ella o agarrándose una aleta y tratando de retorcerla—, está de pie en la puerta que da a la otra habitación, hablando con Mukhin, un joven con quevedos. Están el uno frente al otro en el marco de la puerta, como dos atlantes.