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Mi hermano y yo medíamos lo mismo, casi un metro noventa, pero él pesaba sus buenos cien kilos por culpa de la vida sedentaria. Difícilmente hubiera podido mi cuñada levantarle del sofá y trasladarle a cualquier parte; ya había hecho bastante con mantenerle erguido.

– El médico tardó media hora en llegar -siguió relatándome, llorosa-. Durante todo ese tiempo, Daniel sólo abrió los ojos un par de veces y fue para repetir que estaba muerto y que quería que le amortajara y le enterrara. Como una tonta, mientras le empujaba contra el sofá para que no se derrumbara, intenté razonar con él explicándole que su corazón seguía latiendo, que su cuerpo estaba caliente y que estaba respirando con total normalidad, y él me contestó que nada de todo eso quería decir que estuviera vivo porque era indiscutible que estaba muerto.

– Se ha vuelto loco… -murmuré con amargura, examinando la punta de mis deportivas.

– Pues eso no es todo. Al médico le dio la misma explicación, con algún nuevo detalle como que no tenía tacto, ni olfato, ni gusto porque su cuerpo era un cadáver. El doctor sacó entonces una aguja del maletín y, muy suavemente para no hacerle mucho daño, le pinchó en la yema de un dedo. -Ona se detuvo un instante y, luego, me sujetó por el brazo para atraer toda mi atención-. No te lo vas a creer: terminó clavándole la aguja entera en varias partes del cuerpo y… ¡Daniel ni siquiera se inmutó!

Debí de poner cara de imbécil porque si había algo que mi hermano no soportaba desde pequeño eran las inyecciones. Se caía redondo ante la visión apocalíptica de una jeringuilla.

– Entonces el doctor decidió pedir una ambulancia y traerlo a La Custodia. Dijo que debía examinarle un neurólogo. Arreglé a Dani y nos vinimos. A él se lo llevaron para adentro y nosotros nos quedamos en la sala de espera hasta que una enfermera me dijo que subiera a esta planta porque lo habían ingresado en Neurología y que el médico hablaría conmigo cuando hubiera terminado de reconocer a Daniel. Estuve intentando localizarte por todas partes. Por cierto… -comentó pensativa, acurrucando al niño contra su pecho a pesar de las airadas protestas de éste-, deberíamos llamar a tu madre y a Clifford.

El problema no era llamarlos; el problema era cómo demonios recuperar mi móvil sin que mi sobrino montara una bronca descomunal, así que inicié un cauteloso acercamiento agitando en el aire las llaves del coche hasta que me di cuenta de que tanto el niño como mi cuñada me ignoraban y dirigían la mirada hacia un punto situado a mi espalda. Dos tipos con cara de funeral se dirigían hacia nosotros. Uno de ellos, el de mayor edad, vestía de calle con una bata blanca encima; el otro, de tamaño diminuto y con gafas, lucía el uniforme completo, zuecos incluidos.

– ¿Son ustedes familia de Daniel Cornwall? -preguntó este último pronunciando el nombre completo de mi hermano con un correcto acento británico.

– Ella es su mujer -dije, poniéndome en pie; el mayor se me quedó a la altura del hombro y al otro le perdí por completo de vista-, y yo soy su hermano.

– Bien, bien… -exclamó el mayor, escondiendo las manos en los bolsillos de la bata. Aquel gesto, que guardaba cierto parecido con el de Pilatos, no me gustó-. Soy el doctor Llor, el neurólogo que ha examinado a Daniel, y éste es el psiquiatra de guardia, el doctor Hernández. -Sacó la mano derecha del bolsillo pero no fue para estrechar las nuestras sino para indicarnos el camino hacia el interior de la planta. Quizá mi aspecto, con el pendiente, la perilla y la coleta, le desagradaba; o quizá el mechón de pelo color naranja de Ona le resultaba deplorable-. Si fueran tan amables de pasar un momento a mi despacho, podríamos hablar tranquilamente sobre Daniel.

El doctor Llor se colocó sin prisa a mi lado, dejando que el joven doctor Hernández acompañara a Ona y a Dani unos pasos más atrás. Toda la situación tenía un no sé qué de ilusorio, de falso, de realidad virtual.

– Su hermano, señor Cornwall… -empezó a decir el doctor Llor.

– Mi apellido es Queralt, no Cornwall.

El médico me miró de una manera extraña.

– Pero usted dijo que era su hermano -masculló con irritación, como alguien que ha sido vilmente engañado y está perdiendo su valiosísimo tiempo con un advenedizo.

– Mi nombre es Arnau Queralt Sané y mi hermano se llama Daniel Cornwall Sané. ¿Alguna duda más…? -proferí con ironía. Si yo había dicho que Daniel era mi hermano, ¿a qué venía ese ridículo recelo? ¡Como si en el mundo sólo existiera un único e inquebrantable modelo de familia!

– ¿Es usted Arnau Queralt? -se sorprendió el neurólogo, tartamudeando de repente.

– Hasta hace un momento lo era -repuse, sujetándome detrás de la oreja un poco de pelo que se me había soltado de la coleta.

– ¿El dueño de Ker-Central…?

– Yo diría que sí, salvo que haya ocurrido algo imprevisto.

Habíamos llegado hasta una puerta pintada de verde que exhibía un pequeño letrero con su nombre, pero Llor se resistía a franquear el paso.

– Un sobrino de mi mujer, que es ingeniero de telecomunicaciones, trabaja en su empresa. -Por su tono intuí que acababan de cambiar los papeles: el tipo de la pinta rara ya no era un impresentable cualquiera.

– ¿Ah, sí? -repuse con desinterés-. Bueno, y de mi hermano, ¿qué?

Se apoyó en la manija de la puerta y la abrió con actitud obsequiosa.

– Pase, por favor.

El despacho estaba dividido en dos zonas distintas por una mampara de aluminio. La primera, muy pequeña, sólo tenía un pupitre viejo lleno de carpetas y papeles sobre el que descansaba un enorme ordenador apagado; la segunda, mucho más grande, exhibía un formidable escritorio de caoba bajo la ventana y, en el extremo opuesto, una mesa redonda contorneada por mullidos sillones de piel negra. En las paredes no cabían más fotografías del doctor Llor con personajes célebres, ni más recortes de prensa enmarcados en cuyos titulares destacaba su nombre. El neurólogo, haciéndole una carantoña a Dani, apartó de la mesa uno de los asientos para que Ona se acomodara.

– Por favor… -murmuró.

El diminuto doctor Hernández se colocó entre Ona y yo, dejando caer sobre la mesa, con un golpe seco, una abultada carpeta que hasta entonces había llevado bajo el brazo. No parecía muy feliz, pero, en realidad, allí nadie lo era, así que, ¿qué más daba?

– El paciente Daniel Cornwall -empezó a decir Llor con voz neutra, calándose unas gafas que extrajo del bolsillo superior de su bata- muestra una sintomatología infrecuente. El doctor Hernández y yo estamos de acuerdo en que podría tratarse de algo parecido a una depresión aguda.

– ¿Mi hermano está deprimido? -pregunté, asombrado.

– No, no exactamente, señor Queralt… -me aclaró, mirando al psiquiatra de reojo-. Verá, su hermano presenta un cuadro bastante confuso de dos patologías que no suelen darse a la vez en un mismo paciente.

– Por un lado -intervino por primera vez el doctor Hernández, que disimulaba mal su emoción por tener entre manos un caso tan raro-, parece sufrir lo que la literatura médica llama ilusión de Cotard. Este síndrome se diagnosticó por primera vez en 1788, en Francia. Las personas que lo padecen creen de manera irrefutable que están muertas y exigen, a veces incluso de manera violenta, que se les amortaje y se les entierre. No sienten su cuerpo, no responden a estímulos externos, su mirada se vuelve opaca y vacía, el cuerpo se les queda completamente laxo… En fin, que están vivos porque nosotros sabemos que viven pero reaccionan como si de verdad estuvieran muertos.

Ona empezó a llorar en silencio sin poder contenerse y Dani, asustado, se giró hacia mí en busca de apoyo pero, como me vio tan serio, terminó por echarse a llorar también. Si Jabba y Proxi no venían pronto a recogerlo, la cosa iba a terminar mal.