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Como el llanto del niño impedía la conversación, Ona, intentando calmarse, se incorporó y empezó a pasear de un lado a otro consolando a Dani. En la mesa, ninguno de los que quedábamos abrimos la boca. Por fin, después de unos minutos interminables, mi sobrino dejó de llorar y pareció adormecerse.

– Es muy tarde para él -musitó mi cuñada volviendo a tomar asiento con cuidado-. Hace rato que debería estar durmiendo y ni siquiera ha cenado.

Crucé las manos sobre la mesa y me incliné hacia los médicos.

– Bueno, doctor Hernández -dije-, ¿y qué solución hay para esa ilusión de Cotard o como quiera que se llame?

– ¡Hombre, solución, solución…! Se recomienda el ingreso y la administración de psicofármacos y el pronóstico, bajo medicación, suele ser bueno, aunque, para no engañarles, en casi todos los casos se dan recaídas.

– Los últimos estudios sobre la ilusión de Cotard -observó el doctor Llor, que parecía querer aportar su particular granito neurológico de arena- revelan que este síndrome suele estar asociado a un cierto tipo de lesión cerebral localizada en el lóbulo temporal izquierdo.

– ¿Quiere decir que se ha dado algún golpe en la cabeza? -preguntó Ona, alarmada.

– No, en absoluto -rechazó el neurólogo-. Lo que quiero decir es que, precisamente sin mediar traumatismo, hay una o varias zonas del cerebro que no reaccionan como deberían o, al menos, como se espera que lo hagan. El cerebro humano está formado por muchas partes distintas que tienen funciones diferentes: unas controlan el movimiento, otras realizan cálculos, otras procesan los sentimientos, etc. Para ello, estos segmentos utilizan pequeñas descargas eléctricas y agentes químicos muy especializados. Basta que uno solo de esos agentes se altere levemente para que cambie por completo la forma de trabajar de una zona cerebral y, con ella, la forma de pensar, sentir o comportarse. En el caso de la ilusión de Cotard, las tomografías demuestran que existe una alteración de la actividad en el lóbulo temporal izquierdo… aquí. -Y acompañó la palabra con el gesto, apoyando su mano en la parte posterior de la oreja izquierda, ni muy arriba ni muy abajo, ni tampoco muy atrás.

– Como un ordenador al que se le estropea un circuito, ¿no es así?

Los dos médicos fruncieron las cejas al mismo tiempo, desagradablemente sorprendidos por el ejemplo.

– Sí, bueno… -admitió el doctor Hernández-. Últimamente está muy de moda comparar el cerebro humano con el ordenador porque ambos funcionan, digamos, de manera parecida. Pero no son iguales: un ordenador no tiene conciencia de sí mismo ni tampoco emociones. Ése es el grave error al que nos conduce la neurología. -Llor ni pestañeó-. En psiquiatría el planteamiento es totalmente diferente. No cabe duda de que existe un componente orgánico en la ilusión de Cotard, pero también es cierto que sus síntomas coinciden casi por completo con los de una depresión aguda. Además, en el caso de su hermano, no se ha podido verificar esa alteración en el lóbulo temporal izquierdo.

– Sin embargo, como el paciente está a mi cargo -ahora fue Hernández quien no movió ni un músculo de la cara-, he pautado un tratamiento de choque con neurolépticos, Clorpromacina y Tioridacina, y espero poder darle de alta antes de quince días.

– Hay, además, otro problema añadido -recordó el psiquiatra-, y es que Daniel presenta, junto a la ilusión de Cotard, que es lo más llamativo, signos evidentes de una patología llamada agnosia.

Sentí que algo dentro de mí se rebelaba. Hasta ese momento había conseguido convencerme de que todo aquello era algo pasajero, que Daniel sufría una «ilusión» que tenía cura y que, una vez eliminada, mi hermano volvería a ser como antes. Sin embargo, el hecho de que añadieran más enfermedades me producía una dolorosa impresión. Miré a Ona y, por la contracción de su cara, adiviné que estaba tan angustiada como yo. El pequeño Dani, arropado por la manta azul y por su madre, había caído, por fin, en un profundo sueño. Y fue una suerte que estuviera tan dormido porque, en ese momento, mi móvil, que seguía en sus manos, firmemente sujeto, comenzó a emitir las notas musicales que identificaban las llamadas de Jabba. Por fortuna, ni se inmutó; sólo emitió un largo suspiro cuando Ona, tras algunas dificultades, consiguió extirpárselo.

Preguntando por Daniel en urgencias, Jabba y Proxi habían conseguido llegar hasta el vestíbulo que daba entrada a la planta de Neurología. Tras acabar la breve charla, se lo dije a Ona y ésta, incorporándose lentamente, se dirigió hacia la puerta y salió.

– ¿Esperamos a la mujer de Daniel o seguimos? -quiso saber Llor con cierta impaciencia. Su tono me llevó a recordar una cosa que leí una vez: en China, antiguamente, los médicos sólo cobraban sus honorarios si salvaban al paciente. En caso contrario, o no cobraban, o la familia les mataba.

– Acabemos de una vez -repliqué, pensando que los antiguos chinos eran realmente muy sabios-. Ya hablaré yo con mi cuñada.

El pequeño doctor tomó la palabra.

– Asociada al síndrome de Cotard, su hermano padece también una agnosia bastante acusada. -Se caló las gafas hasta las cejas y miró intranquilo al neurólogo-. Como le explicaba Miquel… el doctor Llor, la agnosia, una patología mucho más común, aparece, básicamente, en pacientes que han sufrido derrames cerebrales o traumatismos en los que han perdido parte del cerebro. Como ve, éste no es el caso de su hermano ni tampoco el de los pacientes con Cotard y, sin embargo, Daniel es incapaz de reconocer objetos o personas. Para que lo entienda mejor, su hermano, que afirma estar muerto, vive en este momento en un mundo poblado de cosas extrañas que se mueven de manera absurda y hacen ruidos raros. Si usted le mostrara, por ejemplo, un gato, él no sabría lo que le está enseñando, como tampoco sabría que se trata de un animal porque no sabe qué es un animal.

Me pasé las manos por la cabeza, desesperado. Notaba una presión terrible en las sienes.

– No podría reconocerle a usted -continuó explicándome el doctor Hernández-, ni a su mujer. Para Daniel todas las caras son óvalos planos con un par de manchas negras en el lugar donde deberían estar los ojos.

– Lo malo de la agnosia -añadió Llor frotándose repetidamente las palmas de las manos-, es que, como se produce por un derrame o una pérdida traumática de masa, no tiene ni tratamiento ni cura. Ahora bien…

Dejó la frase en el aire, goteando esperanza.

– Las tomografías que le hemos hecho a su hermano revelan que el cerebro de Daniel se encuentra en perfectas condiciones.

– Ya le dije que ni siquiera aparecía la disfunción del lóbulo temporal -apuntó Hernández, exhibiendo por primera vez una leve sonrisa-. Daniel sólo presenta los síntomas, no las patologías.

Lo miré como si fuera idiota.

– ¿Y quiere decirme qué diferencia hay entre sumar dos y dos y aparentar que se suman dos y dos? Mi hermano estaba normal esta mañana, fue a su trabajo en la universidad y volvió a casa para comer con su mujer y su hijo, y ahora está ingresado en este hospital con unos síntomas que simulan un síndrome de Cotard y una agnosia. -Contuve el aliento porque estaba a punto de soltar una retahíla de insultos-. ¡Bueno, ya está bien! Entiendo que ustedes van a hacer todo lo posible por curar a mi hermano, así que no discutiremos sobre este punto. Sólo quiero saber si Daniel volverá a ser el mismo o no.

El viejo Llor, sorprendido por mi súbito arranque de furia, se sintió obligado a sincerarse conmigo como si fuéramos colegas o amigos de toda la vida:

– Mire, por regla general, a los médicos no nos gusta pillarnos los dedos, ¿sabe? Preferimos no dar demasiadas esperanzas al principio por si la cosa no sale bien. ¿Que el enfermo se cura…? ¡Estupendo, somos grandes! ¿Que no se cura…? Pues ya advertimos al principio de lo que podía pasar. -Me miró con lástima y, apoyando las manos sobre la mesa, echó ruidosamente el sillón hacia atrás antes de ponerse de pie-. Le voy a decir la verdad, señor Queralt: no tenemos ni idea de lo que le pasa realmente a su hermano.